Carlos Alberto Macías Martín
(UBA, Argentina)
En el presente trabajo realizo un análisis comparativo entre las filosofías del tiempo de Husserl e Ingarden que toma como hilo conductor la disputa entre el realismo y el idealismo. La relación entre ambos problemas filosóficos es estrecha, ya que la posición de cada autor con respecto al modo de ser de la realidad se vincula tanto con el método como con los resultados de sus estudios sobre la temporalidad. Husserl, por un lado, reconduce todo análisis de lo real a la subjetividad, dado que, desde la perspectiva fenomenológica trascendental, toda objetividad es concebida como una unidad de sentido constituida a partir de las operaciones sintéticas de la conciencia. En esta teoría, el tiempo posee un lugar privilegiado, puesto que “la forma fundamental (…) que hace posible todas las restantes síntesis de la conciencia, es la conciencia interna del tiempo, que lo abarca todo”1, o tal como se lee en el parágrafo 81 de Ideas, el tiempo es el “absoluto trascendental último y verdadero”2. Ingarden, por otra parte, rechazó el giro trascendental de su maestro y sostuvo una posición realista con respecto al modo de ser del mundo. Desde este marco, en La Controversia sobre la existencia del mundo realiza un tratamiento del fenómeno del tiempo que muestra, en su posibilidad, una temporalidad que no es constituida por la conciencia, sino que la incluye.
A pesar de sus marcadas diferencias, hacia el final de este trabajo sugiero que las posiciones de ambos autores podrían compatibilizarse, ya que, si la perspectiva Husserliana se interpretase en un sentido estrictamente epistemológico y metafísicamente neutral, podría leerse como un análisis subjetivo del proceso de constitución de las objetividades estudiadas en la ontología de Ingarden.
El trabajo se divide en 4 apartados. En el primero realizo una presentación general de la disputa entre el idealismo y el realismo en los dos autores. En el segundo y el tercero expongo las teorías del tiempo de Husserl e Ingarden, respectivamente. En el cuarto expongo las bases para una fenomenología del tiempo que complemente ambas posturas.
La disputa entre el realismo y el idealismo
Como es harto sabido, entre los discípulos tempranos de Husserl fue Ingarden quien combatió con mayor insistencia el giro trascendental del maestro. Su crítica fundamental, que despliega con todo detalle en Sobre los motivos que llevaron a Husserl al idealismo trascendental, es que la filosofía de Husserl niega injustificadamente la idea realista de existencia. Esto ocurre por considerar a la epistemología —entendida como análisis constitutivo— como la única vía aceptable para la investigación filosófica.
Ingarden identifica cuatro “motivos” que llevaron a Husserl al idealismo trascendental: (I) el concepto de filosofía como ciencia estricta, (II) el método de la reducción fenomenológica, (III) el análisis de la percepción externa y la teoría de la constitución, y (IV) ciertos principios ontológico-formales. Veamos cómo se articulan. Husserl pretendió dar una fundamentación radical del conocimiento, y para eso se embarcó en una búsqueda cartesiana de certeza apodíctica (I). En ese contexto, entendió que en la percepción externa no podría encontrar la cognición indubitable que buscaba. Esto determinó un giro hacia la inmanencia que le permitiría concentrarse, no en el objeto trascendente de la percepción —que siempre puede ser puesto en duda— sino en la percepción misma, es decir, en los actos de conciencia indubitables que nos presentan el objeto. Este movimiento hacia la inmanencia fue posibilitado por la reducción fenomenológica (II), que es la puesta entre “paréntesis” de toda presuposición existencial con respecto al mundo externo. Más específicamente, implica la suspensión de la tesis de la “actitud natural”, que afirma la existencia del mundo con independencia de la conciencia. En el terreno fenomenológico trascendental abierto por la reducción, los objetos son analizados exclusivamente como correlatos intencionales de los actos de conciencia. Esto se expresa con claridad en los análisis de la percepción externa (III): al situarnos frente a un objeto del mundo “exterior” —por caso, una computadora— solo un aspecto determinado “llena” la intención del acto perceptivo —su pantalla. Este escorzo “actual” apunta hacia otros aspectos “potenciales” —sus lados, su parte trasera— a través de intenciones “vacías” que podrán ser actualizadas en actos posteriores de percepción. Este “no poder ser dado todo de una vez” del objeto define su trascendencia, ya que, al no agotarse en mi experiencia actual, siempre puede “sorprenderme” en el transcurso de su exploración, que es potencialmente infinita. En este sentido, la efectividad de la cosa —el hecho de que sea intencionada como existente— es el reflejo de la convergencia armónica de las percepciones, lo cual implica que su trascendencia es constituida por la articulación de los actos de dar sentido de la conciencia y sus correlatos intencionales. Estos análisis, al parecer de Ingarden, redundan en un idealismo, ya que determinan una homogeneidad entre la conciencia y la cosa. La situación se vuelve más acuciante si se toman en cuenta ciertos presupuestos ontológico-formales (IV) que subyacen a los análisis de Husserl. El primero es el principio según el cual un todo sólo puede estar compuesto de partes que tengan la misma esencia. El segundo es la aserción de una diferencia esencial entre la conciencia y las cosas físicas. La conjunción de estos dos supuestos determina que “no pueda ocurrir una inclusión de la conciencia pura en el mundo real” ya que “esta inclusión sólo sería posible si negásemos el carácter de autonomía existencial a los objetos percibidos y los convirtiéramos —en línea con la solución idealista de Husserl— en meros sentidos noemáticos denotados intencionalmente por actos de experiencia conectados de manera sintética y uniforme”3.
