Una perspectiva de la dimensión política de la informalidad desde la performatividad estatal
Javier Nuñez*
Resumen: El artículo aborda el problema de la relación entre el Estado y lo informal en términos del corrimiento de fronteras de lo estatalmente categorizado generado por la propias políticas públicas. Se sostiene que la capacidad simbólica de lo estatal brinda una clave interpretativa para el análisis de la dimensión política de la informalidad –es decir, su abordaje en términos del desplazamiento institucional de los límites entre lo formal y lo informal– que permite superar las dificultades de miradas que entienden a lo formalizado como una esfera delimitable, escindida de lo informal. Se realiza una propuesta teórica a partir del repaso por antecedentes referidos principalmente a la informalidad política, así como al rol de lo excepcionalidad en relación a la norma.
Palabras clave: Estado; Performatividad; Informalidad.
Abstract: The article concentrates in the relationship between the State and the informal in terms of the moving boundaries produced by State´s categorizations. The symbolic dimension of statehood is considering an interpretative key of the political dimension of informality –i.e., its study in terms of the institutional displacement of the limits between formal and informal– that avoids difficulties generated by perspectives that understand formality in terms of a bounded sphere, splitting it from the informal. The article develops a theoretical proposal considering the bibliographic background related to political informality, as well as the role the exceptional in relation to norms.
Keywords: State; Performativity; Informality.
Los límites de la capacidad regulatoria estatal constituyen una de las principales preocupaciones de la sociología política. Estos contornos no se reducen a lo contrario del derecho o a lo situado más allá de fronteras y jurisdicciones. ¿Cómo abordar aquellos espacios estatalmente presentes bajo formas que no son las que el Estado prescribe para sí mismo? Modalidades “bastardas” (Telles, 2007), zonas “marrones” (O’Donnell, 2008), zonas “grises” (Auyero, 2001), “ojos miopes” (De Marinis, 1998) son algunas de las metáforas que en América Latina han sido empleadas para dar cuenta de estas presencias estatales ambivalentes e híbridas. Si bien usualmente reconocidas con mayor facilidad en márgenes (Das y Poole, 2008) y periferias (Maneiro y Bautès, 2017), resultan socialmente transversales, dando cuenta de la complejidad de los contornos del Estado, sus normativas, procedimientos y prácticas, que pueden ser intervenidos, actualizados y desplazados sin ser suprimidos.
Numerosos programas y actores mantienen relaciones ambiguas con lo formalizado: figuras legales que se encuentran tensadas, sino opuestas, a otras normativas; disposiciones anunciadas pero escasamente puestas en prácticas; agentes cuyas decisiones exceden la posición burocrática que ocupan; vínculos de proximidad que devienen indispensables en la circulación de información oficial o en el control del territorio… Las políticas públicas suelen ser productivas en términos de la constitución de estatutos particulares, de regímenes excepcionales (Roy, 2005; Roy, 2018) que no se reducen a la pura alteridad de las normas, como si se tratara de zonas no estatalmente reguladas.
Este plano intermedio –o quizá reformulado– entre lo legal y sus fronteras ha sido tradicionalmente estudiado en términos de la informalidad. En nuestro continente, extensas líneas de indagación se han interesado por esta dimensión para dar cuenta de la complejidad de prácticas y regulaciones sobre lo laboral (Maneiro y Bautès, 2017), sobre la ciudad y lo habitacional (Rodríguez y Di Virgilio, 2011; Gorelik, 2022) o sobre redes organizativas y partidarias (Auyero, 2007).
En este artículo, se buscará pensar a lo informal desde la capacidad simbólica estatal. Esta faceta del Estado puede ser reconocida en múltiples planos: en su condición de aparato integrado por instituciones y regulaciones jurídicas (Heller, 1998), en su participación en la recreación de condiciones indispensables para la acumulación capitalista (Poulantzas, 2014), aun con tensiones e incompatibilidades (Wright, 1994), en su rol en luchas entre clases sociales (Jessop, 2018) o el desarrollo de formas de acción colectiva (Tilly, 1986), por solo nombrar algunas líneas principales. Aquí, se sostendrá que el foco en la performatividad propia de lo estatal constituye un prisma desde el que comprender a la informalidad en su dimensión política, es decir, como el corrimiento de fronteras entre lo formal e informal bajo la mediación del propio Estado (Castells y Portes, 1989; Maneiro y Bautès, 2017). Lo informal puede ser comprendido también como una modificación en las condiciones de enunciación oficiales, que se encuentran marcadas tanto por el distanciamiento entre esos enunciados y su concreción como por la actualización de esa distancia a través de otras disposiciones públicas. Esta mirada evita encapsular a lo formal e informal en esferas perfectamente delimitables, mutuamente excluyentes, aportando a la interpretación de modalidades de implementación de políticas públicas caracterizadas por las ambivalencias de sus resultados en términos de la díada formal/informal.
En este artículo, se realiza un repaso por distintos antecedentes teóricos referidos a la enunciación estatal, a sus límites y como comprenderlos y a lo informal. La propuesta realizada enfatiza el carácter dual pero relacional de lo formal e informal, destacando cómo el corrimiento de sus fronteras (en el sentido dado por Maneiro y Bautès, 2017, 2017) da lugar a la producción estatal de estatutos normativamente híbridos. El foco en estas ambivalencias –constitutivas de las políticas públicas– permite complejizar la definición de la informalidad, prestando atención tanto a modalidades de presencia estatal como a la complejidad de su componente simbólico.
La discusión teórica propuesta se ordena según tres grandes apartados. En el primero, se precisa la noción de performatividad y del tipo de enunciación propia de lo estatal. En la segunda, se repasan distintos abordajes de la informalidad. Finalmente, el tercer apartado regresa sobre la capacidad simbólica de lo estatal como clave para pensar el corrimiento de fronteras propio de la dimensión política de la informalidad.
