Transiciones energéticas: adaptaciones humanas a las restricciones ambientales


Eduardo Crespo, Nahuel Guaita y Andrés Lazzarini 1

Resumen

El objetivo de este trabajo es ofrecer a los lectores una interpretación de muy largo plazo de las múltiples dimensiones que vinculan a los seres humanos con el ambiente. Con ese objetivo, resume cuatro transiciones energéticas consideradas como ejemplos paradigmáticos de la capacidad de adaptación humana a restricciones de tipo ambiental: i) el control del fuego (de 1,7 a 2 millones de años atrás); ii) la revolución agrícola y la reproducción regulada de alimentos (9.500 a. C.); iii) la extracción sistemática de excedentes de la producción social como condición energética de los dispositivos de acción colectiva (Estados) a partir de la Edad de Bronce; y iv) la Revolución Industrial (siglos XVIII y XIX). La evidencia histórica indica que las sociedades humanas superan las restricciones ambientales a partir de procesos de evolución cultural que desencadenan cambios en las técnicas, o con nuevas formas de organización para la obtención de energía.

Introducción

En los últimos años se multiplicaron las preocupaciones por los impactos ambientales de las actividades productivas. Las alarmas son justificadas, el clima global se calienta a ritmo peligroso, generamos volúmenes crecientes de residuos de difícil y costoso tratamiento, la biodiversidad se reduce. Entretanto, sean voces de alarma o mensajes de tranquilidad, las narrativas ambientales suelen estar viciadas por motivaciones económicas y políticas cuya evaluación mesurada exige niveles de información difíciles de procesar para el público y los hacedores de políticas. Entendemos que en tiempos confusos el conocimiento histórico puede ofrecer una guía orientadora. En este caso nos referimos a la Historia Ambiental, corriente que estudia las sociedades en unidad con el ambiente. Esta visión se nutre de múltiples disciplinas y áreas del conocimiento, tanto sociales como naturales, distinción que se torna borrosa a medida que se incursiona en sus principales contribuciones. Por un lado, se propone indagar los impactos antrópicos sobre los ecosistemas. Por otro lado, cuando se analiza la historia desde esta perspectiva, tampoco es aceptable considerar al ambiente como una entidad pasiva. Múltiples transformaciones y acontecimientos del pasado ocurrieron a consecuencia de eventos naturales donde la acción humana no tuvo injerencia, como cambios climáticos previos al Antropoceno, erupciones volcánicas, terremotos. Toda modificación ambiental significativa, sea gradual o repentina, tiene efectos decisivos sobre las estrategias de adaptación humana al entorno. Por ello es pertinente analizar cómo las agrupaciones sociales modificaron sus formas de producir y de vivir cuando las condiciones ambientales se alteraron.

Ningún organismo puede multiplicarse más allá de la denominada capacidad de carga de su respectivo hábitat natural. Esta carga depende de la mayor o menor abundancia de otras especies, sean comestibles o depredadoras, así como de condiciones climáticas y disponibilidad de agua (McGinley, 2013). Superado ese límite, todo crecimiento poblacional enfrenta restricciones, ya que tiende a degradar su entorno aumentando las tasas de mortalidad, dinámica que en ciertos casos puede terminar en la extinción. El Homo sapiens no es una excepción a este principio ecológico fundamental. La mayoría de los estudios ambientales coincide en que nuestra especie viene superando la capacidad de carga del planeta, circunstancia que nos coloca frente a desafíos que quizás no podamos afrontar sin pasar por rupturas políticas, crisis económicas o incluso catástrofes de grandes proporciones, colapsos que suelen resumirse bajo el lema “ajustes malthusianos” (Wood, 1998). Los humanos, no obstante, nos diferenciamos de otros organismos por nuestra capacidad para modificar nuestras formas de capturar energía del ambiente, así como por consumirla en volúmenes crecientes cuando aumentan los niveles de complejidad social o la calidad de vida media de las sociedades. La “acumulación de cultura” como fenómeno sistemático, en los términos apuntados por Richerson y Boyd (2005), y nuestra aptitud para la evolución simbólica,2 introducen una diferencia sustancial entre nosotros y el resto de los seres vivos. El aprendizaje, y el progresivo perfeccionamiento de las técnicas que utilizamos para subsistir y relacionarnos, es aquello que nos impulsó, mediante una inédita expansión demográfica, a conquistar todos los ecosistemas terrestres.