Ingarden analiza críticamente cada uno de estos “motivos”. Lo primero que nota es que, en tanto tres de ellos son de carácter epistemológico, las tesis de Husserl no tendrían que redundar necesariamente en un idealismo, ya que tras el análisis inmanente uno tendría que poder regresar a la trascendencia. Pero el problema es que Husserl, tras haber “obtenido una visión del proceso de constitución del sentido de los objetos (o fenómenos) en el curso de los actos de conciencia correspondientes”, consideró “la restauración de estos objetos a su modo de existencia propio una absolutización de lo que - según él - es existencialmente relativo en relación a los procesos de la conciencia pura”4. En otras palabras, Husserl nunca recupera el sentido original —realista— de trascendencia (el que había sido “puesto entre paréntesis”), sino que, en el proceso de su clarificación epistemológica, lo transforma en un concepto idealista: el objeto como unidad de sentido. Para mostrar la pertinencia de su lectura, Ingarden se remite reiteradamente al parágrafo 49 de Ideas, donde Husserl afirma que el mundo espacio-temporal es “un mero ser intencional (...) un ser que por principio sólo es intuible y determinable en cuanto es el algo idéntico de multiplicidades motivadas de apariencias - pero que además de esto no es nada”5. Para el filósofo polaco, ninguno de los análisis de Husserl justifica esa tesis: del hecho de que los objetos sean dados a través de escorzos y por ende “inadecuadamente”, tan solo se sigue, como reza el parágrafo 46 de Ideas, la “indubitabilidad de la percepción inmanente” y la “dubitabilidad de la trascendente”, pero de ninguna manera se deriva una diferencia en el modo de ser de lo que es dado en estas experiencias. En particular, no se justifica la tesis del parágrafo 44, que afirma “el ser meramente fenoménico de lo trascendente y el ser absoluto de lo inmanente”, o la del 55, que sostiene que “toda la realidad en sentido estricto existe por obra de un dar sentido”. Según Ingarden, la dubitabilidad de lo trascendente, es decir, la falta de un proceso perceptivo finito en el cual podamos obtener certeza de, por un lado, la existencia, y por otro, la naturaleza de la cosa —la seguridad de que posee efectivamente las características que ha mostrado hasta cierto momento— tan sólo “nos da el derecho de afirmar que nuestro conocimiento sobre la cosa (...) no es absolutamente certero”6, pero no de “transformar el sentido genuino [realista] del modo de existencia de las cosas físicas (...) en una existencia puramente intencional”7. Nótese que en este pasaje Ingarden habla del sentido realista de trascendencia, pero no de la existencia de objetos que efectivamente actualicen dicho modo de ser. Este punto es crucial para entender su propuesta filosófica, ya que, como veremos, la ontología ingardiana es un análisis de ideas, es decir, del orden de lo posible, y no de entidades efectivamente existentes. En este sentido, Ingarden dice que incluso si se diera el caso en el que todos los “objetos de sentido” analizados por el epistemólogo no se correspondieran con un mundo “en sí” independiente de la conciencia, esto sólo significaría que dicho mundo no existe, pero no que su idea deba ser abandonada en favor de considerarlo un correlato puramente intencional de la experiencia. Para justificar su postura, Ingarden se remite a la experiencia misma: en el proceso constitutivo, la subjetividad trascendental parte de datos sensibles que siente “como algo extraño a sí mismo”8; esto se vuelve patente cuando una afección nos resulta desagradable y queremos deshacernos de ella, ya que en ese caso el “puro comportamiento consciente con respecto a los datos sensibles sólo puede modificarlos hasta cierto punto (...) pero esto no altera el hecho de su “otredad” y de su relativa independencia del sujeto”9. Por ende, puede decirse que “en el proceso cognitivo de percepción surge, en el contexto de la constitución del “sentido de objeto” de cierta cosa o proceso, un sentido que apunta a la autonomía existencial de dicha cosa —es decir, a la cosa como existente “en sí””10. Volviendo a las tesis de Husserl, es evidente que puede decirse de los productos sintéticos de la conciencia que son unidades de sentido y que además de esto no son “nada”, pero “que son idénticamente lo mismo que las cosas u otra clase de objetos que aparecen en estas unidades de sentido (...) parece no estar suficientemente justificado”11. En otras palabras, por más que en nuestra experiencia siempre estemos frente a “unidades de sentido” constituidas por la conciencia, que pueden o no corresponderse con una realidad “en sí”, el hecho de que en la constitución de dichas unidades nos comportemos “de forma principalmente receptiva”, adaptándonos a los “datos experimentados” y creando un “sentido de objeto” que es “producido bajo el impacto de una realidad que se impone ella misma como independiente”12, determina que le atribuyamos al contenido de dichas unidades un sentido de trascendencia realista. Por ende, si bien desde el análisis epistemológico nos concentramos en el carácter intencional que caracteriza a toda objetividad, esto no tiene que obliterar la diferencia ontológica —que brota de la experiencia misma— entre objetividades que son el producto exclusivo de la actividad productiva del sujeto y aquellos objetos que además existen “en sí”. A riesgo de ser reiterativo, es importante recordar que la pasividad que experimentamos en el proceso constitutivo no prueba la existencia de una realidad “en sí”, sino que tan solo motiva su idea. Incluso si no pudiéramos conocer la realidad “en sí”, “tendríamos que tomar la posición agnóstica (…) reconociendo al mismo tiempo la solución realista aunque esta pudiera estar fuera de nuestro alcance”, pero de ninguna manera tendríamos que “adoptar la solución idealista”13.