2. La capacidad simbólica estatal y sus límites en términos de enunciados performativos
El estudio del Estado –y de su dimensión simbólica en particular– ha sido recurrentemente señalado por sus dificultades. En efecto, lo estatal no constituye un objeto más de representación social (Jodelet, 1984), como sí, por ejemplo, las políticas públicas solo fueran un referente y la elaboración de sentidos ocurriera externamente, proveyendo de andamiajes con los que significar la acción oficial. Por el contrario, la centralidad del Estado radica en la constitución de categorizaciones sociales, que suelen ser exitosas en su naturalización en el sentido común (Bourdieu, 2014). Así, esta capacidad simbólica guarda problemáticas específicas tanto en términos teórico-sustantivos como metodológicos (Abrams, 1988). En este artículo, se buscará clarificar la elaboración estatal de significaciones a través de la noción de performatividad (Austin, 1990; Bourdieu, 2014b).
Desde luego, el antecedente más claro de esta acepción de lo performativo se encuentra en la filosofía del lenguaje de Austin, quien en una serie de conferencias llamó la atención acerca del carácter realizativo de los actos de habla –la unidad de análisis en la que estudia los enunciados (Austin, 1990). Las traducciones de estas conferencias guardan cierta ambigüedad en términos de dos nociones de lo performativo. Por un lado, se lo asemeja sin más a la capacidad de construcción de realidad –de impulsar prácticas– del lenguaje, montándose sobre la distinción entre lo realizativo y lo constatativo, una de las oposiciones que estructuran el planteo de Austin. Por otro lado, lo performativo guarda claras afinidades con una de las tres categorías de la ya clásica tipología de actos de habla, en la que lo locucionario corresponde a la emisión de un mensaje, lo ilocucionario a aquellos enunciados que apuntan a la acción de decir y lo perlocucionario a los que buscan crear un efecto en el destinatario. Ya que los actos ilocucionarios y los perlocucionarios no pueden ser aprehendidos en términos de lo que describen –apartándose así de la distinción entre lo verdadero y lo falso–, la tipología resalta la fuerza propia del lenguaje (Austin, 1990). Posteriormente, Searle prolongó esta línea de trabajo a través del desarrolló de distintas categorizaciones de verbos (Searle, 2017).
Las clasificaciones de Austin y su desplazamiento de miradas en extremo descriptivas del lenguaje aportaron un marco sugerente para las ciencias sociales. Sin embargo, la traducción entre disciplinas no careció de apropiaciones y críticas (Alexander y Mast, 2006; Bourdieu, 2014b). En consecuencia, aún si el contraste entre lo realizativo y lo constatativo se encuentra hoy día aceptada –usualmente para colocar la atención sobre lo primero–, los abordajes de lo performativo desde los años 70’ han sido múltiples. Una definición frecuentemente empleada –articulada con miradas de inspiración dramatúrgica (Goffman, 1981)– concibe a lo performativo como acciones desplegadas en instancias relativamente ritualizadas, aportando una mediación entre lo institucional y la recursividad práctica (Alexander y Mast, 2006). Esta acepción, que tiende a resaltar el componente agencial de la performatividad, ha sido recuperada por numerosas investigaciones de la sociología política: desde trabajos sobre las prácticas de referentes y liderazgos frente a sus audiencias y seguidores (Auyero, 2001; Ostuguy y Mouffit, 2020), sobre movimientos sociales (Eyerman, 2006) o sobre funcionarios o agentes estatales en el día a día (Perelmiter, 2016; Schijman y Laé, 2011).
Si bien esta mirada de lo performativo guarda claras potencialidades, la acepción a la que aquí se prestará atención no apunta tanto a la recreación práctica institucionalmente favorecida sino al modo en que al interior del propio lenguaje se construyen asimetrías simbólicas. Antes que en su encarnación en la corporalidad de los agentes, para comprender la dimensión política de la informalidad cabe conservar un concepto de lo performativo situado a nivel discursivo –es decir, en la puesta en práctica del lenguaje (Benveniste, 2011).
En este marco, las críticas a Austin desde las ciencias sociales apuntaron precisamente a cómo retener el contraste –o por lo menos la comparación– entre el contenido de los enunciados performativos y sus efectos. La solución aportada por el propio Austin no deja de ser escasamente satisfactoria: su distinción entre condiciones fortuitas e infortuitas (Austin, 1990) tiende a convertir los resultados de los enunciados performativos así como sus condiciones de posibilidad a una simple externalidad. Bourdieu remarcó cómo la solución de Austin escinde las condiciones del habla y su contexto social, transformando lo fortuito del enunciado performativo en un mero azar (Bourdieu, 2014b). En términos semejantes, los signos saussurianos –que resultan de un abordaje sumamente diferente al de Austin aunque no antagónico– dan lugar a aporías semejantes, al transformar a cada diferencia lingüística en una estructura formada por unidades discretas. En consecuencia, por ambas vías –los enunciados performativos o la estructura lingüística– los componentes del lenguaje resultan intercambiables entre sí, en tanto las condiciones sociales que los producen quedan por fuera de ellos.
Por el contrario, el foco en la capacidad categorizadora de lo estatal elude estas escisiones entre enunciaciones y condiciones sociales de producción. La existencia de discursividades que tienen por pretensión la regulación de los demás enunciados performativos –paralelas al conjunto de prácticas e instituciones que hacen a lo estatal– señala la existencia de modos de enunciación que se colocan en posiciones asimétricas respecto a los demás.
El estudio de esta capacidad simbólica desigual que marca los enunciados estatales tiene múltiples antecedentes, sea historiográficos (Kantorowicz, 2012; Sayer y Corrigan, 1985; Anderson, 2003), filosóficos (Sartre, 1963) así como puede ser reconocido en corrientes sociológicas bien diferentes entre sí (Simmel, 2002; Poulantzas, 2014). En efecto, el modo en que el Estado ha construido en el plano del sentido su primacía, pretendiendo una monopolización no sólo de aparatos de coerción sino del horizonte de resolución de problemas constituye una interrogación nodal de la sociología histórica, tanto para aquellos que lo consideran una característica propia de la modernidad (Abrams, 1988; Sayer y Corrigan, 1985; Laval y Dardot, 2011) como por quienes lo consideran un característica intrínseca a cualquier estatidad (Liverani, 2006; Anderson, 2003; Ma, 1999). Así, dentro del campo historiográfico clásico, Ma ha aportado una definición de lo estatal que coloca en el centro esta asimetría eminentemente simbólica. Reformulando la clásica sentencia weberiana, el Estado puede ser entendido como aquel que “pretende el monopolio último de los enunciados performativos” (Ma, 1999).