El tiempo en Husserl
En la teoría del tiempo de Husserl se evidencian los primeros tres “motivos” que, según Ingarden, lo condujeron al idealismo. En primer lugar, el estudio de la temporalidad es restringido, por medio de la reducción fenomenológica (II), a la inmanencia apodíctica (I): para situarnos frente al “tiempo inmanente del curso de la conciencia”, que está compuesto por “datos absolutos” de los cuales “sería absurdo” dudar, debemos realizar una “completa exclusión de cualesquiera asunciones, estipulaciones y convicciones a propósito del tiempo objetivo”14. En segundo lugar, estas consideraciones metodológicas son puestas en estrecha relación con la teoría de la constitución (III): la reducción y el análisis inmanente posibilitan el paso de lo fundado —el tiempo objetivo— a lo fundante —“las vivencias en que lo temporal en sentido objetivo aparece”. Es necesario distinguir entre un tiempo “percibido” y otro “sentido”, siendo este último “el dato fenomenológico por cuya apercepción empírica se constituye la referencia al tiempo objetivo”15. Para mostrar en qué consiste este proceso de constitución, Husserl toma como punto de partida el caso de la percepción de una melodía. Lo primero que salta a la vista en el análisis es que la aprehensión de la duración de la melodía no sería posible si nuestra conciencia percibiera únicamente la nota efectivamente existente; si así fuera, sólo oiríamos una plétora de notas separadas, y no el transcurso de una melodía. Es por esto que Husserl plantea que la conciencia del presente es un campo extendido que contiene en sí a los modos del “pasado” y del “futuro”. En términos técnicos, Husserl sostiene que en el acto perceptivo encontramos, además de la “impresión primaria”, que es el momento de conciencia dirigido a la fase inmediatamente existente, “retenciones” que intencionan las fases recién acaecidas y protenciones que intencionan, de manera más o menos definida, las fases que están por ocurrir. Esta estructura formal tripartita se mantiene estable a pesar de que el contenido de las vivencias se renueve constantemente, y tiene una dinámica interna altamente compleja. Supongamos que percibimos una melodía de tres notas: W, X y Z. Cuando escuchamos W, esta es dada en la impresión primaria. Ahora bien, cuando W le deja su lugar a X, W no desaparece de la conciencia, sino que es retenida en la retención. Esto no significa que W sea consciente de la misma manera en que X lo es, ya que “el sonido retenido no es ningún sonido presente”: a diferencia del eco o de la resonancia, que pertenecen a la percepción, lo retenido no “existe como parte ingrediente en la conciencia retencional”, es decir, no hay un contenido sensible que sostenga su presencia16. La retención es una “conciencia originaria” que nos da una experiencia de la nota como pasada: “solo en el recuerdo primario vemos lo pasado (...) la esencia de este consiste en traer a intuición primaria, directa, la novedad y la peculiaridad del “acaba de ser” o del “antes”, justo como la esencia de la percepción del ahora es traer el ahora directamente a intuición”17. Por otra parte, la retención no opera únicamente sobre la nota que acaba de pasar. Cuando suena X, Z es anticipada en la protención —que es motivada por la retención de W, ya que las protenciones “crecen” a partir de las experiencias pasadas18— y cuando esta protención se “cumplimenta” con el acaecimiento de Z, no solo es retenida X, sino que también lo es la retención previa de W: “cada retención posterior [a la primera] no es mera modificación continuada que nace de la impresión originaria, sino modificación continuada de todas las modificaciones previas incesantes del mismo punto inaugural”19. Esto da como resultado un proceso seriado y constante, donde todos los contenidos originarios están sujetos al mismo “ritmo” retencional, modificándose en retenciones de retenciones. Esta constancia garantiza la conservación del orden de los sonidos a medida que se “hunden” en el pasado. Ahora bien, frente a este río incesante de modificaciones retencionales podríamos preguntarnos: “¿cómo entonces se abre paso (...) la conciencia del tiempo objetivo, y en primer término la del lugar idéntico de tiempo y de la extensión temporal idéntica?”20. La respuesta la encontramos en la actividad interpretativa de la conciencia. Según Husserl, dos “vertientes de la objetivación” se mantienen constantes en el “flujo continuo de modificación de pasado”: la primera se dirige al “puro contenido cualitativo del material de sensación”, conservando fijo el mismo momento material —el sonido— a través de las diversas modificaciones; la segunda, que aprehende “los representantes de los lugares de tiempo”, mantiene fija la misma posición temporal, que es el momento verdaderamente individualizante21. Así, garantizada la identidad del objeto “en lo que hace a su materia y lugar de tiempo”, un último momento de aprehensión, que es el que “pertenece en esencia a la modificación”, interpreta el proceso retencional como un constante retroceso de lo mismo en el pasado22. Sin embargo, Husserl aclara que “con la conservación de la individualidad de los puntos de tiempo al hundirse en el pasado, todavía no tenemos (...) la conciencia de un tiempo unitario, homogéneo, objetivo”23. Para esto es necesaria la rememoración24: cuando recordamos una experiencia pasada, no sólo somos conscientes del objeto otrora vivenciado, sino que también rememoramos el horizonte temporal que acompañó a la percepción. Así, al poder reproducir repetidamente cualquier “fragmento de tiempo con el contenido que lo llena”, y al captar “la misma duración con el mismo contenido” en diversos actos de conciencia, llega a constituirse el tiempo objetivo junto a la identidad del objeto25.
De lo expuesto anteriormente se deriva una concepción idealista del tiempo. En efecto, si no fuera porque la actividad interpretativa de la conciencia capta una unidad en la multiplicidad —un sonido, o una melodía, a partir de las retenciones, protenciones e impresiones originarias— no se constituiría la identidad del objeto y del tiempo. Husserl expresa esta idea con un vocabulario ciertamente idealista: “el esse del sonido-cosa en un cierto sentido se disuelve en su percipi (...) el percipi, en el sentido del flujo de conciencia (...) “crea” la cosa, ya que el ser absoluto de este flujo de conciencia es el posible tener y aprehender el sonido, sin el cual el sonido no sería nada”26. Como habrá notado el lector, reaparece aquí, en el contexto específico de un análisis de la conciencia del tiempo, la misma expresión del parágrafo 49 de Ideas que criticaba Ingarden —quien, como vimos más arriba, consideraba que las tesis de Husserl resultaban en una homogeneidad entre la conciencia y la cosa (esse que se “disuelve” en el percipi). Otra cuestión que resurge en estos análisis es la modificación epistémica del sentido de trascendencia. Husserl afirma que aunque hayamos suspendido toda interpretación trascendente con respecto al sonido, su inmanencia tiene que ser distinguida de la inmanencia de aquellos elementos que nos dan la conciencia del sonido27 —las impresiones, retenciones y protenciones. Estos últimos forman parte de lo que Husserl llama la conciencia absoluta constituyente del tiempo (CACT), que es la verdadera inmanencia28. Esta es absoluta porque no hay otra conciencia constituyente anterior a ella, por lo que los elementos que la componen no son ellos mismos constituidos, es decir, no responden al esquema “contenido de aprehensión-aprehensión”. Esto significa que, a diferencia del sonido, no son “objetos”, es decir, no son una “unidad en una multiplicidad”. Por otro lado, estos elementos tampoco pueden ser “temporales”. Como indica Husserl: “los fenómenos constituyentes del tiempo son objetividades por principio distintas de las constituidas en el tiempo. No son objetos individuales ni sucesos individuales, y no cabe atribuirles con sentido los predicados de éstos”29. En virtud de estas diferencias, podríamos decir que el sonido, a pesar de ser analizado en la inmanencia de la conciencia, tiene cierta trascendencia por ser una unidad de sentido en la multiplicidad; este sentido epistemológico de trascendencia es el que Husserl llama una “trascendencia en la inmanencia”30 y se distingue de la verdadera inmanencia de los elementos de la CACT, que están realmente “contenidos” en ella31.