En otras palabras, lo discursivo implica la existencia de jerarquías a nivel de su propia constitución –es decir, enunciativo- con categorías que reclaman una fuerza simbólica mayor que el resto. Por lo tanto, la capacidad simbólica de lo estatal recuerda que los espacios sociales no son intercambiables cual casilleros; los actos de habla se encuentran, desde su formulación, provistos de asimetrías entre sí, que vinculan el mundo simbólico a las espacialidades sociales que lo enuncian (Bourdieu, 2014b).
Por lo tanto, lejos de azarosas condiciones fortuitas o infortuitas, la performatividad estatal prescribe las condiciones de su aceptabilidad, elaborando pretensiones de validez que se asumen mayores que las de otros sentidos en circulación. Dicho de otra manera, la performatividad del Estado supone categorizaciones de segundo grado, enunciados performativos situados por encima de otros de su tipo (Mann, 2007). De esta manera, la textualidad de la normativa estatal –en sus múltiples escalas y procedimientos, con la diversidad de agentes que pueden producirla- no sólo supone la regulación de ciertas áreas de la vida social sino una equivalencia supuesta entre enunciados estatales y dimensión valorativa. La performatividad estatal genera más que categorías; supone que éstas son normativamente válidas. Este elemento resulta una clave interpretativa de las representaciones sociales, ya que implica enunciados que no sólo buscan generar efectos sino a los que se asigna un componente moral –o por lo menos de evaluación de lo socialmente aceptable. Así, las categorizaciones estatales, además de asimétricas, tienden a resaltar una dimensión de legitimidad en mayor medida que otros enunciados.
Por lo tanto, la performatividad del Estado puede ser resumida en tres características: 1) se trata de enunciados que buscan generar efectos sobre sus destinatarios; 2) que se sitúan en una posición asimétrica respecto a otros sentidos en circulación y; 3) suponen el carácter legítimo de su contenido.
Desde ya, esta discursividad puede ser reconocida en múltiples aspectos del Estado. Las propias disposiciones normativas generan un espacio de enunciación en el que justifican su contenido, generando decisiones y consolidando una jerarquía de autoridad, al mismo tiempo que construyendo al Estado no tanto como un ensamblaje de instituciones sino como un actor –en el sentido aportado por Mann (1997). Por caso, la definición mínima elaborada por Ma (1999) citada arriba apunta al estudio de cómo los Estados de la antigüedad aspiraban al reconocimiento sobre la validez de sus enunciados. Su legitimidad no remitía sólo al contenido de sus disposiciones sino, en última instancia, a la posición social que las sancionaba. En tanto, el Estado moderno supone una amplísima diversificación de las operaciones de nominación de actores y de elaboración de destinatarios de los discursos oficiales (Bourdieu, 2014), de sentidos sobre la territorialidad en múltiples escalas (Escolar, 2008), así como representaciones de la espacialidad que se integran en su producción (Lefebvre, 2008), ejemplificando por distintas vías la conformación performativa de lo estatal como centralidad organizadora de aquello que pretende regular.
Como resultado, la discursividad estatal abunda en instancias en las que reclama la regulación de sus propias prescripciones: las formas legítimas de interlocución con el Estado –provistas de repertorios sino de canales institucionales de distinta solidez-; la interpelación de ciudadanos en general y de beneficiarios de políticas públicas en particular; la delimitación de espacialidades, demarcando centralidades, límites, fronteras o umbrales o la definición de ciertos documentos como oficiales, dotándolo de fuerza normativa. Todos esos ejemplos comparten la asimetría de los enunciados estatales. Al mismo tiempo, suelen designar instancias de cumplimiento poroso de las normativas, que destacan al momento de estudiar a la informalidad.
Ahora bien, las características de los enunciados estatales parecieran dar escasísimas claves para pensar a lo informal. Si las condiciones de realización de esta performatividad yacen en la asimetría simbólica pretendida y producida por el Estado, ¿no se estaría avalando una perspectiva intensamente legitimista (Grignon y Passeron, 1991) en la que finalmente lo aceptable derivaría sin más del contenido de las categorizaciones oficiales? ¿Cómo resulta posible vincular la capacidad simbólica del Estado sin asumir que lo informal implica su disminución y, en última instancia, un plano escindido del contenido de los enunciados estatales? En la próxima sección, se repasará cómo distintos abordajes de lo informal han conservado un contraste en términos de dos esferas delimitables en términos excluyentes. Las dificultades de esta mirada justificarán cómo la capacidad simbólica del Estado brinda una clave interpretativa para comprender a lo informal como actualización y desplazamiento de lo formal, antes que como un elemento radicalmente alterno a las normativas.
3. Informalidad: ¿esferas o desplazamientos de fronteras?
La noción de performatividad estatal pareciera dar cuenta de un desarrollo homogéneo de las políticas públicas. Sin embargo, múltiples aspectos de la concreción de programas estatales suelen señalar precisamente lo opuesto. La consagración de derechos que no se encuentran garantizados aunque establecen horizontes de demandas, las ambivalencias entre normativas y su implementación, la posición muchas veces paradójica de agentes estatales –emplazados entre entramados eminentemente personalizados e instituciones burocratizadas–, las diversas formas en que se nominan y demarcan territorialidades, la emisión de documentaciones oficiales que tensan otras disposiciones públicas, o el reconocimiento de prácticas que pueden ser acordes a ciertas normativas pero en oposición a otras dan cuenta de cómo la capacidad categorizadora del Estado no sólo no regula una vida social homogénea y simple de asir sino que participa de la constitución de sus ambigüedades. Así, entre los enunciados performativos oficiales y su concreción territorializada –o, por lo menos, en cada espacio social– se presentan distancias que no se pueden comprender como un conjunto polar (mayor o menor regulación) sino que parecen señalar el carácter productivo y contradictorio de las categorizaciones estatales.
Por caso, la existencia de figuras legales que otorgan ciertas protecciones laborales a los trabajos pero no equivalen al estatuto pleno del empleo marca una instancia en que frecuentemente lo formal e informal se solapan. La circulación social de comprobantes de dominio, generados por políticas de escrituración, que certifican la posesión de lotes en asentamientos populares pero otorgan los mismos derechos que las escrituras designa un procesamiento frecuente de lo informal a través de políticas habitacionales. La importancia de referente en la tramitación del acceso a programas sociales o en la circulación de informaciones –tanto hacia vecinos de barrios populares como a funcionarios políticos– supone otra práctica cotidiana en la que formalidad e informalidad resultan entrecruzadas territorialmente.
Siguiendo a Mann, la acción del Estado puede ser pensada en términos de dos grandes dimensiones: su poder despótico y su capacidad infraestructural (Mann, 1997). El primer plano apunta a la toma de decisiones realizada por el gobierno del Estado que no requiere del apoyo o la aceptación de actores por fuera de él. En términos de la sociología histórica neoweberiana propuesta por Mann, el Estado moderno se caracteriza por una reducción del poder despótico, en tanto quienes ocupan su cúspide guardan una menor autonomía respecto a la sociedad que sitúan frente a sí. Por el contrario, el poder infraestructural del Estado da cuenta de su capacidad de penetración cotidiana en la sociedad en vistas a cumplir distintos requerimientos de su funcionamiento: la obtención y actualización de información, la consagración diferencial de agentes, la extracción de tributos o la puesta en práctica de regulaciones realizan operativamente a la infraestructura estatal, modificando a la vez al Estado. En la narrativa histórica de Mann, las sociedades modernas se han caracterizado por un poder infraestructural intensivo creciente (Mann, 1997), que incide significativamente sobre el día a día de los habitantes, accede a una pluralidad de espacios sociales, generando a lo estatal como horizonte de resolución última de las dinámicas de estas espacialidades (Mann, 2007).
Desde ya, la informalidad remite principalmente a lo estatal en términos de esta segunda capacidad. Si se quiere, la continuidad –o falta de ella– de las categorizaciones estatales en términos infraestructurales puede ser considerada como un tratamiento sociológico de la poca satisfactoria distinción de Austin entre condiciones fortuitas e infortuitas de los enunciados performativos. De esta manera, las distancias entre el contenido de los enunciados performativos y la capacidad infraestructural estatal designa un espacio teórico en el que especificar el vínculo entre el Estado y lo informal. Así, permite conservar el carácter productivo de las categorizaciones estatales y no simplemente una escisión entre esferas reguladas y no reguladas.
Ciertamente, por lo menos desde los años 90, una nutrida literatura se ha interesado en Argentina por las desiguales capacidades estatales, ajustando a la sociología política a los desarrollos que –en las décadas anteriores– ya se habían producido respecto a la informalidad en clave laboral (Castells y Portes, 1989) y urbana (Gorelik, 2022). En tanto estas discusiones sobre la capacidad estatal colocan en el centro los contrastes entre performatividad y concreción –aún con marcos teóricos bien distintos– cabe realizar un breve recorrido por sus aportes principales.
Cabe advertir que los antecedentes sobre las dificultades infraestructurales del Estado que se desarrollan a continuación suponen un recorte en torno a las mediaciones personalizadas, que han constituido unas de las temáticas de mayor interés de la sociología y la antropología política. Estas suponen modalidades de acceso a recursos públicos a través de referentes y han sido tradicionalmente estudiadas en términos de clientelismo o patronazgo (Vommaro y Combés, 2018), aunque en las últimas décadas se ha tendido a enmarcarlas crecientemente en estrategias de reproducción (Gutiérrez, 2015) o en vinculaciones más amplias de sectores populares con lo estatal y con lo laboral (Vommaro, 2017)
El disímil ajuste de las categorizaciones estatales no es privativo de ningún espacio social: la diversidad en capacidades infraestructurales supone un vínculo complejo entre posiciones sociales situadas en distintos espacios –y en múltiples a la vez– y el modo en que se concretan las políticas públicas, ajustando la performatividad de la normativa bajo múltiples prácticas. Sin embargo, el estudio de la informalidad –o de los límites a las capacidades estatales– ha tendido a concentrarse fuertemente sobre barrios populares, marcando un fuerte desequilibrio entre los aportes bibliográficos referidos a estos territorios y otras zonas. En efecto, aun cuando involucren jerarquías político-partidarias o sectores económicos dominantes, el estudio de “relaciones clandestinas” (Auyero, 2007) o la clasificación de áreas según colores y tonalidades (O’Donnell, 2008) han privilegiado eminentemente espacialidades donde los déficits infraestructurales concuerdan con vulnerabilidades socio-económicos. Estas parcialidades han sido recurrentemente señaladas (Frederic y Soprano, 2008) aunque siguen marcando un sesgo de la investigación así como de la producción teórica.
En todo caso, una instancia usualmente considerada como fundante –o por lo menos de fuerte impacto disciplinar– en esta literatura estuvo dada por el señalamiento realizado por O’Donnell a comienzos de los 90 de lo que denominó como “zonas marrones”, áreas en las que las “reglas imperantes” no eran las del Estado sino las de organizaciones ilegales (O’Donnell, 2008; O’Donnell, 2010). La debilidad de burocracias estatales favorecería una disminución de la legalidad y formalidad estatales, dando lugar a múltiples territorialidades, según el grado en que éstas se apartan del cumplimiento de la norma. Cabe destacar el peso de teorizar a lo informal en términos del cumplimiento disímil de conjuntos de reglas –un derivado de la importancia que la noción de régimen tiene en el pensamiento de O’Donnell (O’Donnell, 2010)– ya que ha constituido una mirada de fuerte continuidad en la Ciencia Política local y en los estudios sobre partidos políticos de América Latina (Freidenberg y Levitsky, 2007). Como se profundizará más adelante, asumir que la desigualdad de capacidades estatales remite al respeto variable de reglas entraña la teorización de lo formal e informal en clave de compartimentos relativamente estancos. Al mismo tiempo, favorece un contraste entre lo legal e ilegal que dificulta la comprensión del carácter ambivalente de la intervención estatal.