Antes de pasar al siguiente apartado, me gustaría referirme a un aspecto de la teoría del tiempo de Husserl que será crucial para nuestra propuesta de compatibilización con Ingarden. Por más que hayamos resaltado el carácter idealista de la doctrina, resulta imprescindible notar que esta contiene un elemento de alteridad irreductible al sujeto. En efecto, para que la constitución de cualquier objetividad tenga lugar, es necesario que la consciencia proto-impresional sea afectada por el material hylético: “los “a”, “x”, “y” [los contenidos recibidos] no son nada producido por la conciencia, sino lo originalmente engendrado, lo “nuevo”, lo que ha venido a ser ajeno a la conciencia, lo recibido frente a lo producido por la propia espontaneidad de la conciencia”32. Esto no significa que la hyle sea un dato sensible indiferenciado y desprovisto de sentido alguno —en los Análisis de la síntesis pasiva, Husserl presenta los “mecanismos que conforman pasivamente las unidades hyléticas que habilitan al sujeto para la constitución del objeto intencional”, por lo que puede decirse que la conciencia del presente “no solo recibe a lo otro de sí, sino que lo organiza a través de operaciones que motivan la atención del yo para la constitución de un objeto trascendente”33— pero es evidente que el reconocimiento de una instancia ajena a la consciencia implica que la doctrina de Husserl no puede ser identificada con “un idealismo subjetivo que considere a un ego despojado del mundo como el único y supremo fundamento de la constitución”34. Como recordará el lector, Ingarden encontraba en la alteridad como momento irreductible del proceso constitutivo el origen fenomenológico de la idea de trascendencia realista. El hecho de que hayamos encontrado este momento en la doctrina de Husserl será una pieza clave para complementar las doctrinas de ambos autores. Pero antes de argumentar en este sentido tenemos que presentar la ontología del tiempo de Ingarden.
El tiempo en Ingarden
En la Controversia por la existencia del mundo, Ingarden presenta la disputa entre el realismo y el idealismo tomando como punto de partida la filosofía trascendental de Husserl. Si se acepta la tesis que afirma la diferencia del modo de ser de la conciencia y el mundo a partir de la diferencia de sus modos de darse —recordemos que como la primera se manifiesta en la inmanencia, tiene un “ser absoluto e indubitable”, y como el segundo se muestra escorzadamente, posee un ser dubitable y relativo que “admite, en principio, el no-ser”— la disputa entre el realismo y el idealismo parecería muy simple: consistiría en determinar la existencia o inexistencia de aquel mundo cuyo ser es dubitable y relativo35. Además, parecería evidente que sólo el método “trascendental” —“un análisis que tenga como único punto de partida y soporte el dominio de las experiencias puras inmanentes”— es apropiado para resolver la querella, ya que sólo en la subjetividad encontraríamos la evidencia apodíctica a partir de la cual derivar todo otro conocimiento, y cualquier referencia a un objeto no-inmanente para demostrar la existencia del mundo implicaría una recaída en el dogmatismo de la metafísica tradicional36. Ahora bien, Ingarden considera que el problema es más complejo, y esto en razón de las mismas premisas epistemológicas a partir de las cuales se ha planteado la disputa. Y es que la donación escorzada de lo real no solo suscita dudas sobre la existencia del mundo, sino que también sobre su “dotación cualitativa”: la naturaleza del proceso perceptivo no garantiza la existencia, pero tampoco asegura que los objetos conserven el mismo modo de ser que se les asigna en un momento dado de la vivencia. Esto significa que el primer miembro de la oposición “mundo real / conciencia pura”, al cual se le atribuye un ser relativo, no ha sido exhaustivamente definido, y que su concepto debe ser “críticamente reexaminado”. La disputa comenzó con un problema epistemológico (la dubitabilidad del mundo) que ahora desemboca en un problema ontológico (el modo de ser del mundo) necesario para resolver un problema metafísico (la existencia del mundo). Ingarden considera que “Husserl sin duda hubiera estado de acuerdo” con la necesidad de la investigación ontológica, pero “probablemente hubiera agregado que un análisis constitutivo es lo que se necesita para resolver las dudas que aquí han surgido”. Como ya hemos visto, este tipo de análisis sólo puede darnos una concepción del mundo como unidad de sentido, y, además, como es un estudio de la inmanencia, presupone “la partición entre los dos dominios del ser” que aquí se encuentran en cuestión. En vista de estas dificultades, Ingarden considera que “en añadido a las cuestiones epistemológicas, preguntas puramente ontológicas tienen que ser tenidas en cuenta para poder resolver el problema metafísico”, y es a esta investigación hacia la que orienta sus esfuerzos teóricos37.
La ontología es una disciplina que consiste en el análisis a priori de posibilidades puras. A diferencia de la posibilidad empírica, que está determinada por los hechos del mundo real, la posibilidad pura tiene su fuente en el contenido de ideas. Ahora bien, ¿qué es una idea? Ingarden considera que deben distinguirse tres reinos fundamentales en la totalidad de lo que —posiblemente— existe: las entidades individuales, las ideas y las cualidades puras. Las ideas se distinguen por tener una estructura bilateral: por un lado, tienen ciertas propiedades que las caracterizan qua ideas; por el otro, tienen un contenido en el que ocurren concretizaciones ideales de las cualidades puras, que luego podrán —o no— ser actualizadas en las entidades individuales. Por ejemplo, a la idea “ser humano” le corresponden, qua idea, las propiedades de invariabilidad, atemporalidad, generalidad, bilateralidad de su estructura formal, etc. Pero en su contenido está formada por una articulación específica de cualidades puras (“racionalidad”, “bipedidad”, “vertebradez”)38 que luego podrán ser actualizadas —o no— en una persona real. Por eso “no debemos concluir que sólo existen aquellas ideas cuyos objetos individuales existen”39. Los resultados de la ontología serían válidos incluso si un estudio metafísico mostrase que las entidades correspondientes no existen de hecho, lo cual implica que “las investigaciones ontológicas son no-dogmáticas”40, ya que no afirman ni niegan la existencia. Esto también vale para el plano eidético: “en el marco de la ontología formal ni siquiera sabemos si las ideas mismas existen”41. Ingarden considera que la corrección del análisis ontológico está garantizada porque el contenido de las ideas “lo asimos con evidencia apodíctica”42. Esto es posible gracias a su teoría del “vivir-a-través” [Durchleben] de los actos, que fue desarrollada a partir de la teoría de la reducción de Husserl con el objetivo de evitar la petición de principio en la teoría del conocimiento43. El escéptico afirma que para justificar el valor de nuestras cogniciones tenemos que utilizar cogniciones que también requieren ser justificadas por otras cogniciones, lo