En todo caso, la perspectiva de O’Donnell traspasó tempranamente a la sociología política de la mano de las investigaciones de Auyero sobre el clientelismo político y sobre los entramados de mediación ligados al peronismo bonaerense de los años 90 (Auyero, 1997, Auyero, 2001). En el planteo de Auyero, las relaciones personalizadas de acceso a recursos públicos dan cuenta de modalidades particulares de presencia estatal y de legitimidades acordes, que validan –por lo menos en las facciones de sectores populares próximas a referentes político-partidarios– este tipo de resolución de problemas (Auyero, 2001). Posteriormente, al estudiar los saqueos de diciembre del 2001, Auyero vinculó su estallido al desarrollo de tramas partidarias clandestinas, que conformarían “zonas grises”, marcadas por la coexistencia de ilegalismos, relaciones personales de favores y lealtades y apoyos políticos (Auyero, 2007). De esta manera, sofisticó su tratamiento inicial del clientelismo, recurriendo a estas prácticas de mediación para dar cuenta de procesos contenciosos (Auyero, Lapenga y Page, 2008).
Posteriormente, se ha profundizado en la ilegalidad de estas redes y su aparente tendencia a reemplazar las lógicas estatales convirtiéndola en una clave interpretativa de la politicidad popular (Ossona, 2008; Ossona, 2019), al punto de sintetizar el conjunto de dinámicas políticas propias de sectores populares. La tendencia de esta perspectiva a magnificar en exceso el componente ilegal de acciones directas así como su propensión de explicar el conjunto de procesos contenciosos a través de los intereses de organizaciones delictivas ha sido señalada, marcando sus reduccionismos (Tufró, Brescia y Píngaro Lefebvre, 2017).
En cambio, miradas un tanto más matizadas también han pensado la contracara de las falencias infraestructurales del Estado en términos del predominio de arbitrariedades personalizadas, aprehensibles bajo la metáfora de un “Estado-Golem” (Zarazaga, 2017). Así, la presencia estatal en barrios populares –por lo menos del Gran Buenos Aires– podría ser identificada como una obra inacabada e incompleta, que retorna sobre sus habitantes bajo modalidades que exceden sus fines iniciales. Siguiendo esta línea, los mediadores encarnarían a las políticas públicas –deviniendo en “rostro del Estado” (Zarazaga, 2017)– y se guiarían por normas y reglas apartadas de los requisitos universalistas de la legalidad.
En términos de cómo se describe a la presencia estatal, las diadas legal/ilegal o universalista/arbitrario tienen el mérito de marcar la multiplicidad de concreciones territoriales. Además, si bien algunos de estos antecedentes tienden a analizar al Estado en una clave relativamente uniforme, en la que América Latina se caracterizaría por su escaso éxito (O’Donnell, 2008), otros rechazan una reducción de estas prácticas a la “ausencia” del Estado. Sin embargo, esta línea de indagación tiene algunas dificultades para conceptualizar las modalidades de intervención pública. El foco en las reglas –sean ilegales o, más moderadamente, arbitrarias– genera cierto abordaje normativista. Como resultado, estas formas apartadas acaban reemplazando por completo a lo estatal, transformando al territorio en una serie de archipiélagos regulatorios, en los que, por caso, las decisiones del mediador (Zarazaga, 2017) –sino directamente el accionar de “mafias” (Ossona, 2019; O’Donnell, 2008)– resumirían las modalidades de intervención pública. En efecto, el problema del “rostro del Estado” no radica tanto en cuáles serían las funciones de ciertos agentes sino en suponer una significación relativamente unívoca –en mediadores como habitantes– de lo estatal, que podría sintetizarlo, evitando considerar la existencia de una modalidad que regula bajo estatutos diversos simultáneamente.
En el marco de la Ciencia Política, otros aportes no han enfatizado tanto el contraste entre lo legal e ilegal, buscando señalar la eficacia de instancias intermedias. La descripción de dinámicas partidarias en términos de sus rasgos formales e informales ha constituido un objeto de indagación reiterado. Así, Freidenberg y Levitsky (2007) distinguen nueve dimensiones de la organización partidaria, marcadas por reglas formales e informales. Si bien este abordaje reformula a la formalidad como una variable ordinal, tiende a dicotomizarla respecto a lo informal, normativizándolo. Más recientemente, Murillo, Levitsky y Brinks (2021) han actualizado este tipo de investigaciones, tomando a prácticas informales como una estrategia política de actores partidarios. Al igual que la serie previa de investigaciones, estos aportes tienden a asemejar a lo formal/informal al cumplimiento o no de una serie de reglas; en otras palabras, la fortaleza institucional remitiría a que ciertas normas impongan efectos que obliguen a su cumplimiento. Aunque la distinción entre categorías suele ser considerada como constitutiva, se la concibe en términos de esferas separadas, que en cierto grado podrían llegar a delimitarse, y no como operaciones simultáneas. Cabe advertir, empero, que estos trabajos aspiran a dar cuenta principalmente de organizaciones partidarias y no de modalidades de presencia estatal, por lo que el estudio de lo formal/informal en clave de reglas puede ser interpretado como el producto de ese objeto de estudio.
Por lo tanto, entre investigaciones que han colocado el foco en el propio Estado, existe cierta tendencia a abordar a lo informal –sino a lo ilegal– como un plano escindido del cumplimiento de la norma. Como resultado, las ambivalencias e hibrideces de lo normativo así como de la implementación de políticas públicas pueden constituir un modo de presencia del Estado pero solamente bajo la particularización de ciertas áreas, prácticas o entramados de relaciones, que lo apartan de un plano en que el respeto a las normas sería acorde a su contenido. En consecuencia, se lo conciba como un sistema de reglas o como un efecto no deseado de programas estatales, lo informal tiende a montarse sobre una perspectiva dualista de la realidad social, externamente situada respecto a lo formal sino segmentada según espacios sociales en que se imputan legalidades específicas (barrios populares, partidos políticos). En última instancia, estas perspectivas han logrado impugnar miradas formalistas de la política y el Estado pero han conservado cierto normativismo, generando una oposición relativamente lineal entre lo formal e informal –sea considerando a este último como reglas, territorios o actores que recrearían formas alternas a lo formalizado.