cual nos condena al círculo vicioso o al regreso al infinito. Ahora bien, Ingarden señala que para que este razonamiento funcione tenemos que presuponer que el proceso cognitivo siempre difiere del objeto de la cognición. Pero ocurre que los actos cognitivos, en tanto actos de consciencia, son “vividos-a-través” [Durchleben] por la propia consciencia, y este vivir inmanente es ya un conocer. En el caso de los actos cognitivos, “tenemos que evitar la tentación de oponer al acto y al objeto del vivir-a-través”44. De esta manera “el peligro de un regreso y una petitio puede evitarse” ya que “cuando vivo-a-través mi pensamiento no hay una segunda experiencia, sino un pensamiento que en sí mismo es auto-consciente”45. Esta teoría garantiza la certeza del análisis ontológico, ya que al contenido de las ideas se llega por un acto de “ideación” vivido apodícticamente en la inmanencia que, a través de variaciones perceptivas o imaginativas, abstrae lo general de la facticidad e individualidad. Este recurso a la inmanencia puede resultar sorprendente, sobre todo si tenemos en cuenta que Ingarden tomó el camino ontológico para evitar que el mundo fuera analizado como una mera unidad de sentido. Lo que hay que entender, como señala Arnór Hannibalsson, es que si bien Ingarden apela a la inmanencia como una “llave al mundo de las ideas y las esencias”, esto no implica un compromiso con la teoría de la constitución trascendental: “Ingarden acepta la reducción eidética —epoché— pero rechaza la reducción trascendental. La tesis general de la actitud natural junto con todas las ciencias positivas deben ser puestas entre paréntesis. Pero el sentido noemático debe ser considerado como dado, no como constituido”46. En otras palabras, podemos decir que Ingarden encuentra en la inmanencia el criterio epistémico que garantiza el conocimiento absoluto, pero este será aplicado en un estudio ontológico donde lo analizado no es la actividad constitutiva de la conciencia, sino las posibilidades puras que conforman el contenido de las ideas.
Ahora que estamos familiarizados con el método y el objeto de la ontología ingardiana, presentaremos sus análisis de la temporalidad. Lo primero a tener en cuenta es que el tiempo analizado no es el tiempo abstracto y vacío propio de la física —que se define por un simbolismo matemático— ni tampoco el tiempo común o estándar que surge de comparar los tiempos de diversas entidades; el tiempo que le interesa a Ingarden es el tiempo concreto que se encuentra saturado por lo que ocurre o persiste en él. Este tiempo es absoluto, ya que es “el tiempo de la entidad en sí-misma” y no “una forma-temporal subjetivamente condicionada que sea meramente impuesta a los objetos desde afuera pero intrínsecamente ajena a ellos”. Esto implica que la “oposición entre el tiempo “experimentado [erlebten]” y el tiempo “no-experimentado” no tiene ningún impacto significativo en nuestra investigación” —aunque hay que recordar que este tiempo absoluto es tan solo una idea, por lo que la existencia de cosas y procesos que de hecho existan en él es “otra pregunta que aquí dejamos sin resolver”47. Dicho esto, Ingarden comienza sus análisis distinguiendo tres tipos básicos de entidades temporalmente determinadas: A) eventos; B) procesos; y C) objetos que persisten en el tiempo. A continuación, dedicaremos unas líneas a cada una de estas objetividades.
A) El evento es el instantáneo “advenir y dejar de ser” de un determinado estado de cosas, cuya característica primordial es la de no tener duración. La colisión de dos cuerpos, la llegada de un tren a la estación, el prenderse de una lámpara o la muerte de una persona son algunos ejemplos. Quizás resulte extraño considerar que estos acontecimientos no duran; pero esto se debe a que solemos utilizar la noción de “evento” para referirnos a los procesos que culminan en determinado estado de cosas. Por ejemplo, si tomamos el caso de una guerra —que el lenguaje cotidiano designa como un “evento” histórico— usualmente pensamos en las numerosas batallas que llevaron a la victoria de uno de los contrincantes; el problema es que estos son procesos que duran, y el evento, en el sentido en que Ingarden utiliza el término, hace referencia al “efecto último, al resultado final de todas las campañas”48.
B) Un proceso dura, se extiende en el tiempo. Por ejemplo, el vuelo de un pájaro. En todo proceso hay que distinguir, por un lado, el todo-de-fases; y por el otro, el objeto que se constituye en ellas. Ambos son tan solo “aspectos” de la misma objetividad. Ingarden identifica una serie de necesidades ontológicas: una única fase es siempre activa; en todo momento hay una fase volviéndose activa; la fase activa pierde su ser-activo y es allí cuando la nueva fase adquiere actividad; las fases ya transcurridas han sido activas; las fases aún no acaecidas habrán de serlo; cuando la última fase de un proceso se actualiza el proceso ha transcurrido. Estas características muestran como “la esencia del tiempo se manifiesta con mayor distinción en el modo de ser del todo-de-fases de un proceso (...) que en el modo de ser del evento”49, ya que el todo-de-fases trasciende la “fase-ahora” y se extiende al pasado y al futuro. Ahora bien, Ingarden distingue dos concepciones posibles del tiempo que afectan radicalmente el modo de ser del proceso. La primera es aquella según la cual solo el presente existe, mientras que el pasado y el futuro son dos regiones de nada absoluta; si este fuera el caso, no podríamos hablar del proceso como un crecimiento paulatino de fases que aumenta en magnitud hasta su término, ya que el conjunto de fases estaría reducida a la que es activa, y ni siquiera podría ser pensada como “conjunto”. En sentido estricto, tampoco tendría sentido hablar de “fases”, ya que así nombramos la parte de un todo que, en este caso, no existe. Lo que tendríamos es una mera serie de eventos discretos “que bajo determinadas circunstancias podrían fingir un proceso, pero que diferirían esencialmente de él”50. La noción rigurosa de proceso sólo sería posible en el caso de que el pasado y el futuro no fuesen una nada absoluta. Esto se debe a que la transitoriedad genuina no requiere solamente que una fase se vuelva activa cuando otra deja de serlo, sino que también necesita la “constante transformación del “ser-activo” de lo que es presente en ese misterioso “no-ser-más-en-el-presente” en el que de todas maneras se sostiene en el ser como algo transcurrido”51. Asimismo, el futuro tendría que ser concebido como algo predeterminado por el presente y el pasado —directamente por el primero, en virtud de su actualidad (que es condición de posibilidad de su “eficacia” causal), e indirectamente por el segundo. En este punto, Ingarden aclara dos cuestiones que son importantes para el contraste con Husserl. En primer lugar, la predeterminación no es la predeterminación intencional de un acto de expectativa: no tenemos que confundir la idea ontológica con el ser protencional de la objetividad meramente intencional52. Algo análogo hay que decir con respecto a la acción indirecta del