En paralelo, cabe mencionar otros aportes que, desde la antropología política, también se han interesado por las hibrideces entre el Estado, por un lado, y agentes, mediadores o movimientos, por el otro. Ya en los años 90, distintas etnografías habían abordado transformaciones en carreras (Frederic, 2004) como en identidades políticas (Frederic y Soprano, 2008). En las dos décadas siguientes, las experiencias en torno al 2001 como la participación de organizaciones en la gestión pública dieron lugar a varias líneas de indagación. Una de estas se interesó por la conformación de sujetos políticos, considerando las distintas estructuras que se imbrican en ese proceso, sus temporalidades y espacialidades así como la complejidad de la formación de demandas y su vínculo con lo estatal (Retamozo y D'Amico, 2013). La crítica a miradas que suponían una excesiva unidad de los actores favoreció el reconocimiento de la complejidad de sus identidades, de los criterios de asignación de recursos así como de su inserción en política públicas (D'Amico y Pinedo, 2009; D'Amico y Pinedo, 2015). Posteriormente, se resaltaron los efectos de dicha inserción al interior de las organizaciones, incluyendo las consecuencias de la aplicación de criterios burocráticos y de formas de clasificación estatal (Manzano, 2016; Manzano, 2023). De esta manera, la centralidad del Estado como eje de indagación se complementó disciplinarmente con la atención en los modos situados que adquiere en poblaciones populares (Manzano, Ferraudi Curto & D’Amico, 2023).
Aún bajo otras terminologías, lo formal e informal fue abordado tempranamente en otros espacios disciplinares, entre los que destacan aquellos interesados por la informalidad laboral y urbana. Un repaso por sus aportes excede los límites de este artículo pero cabe retener como, desde mediados del siglo XX, estos campos se desplazaron de perspectivas antinómicas de lo informal hacia la conceptualización de la acción del Estado en términos de la delimitación de fronteras de lo formalizado.
Así, por lo menos en Argentina, los estudios sobre las asimetrías en el mercado de trabajo tuvieron un sus comienzos una fuerte impronta de la teoría de modernización, que concebía la persistencia de sectores subalternos en términos de la transición de grupos relegados (Germani, 1962). En esta etapa, la informalidad laboral fue pensada en términos de lo que Sigal entiende como marginalidad ecológica, es decir, como “un modo de vida situado, esencialmente, por fuera de la sociedad” (Sigal, 1981: 1550). Por el contrario, a partir de los años 60, se desarrolló una corriente de marginalidad sistémica, que vinculó la persistencia de sectores informales a las dinámicas del capitalismo industrial de mediados de siglo (Sigal, 1981; Nun, 1969). La noción elaborada por Sigal de distancia institucional guarda particular importancia, al resaltar cómo los sectores marginales –en términos habitacionales o laborales– se encuentra en relación a derechos consagrados sólo que bajo una diferencia con lo institucionalmente dictado (Sigal, 1981). Finalmente, a fines de los años 80, un auténtico hito en este campo estuvo dado por la Introducción de Castells y Portes a La economía informal, en donde rechazaron interpretar a la formalidad como un sector. Al conceptualizarla como una economía, la definieron como un “proceso de actividad generadora de ingresos caracterizado por un hecho principal: no está regulado por las instituciones de la sociedad en un medio social y legal en el que se reglamentan actividades similares” (Castells y Portes, 1990: 23). Como señalan Maneiro y Bautés al reconstruir este recorrido teórico aquí resumido, entre los distintos momentos fue cobrando importancia la dimensión política de la informalidad, conforme se reconoció y teorizó el traslado fluctuando de fronteras con lo informal como clave para su definición (Maneiro y Bautès, 2017).
Paralelamente, un dilatado espacio en el que confluían la sociología, los estudios urbanos, la filosofía y la literatura se interesó por las especificidades de lo que se denominó como la ciudad latinoamericana, temática recientemente historizada por Gorelik (2022). Entre los años 50 y 70, las lecturas duales inspiradas en el debate Redfield-Lewis –no ajeno, desde ya, a las discusiones sobre la informalidad laboral así como a los modelos de sociabilidad urbana de la Escuela de Chicago– cedieron lugar al reconocimiento gradual de la inserción marginal de los barrios populares en el conjunto urbano (Gorelik, 2022), así como de su capacidad política y de su relación con nuevos modelos de planificación centralizados. En todo caso, el punto cúlmine de estos desplazamientos estuvo dado, nuevamente, por un trabajo clásico de Castells, en el que enfatizaba la potencialidad política de las luchas urbanas, basándose en la experiencia de ocupaciones en Chile en los años 60 y tempranos 70 (Castells, 1974). Luego, a partir de la década siguiente, la categoría de informalidad fue explícitamente adoptada como agenda de investigación, de la mano tanto de recorridos académicos como del diseño de políticas públicas, impulsado frecuentemente por organismos multilaterales (Clichevsky, 2000). En este marco, tendió a destacarse –con variados énfasis– el rol de las políticas públicas en la continuidad y actualización de la informalidad (Rodríguez y Di Virgilio, 2011). Desde los años 90, el concepto ha sido frecuentemente debatida para dar cuenta de la complejidad de la urbanización en distintas regiones del mundo, en particular en espacios metropolitanos que exhiben una compleja articulación entre el desarrollo del mercado inmobiliario, la vulnerabilidad habitacional y políticas públicas que participan de la persistencia de asimetrías en el acceso al suelo urbano (Roy, 2009).
En esta sección se repasaron distintos antecedentes teóricos, marcando ciertas dificultades de los estudios focalizados en las dificultades de las capacidades estatales y en las mediaciones territoriales. Si bien estos trabajos han aportado una perspectiva compleja de la presencia estatal –en especial en barrios populares–, usualmente han tendido a conservar cierta mirada antinómica de lo formal y lo informal. En cambio distintos campos de estudio –en especial referidos a lo laboral y lo habitacional– exhiben un desplazamiento semejante de miradas dualistas de lo formal y lo informal hacia el reconocimiento del papel del Estado en la actualización de lo informal
Por lo tanto, abordar las distancias entre lo estatalmente categorizado y su concreción en el territorio en clave de formalidad/informalidad está lejos de implicar el establecimiento de esferas separadas de la vida social o de modos segmentados de reglamentaciones públicas. Por el contrario, supone una tensada imbricación entre planos, que puede ser entendida en términos de múltiples desplazamientos de fronteras (Maneiro y Bautès, 2017). En la sección siguiente, se regresará sobre lo informal, vinculándolo teóricamente a la capacidad simbólica del Estado.