pasado: si bien puede ser considerada como aquella que se logra por la rememoración, que le da una “quasi-actualidad” a lo acaecido en el intento de devolverle la efectividad ya perimida, también puede interpretarse como el resultado de la inserción del pasado en una cadena de causas. Lo que ocurrió, en virtud de que ha sido activo, imprime sus efectos indirectamente en lo que ha surgido de él. El pasado “existe en este especial modo, por así decirlo, disipado [faded], solo porque una entidad actual que proviene de él está todavía presente”53. Así como el pasado fue, en su momento de actualidad, la fuente existencial de lo que ahora existe, el presente se transforma, en su advenir al ser, en el soporte existencial del pasado. El “ser derivado” de lo ya acaecido se mediatiza cada vez más a medida que el tiempo transcurre, y la capacidad de sostenerse en el ser disminuye paulatinamente: “gradualmente se hunde, por así decirlo, en el abismo sin fondo del pasado”54. Por esto pueden identificarse diversos “niveles de intensidad de existencia [Seinsintensität]”, que van del “máximo posible en lo recién acaecido (...) a la intensidad cada vez más débil que culmina en la extinción [Absterben] absoluta”55. Esta última concepción del tiempo afecta al proceso en sus dos aspectos56. En cuanto al todo-de-fases, cada fase individual pasa de la actualidad plena a un grado cada vez menor de “intensidad de existencia”. Una vez que culmina el proceso, el todo-de-fases se hunde como unidad en el pasado. En cuanto al objeto conformado por las fases, Ingarden dice que se constituye como un substrato de propiedades desde el instante en que la primera fase acaece, adquiriendo nuevas propiedades hasta que se completa con la fase final del proceso. Como substrato en sentido abstracto, existe desde el inicio del proceso; pero como individualidad, sólo se va completando con el transcurso de las fases. Cuando este aspecto del proceso se constituye en su totalidad, necesariamente pierde actualidad. Es por esto que sólo adquiere individualidad plena en el pasado.
C) Una piedra, un árbol, un ser humano. Al igual que los procesos, los objetos que persisten en el tiempo sobreviven a los eventos, pero lo hacen de manera completamente distinta: en los primeros, a cada instante se actualiza una fase totalmente nueva; los segundos permanecen idénticos en el transcurrir del tiempo. Aún si tomamos al proceso en su aspecto de sustrato de propiedades, éste no deja de ser una entidad que se constituye temporalmente, mientras que el objeto es enteramente desde el primer momento de su existencia. De hecho, Ingarden considera que los objetos persistentes en el tiempo son la condición de posibilidad de los procesos, ya que estos últimos, que se fundamentan en una sucesión de fases, necesitan de algo que permanezca idéntico. El objeto se relaciona con los procesos de dos maneras: o bien están unidos en un todo, y el proceso se desenvuelve en el “marco” del objeto; o bien el objeto participa de procesos que exceden su alcance existencial, pero que de todas maneras están ligados a él. Un ejemplo del primer caso serían los cambios químicos al interior de un músculo que está siendo ejercitado; un ejemplo del segundo es el ejercicio mismo: el movimiento de la pesa con cierta dirección57. En ambos casos, el músculo adquiere y pierde propiedades en virtud de los procesos que acaecen en o con él, lo cual da cuenta del cambio, y por ende, de su carácter temporal. El tiempo también puede dejar su impronta en el objeto mediante los eventos, que son igualmente imposibles sin la existencia de los objetos “en torno a los cuales ocurren”58. Pero a pesar del cambio, lo característico de estas entidades es que poseen un “núcleo” permanente. Para explicitarlo, Ingarden toma el difícil caso de los seres vivos, en donde “es casi imposible citar en el caso concreto qué comprende el factor inmutable del viviente en el constante serpentear de sus propiedades”59. Una constitución gradual transforma al joven Napoleón en el Napoleón maduro, por lo que parecería más sensato definir su existencia como un proceso. Pero Ingarden considera que los cambios que atraviesa un ser vivo apuntan hacia una constante, hacia una “esencia”. Esta se hace evidente en diversos fenómenos: en el carácter típico de los modos de comportamiento; en los procesos de desarrollo y degenerativos característicos de la especie biológica; y en la idéntica aproximación [approach] con la que la persona individual resuelve las dificultades que le depara la vida. Esto muestra que “el ser vivo, y el ser humano en particular, es más que la totalidad de los eventos y procesos que en él tienen lugar”60. En términos técnicos, la naturaleza individual y constitutiva del ser vivo se caracteriza por tener una mismidad dinámica. Esto significa que, si bien su determinación cualitativa está sujeta a alteración, esto es “solo con respecto a la manera y grado de perfección de [su] manifestación existencial y fenoménica”61. Este modo de ser determina un equilibrio inestable entre ambos componentes del objeto —el núcleo esencial y las cualidades que se constituyen temporalmente. El segundo aspecto siempre amenaza con destruir al primero, y si el equilibrio se rompe, el objeto perece. Esto dota a los vivientes de una particular fragilidad existencial. No obstante esto, a diferencia de otras entidades temporales, los seres vivos tienen la capacidad de trascender el presente en el cual existen. Si bien toda entidad persistente tiene una existencia “fisurada” —un modo de ser que se desarrolla necesariamente en la actualidad de un presente siempre nuevo— los seres vivos son una unidad significativa que resulta de las marcas que el pasado deja en el presente. En efecto, mientras que en los seres inanimados los restos del pasado conforman una multiplicidad de propiedades agrupadas “sin-sentido” —las marcas que el mar deja en una roca— en los seres vivos el pasado conforma un todo que es inteligible en su “estructura orgánica” —por ejemplo, un comportamiento adquirido62. Esto incrementa el nivel de “intensidad de existencia” del pasado, lo cual da la “apariencia de una expansión de la fase activa”63. La capacidad de trascender el carácter “fisurado” de la existencia temporal es especialmente significativa en el caso de los seres vivos conscientes. Si bien estos “no son existencialmente menos frágiles que el resto de los seres vivos”, a través de la “rememoración, retención, protención y expectación” pueden, por lo menos en principio, elevarse por sobre la totalidad de su curso vital, aunque sea de forma “meramente intencional”64. Esta aparición de las categorías husserlianas no es baladí para nuestra investigación. El contraste entre las dos teorías del tiempo se magnifica. En la ontología de Ingarden, la capacidad constitutiva de la conciencia opera sobre sobre una temporalidad que la trasciende, la incluye y constantemente amenaza con destruirla. Los términos se han invertido: si en Husserl el esse del tiempo se disolvía en su percipi, en Ingarden es el ser consciente el que lucha por conservarse.