4. La informalidad en su dimensión política: límites, estatutos y formalización.
La dimensión política de la informalidad coloca el foco en cómo las modalidades de presencia estatal recrean tanto lo formal como lo informal, los superponen en agentes, prácticas y espacialidades, así como vuelven a desplazar los límites entre lo que el propio Estado considera formalizado y lo que no (Maneiro y Bautès, 2017). Así, lejos de esferas apartadas, este abordaje llama la atención acerca de instancias híbridas, que no equivalen necesariamente a los márgenes de lo oficial sino que se imbrican a su intervención. La capacidad simbólica del Estado –entendida como una performatividad, si se quiere, de segundo grado, asimétrica respecto a otros enunciados de su tipo– permite comprender cómo el procesamiento de lo informal implica un corrimiento de fronteras.
Atravesada por la distancia entre lo que categoriza y su concreción en espacios sociales, la performatividad estatal supone tanto la prescripción de ciertas formas como su socavamiento interno. La utilidad de la dimensión política de la informalidad radica en señalar cómo la falta de ajuste de lo formal remite a la complejidad de la vida social tanto como a las propias disposiciones oficiales. De esta manera, lo formal conserva sus rasgos prescriptivos –sino de valoración moral– en circunstancias en que su aplicación se encuentra fuertemente apartada de lo normado, sino tensionada u opuesta a su contenido. Al mismo tiempo, lo formal no se sitúa solamente en un contraste dual con lo informal: resulta actualizado en la capacidad de los enunciados performativos estatales –en sus múltiples grados y escalas– de reconducir lo apartado de la norma, formalizándolo. Formal e informal remiten, en la implementación de políticas públicas, a estatutos relativos, en los que la normativa y las políticas públicas se desenvuelven tanto en prescripciones generales como en el (re)ajuste de lo que no se encuentra formalizado a la capacidad estatal de regularlo.
Esta segunda faceta no debe ser comprendida como un énfasis, si se quiere, virtuoso de lo estatal, que buscaría asemejar la realidad social al derecho; bien puede producir los efectos opuestos: la producción de instancias jurídicas intermedias, híbridas, en las que lo informal deviene regularizado pero no fundido en otras prescripciones formales. Por lo tanto, la dimensión política de la informalidad supone la generación de estatutos que desplazan las fronteras de lo formal e informal con consecuencias socialmente ambiguos: pueden recuperar el horizonte estatal de resolución de problemas como segmentarlo, concretar derechos consagrados como darles una aplicación bastarda, facilitar el acceso a recursos públicos como negarlo en los hechos.
Esta instancia ambivalente de la categorización estatal entre lo legal y sus límites, las prescripciones de lo formal y sus distancias con su concreción ha sido recurrentemente abordada a partir de la noción de excepción. Como es conocido, Schmitt empleó esta categoría para dar cuenta del lugar del soberano frente al andamiaje jurídico, de modo tal que las instancias en las que la norma prevé su incumplimiento relevan el lugar de la decisión soberana (Schmitt, 2009). De esta manera, su decisionismo alumbra las inconsistencias internas del ordenamiento jurídico y la posición contradictoria del propio Estado en relación al derecho. Más recientemente, Agamben se ha basado en este concepto de excepcionalidad para reflexionar acerca de modalidades de presencia ambiguas del Estado (Agamben, 2003). Su lectura de Schmitt profundiza en las operaciones de consagración oficiales, apuntando a la posición excepcional de la decisión estatal en relación a los andamiajes normativos y articulándolo con la noción foucaultiana de biopolítica (Agamben, 2003). A pesar de lo sumamente sugerente de sus trabajos, la generalidad de lo excepcional y el trabajo con casos límites –como campos de concentración– no facilitan su incorporación en investigaciones empíricas más allá de brindar conceptualizaciones de amplio alcance. Al mismo tiempo, el foco schmittiano en la instancia decisoria muchas veces dificulta concebir cómo lo excepcional –antes que dar cuenta de una instancia situada en la cúspide del gobierno del Estado– se produce en intervenciones fuertemente cotidianizadas, aunque no por eso normativamente resueltas ni socialmente neutras.
En cambio, Roy ha identificado cómo estas lógicas excepcionales se sitúan en el centro de las formas de intervención propias del neoliberalismo (Roy, 2005). Sus aportes se centran en políticas urbanas pero pueden ser entendidas como una forma común a múltiples programas, brindando un prisma teórico fundamental para comprender los desplazamientos de fronteras. Siguiendo a Roy, la informalidad puede ser comprendida como un elemento interno al Estado, sujeto a regulaciones discursivas, sociales y extralegales. Supondría tanto un modo de producción del espacio –que participa de modalidades de acumulación capitalista– como una forma en que se plasma la ciudadanía en contextos neoliberales. La concreción informal de las normativas estatales designaría así un plano de extralegalidad que permitiría la adquisición de territorialidad por parte del Estado (Roy, 2009).
Por tanto, si la distinción formal/informal permite pensar la distancia entre categorizaciones estatales y su concreción territorial, no por eso debe entendérsela como la existencia de dos planos diferenciados sino como una auténtica modalidad de intervención pública que desplaza simultáneamente los contornos.