Ahora que tenemos un esquema de ambas teorías, ha llegado el momento de articularlas. Mi propuesta es interpretar la ontología de Ingarden como el costado objetivo de los análisis subjetivos de Husserl. Mientras que este último captura el proceso dinámico en el que las objetividades son constituidas, el primero analiza el resultado del proceso con independencia de su constitución. Ahora bien, para que esto no implique una reducción de una perspectiva a la otra, es importante que la teoría de Husserl sea interpretada de manera metafísicamente neutral. Esto implica rechazar la tesis de que el modo de ser de una entidad está determinado por su modo de darse. El análisis eidético es un proceso que se desarrolla en la inmanencia, y en ese sentido depende de la actividad constitutiva de la CACT. Pero esto no implica que lo que resulta de esta constitución adquiera automáticamente un modo de ser intencional. Ingarden distingue dos tipos de objetividades intencionales: aquellas que son ocasionalmente intencionales y aquellas que son meramente intencionales, es decir, aquellas que no son nada sin los actos de conciencia que las constituyen. Ahora bien, hemos visto que incluso en las profundidades del “absoluto trascendental último y verdadero” persiste un momento de alteridad irreductible al sujeto. Si a esto le sumamos la pasividad experimentada en el proceso constitutivo, creo que debemos aceptar que lo experimentado puede llegar a ser una objetividad ocasionalmente intencional —sea esta una idea o una entidad real. En última instancia, de lo que se trata es de conservar el sentido realista de trascendencia. De esta forma, la epistemología no quedaría como la única vía posible de investigación filosófica, ya que podría ser complementada con análisis de tipo ontológicos que asuman modos de ser diferentes a los de la conciencia. Con esta interpretación podemos ampliar el horizonte descriptivo de la fenomenología, ya que si bien la CACT opera detrás de todo análisis ontológico, los contenidos pueden ser investigados con independencia de la constitución.
Tomemos el caso del tiempo. La teoría de Husserl nos explica cómo se constituyen los objetos temporales y, junto a ellos, el tiempo objetivo. Esto incluye, naturalmente, a las objetividades temporales reconocidas por Ingarden - procesos, eventos y objetos persistentes. Ahora bien, podemos poner entre paréntesis el lado subjetivo y, sin caer en el dogmatismo ni abandonar la reducción, analizar dichos objetos en su dimensión ontológica, donde muestran tener ciertas propiedades que no hubiesen sido descritas si nos hubiésemos limitado al mero análisis constitutivo. Por ejemplo, tal como vimos en el análisis de los procesos, la acción indirecta de un acontecimiento pasado sobre uno presente, en vez de ser elucidada recurriendo exclusivamente a la rememoración —que es la condición de posibilidad epistemológica de la aprehensión subjetiva de la acción— puede interpretarse ontológicamente como el resultado de la inserción del pasado en una cadena de causas.
Fecha de Recepción: 18/05/2022 Fecha de Aceptación: 22/06/ 2022
1. Husserl, E. Meditaciones Cartesianas, trad. Gaos y García-Baro, México D.F, Fondo de Cultura Económica, 1996, p. 91
2. Husserl, E. Ideas relativas a una fenomenología pura y una filosofía fenomenológica, trad. Gaos, México D.F, Fondo de Cultura Económica, 1962, p. 192
3. Ingarden, R. On the Motives which led Husserl to Transcendental Idealism, trad. Hannibalsson, The Hague, Martinus Nijhoff, 1975, p. 66
4. Ibíd., p. 53
5. Ibíd., p. 114
6. Ibíd., p. 55
7. Ibíd., p. 57
8. Ibíd., p. 58
9. Ibíd., p. 59
10. Ibíd., p. 60
11. Ibíd., p. 48
12. Ibíd., p. 62
13. Ibíd., p.64. Diversos autores han discutido la interpretación de Ingarden (Sokolowski, R., “Review of the book On the Motives which led Husserl to Transcendental Idealism” en The Journal of Philosophy, N° 74 (3), (1977), pp. 176-180; Wallner, M. I., “In defense of Husserl’s transcendental idealism: Roman Ingarden’s critique re-examined” en Husserl Studies, N° 4, (1987), pp. 3-43), sosteniendo que en su lectura de Husserl el polaco no habría visto que todas las afirmaciones con respecto al modo de ser de lo real - por ejemplo, el parágrafo 44 - son hechas bajo la reducción fenomenológica, y que por ende tienen un sentido meramente epistemológico, y no metafísico. Según estos autores, Husserl habría permanecido metafísicamente neutral (que, por cierto, es lo que el mismo Ingarden reclama cuando dice que los análisis de Husserl llevan, a lo sumo, al agnosticismo). No es este el lugar para determinar si la interpretación de Ingarden es acertada, pero quisiera notar que, aun si considerásemos que Husserl no traspasa los límites del análisis epistemológico, la crítica de Ingarden no sería desestimable, ya que esta llama la atención sobre el hecho de que limitarse al análisis constitutivo podría obliterar otros modos de ser que no son accesibles a los análisis exclusivamente epistémicos. En otras palabras, podríamos decir que, aunque Husserl no haya incurrido en un dogmatismo metafísico, su idealismo metodológico/epistemológico podría tener consecuencias a nivel ontológico: la omisión del sentido realista de trascendencia.
14. Husserl, E., Lecciones de fenomenología de la conciencia interna del tiempo, trad. Serrano de Haro, Madrid, Trotta, 2002, p. 26
15. Ibíd., p. 29
16. Ibíd., p. 53
17. Ibíd., p. 63
18. Mensch, R. J. Husserl’s Account of our Consciousness of Time, Milwaukee, Marquette University Press, 2010, p. 105
19. Husserl, E., Lecciones de fenomenología de la conciencia interna del tiempo, op. cit., p. 52
20. Ibíd., p. 85
21. Ibíd., p. 86
22. Ibíd., p. 87
23. Ibíd., p. 89
24. La cual, de todas formas, depende de la retención. Esta última posee una doble intencionalidad, ya que no solo retiene el contenido pasado, sino que también la conciencia del contenido; “si no me retuviera a mí mismo como habiendo escuchado la nota, no podría recordar que esa nota fue experimentada por mi” (De Warren, N. Husserl and the Promise of Time: Subjectivity in Transcendental Phenomenology, Cambridge, Cambridge University Press, 2009, p.190).
25. Husserl, E. Lecciones de fenomenología de la conciencia interna del tiempo, op. cit., pp. 130 - 131. En rigor, también son necesarios otros sujetos para constituir la temporalidad objetiva. Como señala De Warren, “el tiempo objetivo y las posiciones temporales fijas son intersubjetivas; la objetividad del tiempo se refiere al mundo temporal de una comunidad intersubjetiva” (De Warren, N. op. cit., p. 130).
26. Husserl, E. On the phenomenology of the consciousness of internal time, trad. Barnett Brough, Dordrecht, Kluwer Academic Publishers, 1991, p. 294
27. Ibíd., p. 293
28. Ibíd., p. 294
29. Husserl, E., Lecciones de fenomenología de la conciencia interna del tiempo, op. cit., p. 95
30. Mensch, R. J. op cit., p. 81
31. La CACT suscita una serie de difíciles problemas fenomenológicos. El más relevante es el regreso al infinito que parece surgir al considerar cómo esta conciencia puede ser consciente ella misma. Si esto implicase una vuelta sobre sí que operase de manera análoga a la constitución de un objeto trascendente, entonces habría que distinguir, al interior de la conciencia inmanente, entre actos de conciencia constituidos y la conciencia que los constituye. Como es evidente, esto desplaza el problema un nivel más atrás, ya que ahora podríamos preguntarnos cómo el flujo que constituye a los actos de conciencia es consciente de sí. Si el mismo desdoble fuera aplicado, surgiría un nuevo nivel de conciencia sobre el que hacer la pregunta, y así sucesivamente. La solución de Husserl consiste, como hemos visto, en no aplicarle a la CACT el esquema “contenido de aprehensión-aprehensión” —que introduce la distinción entre acto y objeto al interior de la conciencia. Esta última no es un objeto temporal constituido a la manera de los objetos trascendentes. Ahora bien, ¿cómo damos cuenta entonces de la autoconsciencia? La clave se encuentra en la doble intencionalidad de la retención, que no solo retiene el tono precedente (intencionalidad “transversal”), sino que también la impresión primaria, es decir, la fase transcurrida del flujo (intencionalidad “longitudinal”). Mientras que la primera da cuenta de la constitución de un objeto temporal en la multiplicidad de fases temporales, la segunda explica la autoconciencia. Como indica Dan Zahavi, la intencionalidad longitudinal no tiene que ser concebida como una “intencionalidad de objeto”, ya que es una manifestación pre-reflexiva de la conciencia (Zahavi, D. Self-Awareness and Alterity. A Phenomenological Investigation, Evanston, Northwestern University Press, 1999, p. 73). Esto no quita que la conciencia también pueda ser dada en una conciencia objetivante, es decir, como un objeto constituido en el tiempo, pero esto solo ocurre en la reflexión, que es un acto derivado de la operativa retencional.
32. Husserl, E., Lecciones de fenomenología de la conciencia interna del tiempo, op. cit., pp. 120, 121
33. Kretschel, V. “Tiempo y Asociación. Acerca de la relación entre los Manuscritos de Bernau y los Análisis sobre la Síntesis Pasiva” en Investigaciones Fenomenológicas, N°11, (2014), p. 112
34. Zahavi, op. cit., p. 121
35. Ingarden, R. Controversy over the Existence of the World Volume I, trad. Szylewicz, Frankfurt am Main, Peter Lang, 2013, p. 39
36. Ibíd., p. 40
37. Ibíd., p. 43
38. Estos son ejemplos de “constantes”, pero el contenido de las ideas también posee lo que Ingarden llama “variables”. Mientras que las primeras son concretizaciones de cualidades ideales específicas, las variables son las concretizaciones de la pura posibilidad de concretizar una cualidad ideal en un objeto individual. Un ejemplo sería la variable “algún color de piel”. Las variables tienen un momento “constante” —la cualidad “complexión de piel”— y un momento variable —indicado por la palabra “algún”—, que mienta la concretización en la idea de la posibilidad de hacerse concreto en una entidad individual. Las variables indican las cualidades individualizantes; las constantes aquellas “cualidades comunes” que pertenecen a todos los objetos que caen bajo la idea.
39. Ibíd., p. 69
40. Ibíd., p. 73
41. Ingarden, R. Controversy over the Existence of the World. Volume II, trad. Szylewicz, Frankfurt am Main, Peter Lang, 2016, p. 252
42. Ibíd.
43. Hannibalsson, A. Roman Ingarden’s Ontology, Reykjavík, University of Edinburgh, 2008, p. 125
44. Ibíd., p. 127
45. Ibíd.
46. Ibíd., p. 149
47. Ingarden, R., Controversy over the Existence of the World Volume I, op. cit., pp. 228
48. Ibíd., p. 230
49. Ibíd., p. 236
50. Ibíd., p. 238
51. Ibíd., p. 239
52. Ibíd.
53. Ibíd., p. 244
54. Ibíd.
55. Ibíd., p. 246
56. La decisión sobre cuál sea el tiempo efectivo requeriría un análisis de la experiencia que trasciende los límites de las investigaciones ontológicas. Por ende, a pesar de que el segundo modo sea más adecuado para dar cuenta de los procesos, esto no implica “postular una temporalidad de un tipo específico, ni de demostrar positivamente una estructura particular de tiempo” (259). Como veremos, también para dar cuenta de los objetos persistentes la segunda concepción del tiempo es la más adecuada.
57. Ingarden, R., Controversy over the Existence of the World. Volume II, op. cit., pp. 435
58. Ibíd., p. 432
59. Ingarden, R., Controversy over the Existence of the World Volume I, op. cit., pp. 267
60. Ibíd.
61. Ibíd., p. 269
62. Ibíd., p. 275
63. Ibíd., p. 276
64. Ibíd., p. 277