La performatividad estatal supone un plus simbólico que sitúa asimétricamente a sus categorizaciones respecto a otras discursividades en circulación; la presencia de modalidades informales no tiene por qué invalidar esta capacidad. Tampoco debe relegarla necesariamente, como si fuera reemplazada por completo por otras lógicas sociales. Por el contrario, lo performativo del Estado se inserta en estas prácticas extralegales, resituándose en situaciones que se apartan de ciertas normativas pero que pueden ser reencauzadas en lo oficialmente categorizado. Si, de acuerdo con Roy (2005), la excepcionalidad marca estas lógicas extralegales, entonces al desplazar las fronteras de lo formal/informal se generan el reconocimiento de nuevas situaciones y su amoldamiento a estatutos híbridos. En cambio, no ocurre de por sí la suspensión de las normativas formales previas. Su persistencia puede adquirir una diversidad de prácticas, desde horizontes de resolución de problemas, modos de tematización de demandas y de reclamos de reconocimiento público hasta la aplicación segmentada de lo legal, sea bajo la presión de actores organizados o simplemente en la implementación diaria y compleja de programas, que acaban constituyendo a agentes estatales en instancias decisivas clave en la implementación de políticas públicas (Perelmiter, 2016) o en la consagración de estatutos legal-formales (Azuela de la Cueva, 1990).
Por lo tanto, lo informal no asemeja a lo no-estatalmente reconocido; involucra actores, prácticas, documentos y espacios dotados de ese plus estatal de consagración –de esa asimetría simbólica– sólo que igualmente distanciados de otros elementos provistos de formalidad. Este desplazamiento no es, además, único: al correrse mediante un nuevo reconocimiento de lo (antes) informal, incluso lo formalizado puede situarse entre prácticas o situaciones catalogadas de informales y, al mismo tiempo, apartado de otras prescripciones normativas.
Como resultado de esta dinámica de demarcaciones, la distancia entre enunciados performativos estatales y su concreción no guarda un balance unívoco: se inscribe transversalmente a las posiciones formales e informales, ubicadas, a su vez, en cierto devenir espiralado, en que diversas políticas públicas multiplican los estatutos intermedios entre lo asumido como plenamente formalizado y lo informal.
Resulta claro que aquello que no se ajusta a las prescripciones normativas no conforma una totalidad simple, como si fuera simple de entender a partir de su contraste con lo legal. Lo formal no guarda semejante cohesión interna, siquiera respecto a lo informal: por el contrario, documentaciones, decisiones o posiciones consagradas de agentes pueden encontrarse oficialmente demarcados pero emplazados en vínculos contradictorios entre sí. En tanto estatutos relativos en un juego de corrimientos, las fronteras de lo formalizado no asemejan a una línea, más o menos continua, que señalaría los bordes de la intervención estatal o de la esfera de la vida social que se encuentra regulada. Tampoco puede ser entendida como un archipiélago más o menos extendido, integrado por islotes relativamente próximos en términos de su grado de formalización. Entre lo informal y lo normado se construyen estatalmente límites tanto como se los ubica en posiciones intercambiables.
Desde la enunciación estatal, todas sus operaciones sólo pueden ser formales. Al mismo tiempo, sus propias prácticas multiplican las instancias en que sus enunciados no sólo no se cumplen linealmente: se producen nuevos enunciados que actualizan la primacía estatal performativa, suturando parcialmente lo contradictorio de su intervención. La figura siguiente esquematiza este devenir de estatutos formales intercalado por informalidades reconocidas:
Figura 1: Desplazamientos de frontera entre lo formal y lo informal
Fuente: Elaboración propia
Por lo tanto, los desplazamientos de fronteras de lo formal y lo informal aportan una herramienta conceptual desde la que analizar la distancia entre categorizaciones estatales y su concreción, conservando la dimensión eminentemente simbólica de la actualización estatalmente mediada de la informalidad. En estos corrimientos de límites, lo performativo no se encuentra únicamente en un polo formal, que estaría más o menos apartado de condiciones de hecho. Por el contrario, cabe considerarlo como transversal a los contornos de la (in)formalidad, operando a través de la consagración de actores, prácticas, espacios y documentaciones que actualizan la capacidad simbólica del Estado al tiempo que recrean formas particulares de intervención.
La articulación teórica entre la capacidad simbólica estatal y la dimensión política de la informalidad evita las aporías de perspectivas que conciben a lo formal e informal en términos de dos esferas perfectamente delimitables, separadas por el cumplimiento disímil de las normativas públicas. Por el contrario, las modalidades de presencia estatal suelen dar cuenta de rasgos ambiguos y ambivalentes, llevando a resultados híbridos en términos de la continuidad de lo estatalmente establecido. Entre las múltiples instancias y escalas de generación de enunciación oficial, el solapamiento entre posiciones sociales, documentaciones o espacialidades consagradas, lo estatal impugna en su acción los contrastes asumidos por sus propias normas.
La atención de corrimientos estatutarios, al modo en que políticas públicas formalizan prácticas, agentes y accesos a derechos al tiempo que actualizan su distancia –sino contradicción– con otras disposiciones del Estado permite complejizar no sólo la descripción de programas estatales sino su inserción simbólica.
Desde esta perspectiva, el desafío es doble. Por un lado, las propias modalidades de presencia estatal impugnan y recrean las categorías que ellas prescriben, exigiendo andamiajes conceptuales que pueden dar cuenta de la sobrevida de lo formal en la recreación de lo informal. Por otro lado, en tanto la capacidad simbólica del Estado –su performatividad específica- permite reconocer estos desplazamientos de fronteras, destaca la pregunta por cómo las representaciones sociales tematizan presencias estatales ambiguas que recrean, empero, las categorías con las que el Estado se define a sí mismo.
Recibido el 29 de agosto de 2024. Aprobado el 21 de noviembre de 2024.
*Es Licenciado en Sociología (UBA) y en Ciencia Política (UBA). Magister en Sociología de la Cultura y Análisis Cultural (IDAES-UNSAM). Y Doctorando en el Doctorado en Ciencias Sociales (UBA). Becario interno doctoral CONICET/ Instituto de Investigaciones Gino Germani- UBA. Docente de la Carrera de Ciencia Política (UBA). Correo: javiern1991@gmail.com. https://orcid.org/0000-0003-1738-7881.
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Revista Ensambles Primavera 2024, año 11, n.21, pp. 125-144
ISSN 2422-5541 [online] ISSN 2422-5444 [impresa]
Javier Nuñez
REVISTA ENSAMBLES AÑO 11 | Nº 21 | PRIMAVERA 2024 | Textos ensamblados PP. 125-144 |