Apelando a un enfoque histórico que combina elementos de disciplinas sociales y naturales, la historia ambiental busca superar la estrechez del especialista con la finalidad de interpretar las múltiples dimensiones que vinculan a los seres humanos con el ambiente desde una perspectiva de muy largo plazo. Este trabajo resume cuatro transiciones energéticas como ejemplos paradigmáticos de la capacidad de adaptación humana a restricciones ambientales severas: el control del fuego (1,7 a 2 millones de años atrás),3 transición que según algunas lecturas facilitó el surgimiento del Homo sapiens como especie diferenciada del resto de los homínidos; la revolución agrícola y la reproducción regulada de alimentos (9.500 a. C.); la extracción sistemática de excedentes producidos por humanos como condición energética de los dispositivos de acción colectiva (Estados) a partir de la Edad de Bronce; y la Revolución industrial (siglos XVIII y XIX).

Para apreciar en profundidad el carácter paradigmático de estas transiciones, ofreceremos, en la sección siguiente (sección 2), un breve resumen del enfoque más difundido y popularizado en medios académicos y de información basado en la tradición inaugurada por Robert Malthus (1998 [1798]) sobre la relación entre el crecimiento demográfico (al que debe agregarse el crecimiento económico per cápita en sociedades contemporáneas) y las restricciones de naturaleza ambiental. Luego contrastaremos esta visión con la perspectiva ofrecida por la economista danesa Ester Boserup (1965, 1981). En la sección 3, para interpretar la compleja vinculación entre ambiente y expansión humana, desarrollamos un modelo simplificado Lotka-Volterra, “Presa-Depredador”, con el objetivo de identificar los principales factores en juego cuando se incluyen cambios culturales y simbólicos acumulativos inherentes al aumento de la complejidad social y productiva. Asimismo, el modelo ofrece un marco analítico para ilustrar dinámicas malthusianas y de tipo Boserup. La sección 4 describe las cuatro transiciones energéticas mencionadas arriba. Por último, la sección 5 ofrece una conclusión con algunas breves reflexiones sobre restricciones ambientales y transiciones energéticas futuras.

Dos enfoques alternativos sobre los vínculos entre Crecimiento Demográfico (y Económico) y Restricciones Ambientales

La relación entre el crecimiento demográfico y la disponibilidad de recursos, así como las condiciones ambientales, sigue siendo objeto de debate. Por un lado, para algunos autores una población creciente invariablemente conduce a un cuadro de insostenibilidad, dado que los recursos que se necesitan para reproducirla, como tierra, minerales o agua, son finitos. Por otro lado, algunos autores plantean que en el caso específico de los humanos el crecimiento poblacional, al estimular el progreso técnico, tiende a contrarrestar la tendencia presuntamente ineluctable a la escasez y las restricciones de naturaleza ambiental que deberían culminar en estancamiento o colapso.

Robert Malthus (1766-1834)

Quizás el autor más conocido de este debate sea Robert Malthus. En 1798, en su Ensayo sobre el principio de la población, Malthus describió una relación explosiva entre crecimiento poblacional y retornos decrecientes de la agricultura. El crecimiento potencial de la población era incompatible con los recursos disponibles.4 A medida que las preocupaciones sobre el deterioro ecológico crecen, las perspectivas malthusianas y neomalthusianas ganan terreno y complementan sus lecturas con enfoques que buscan evaluar los vínculos entre el crecimiento (ahora no solo poblacional sino también económico) y las condiciones ambientales.5 Así como la expansión poblacional indefinida era incompatible con rendimientos decrecientes en la agricultura, el crecimiento económico sustentado en el uso progresivo de combustibles fósiles, por ejemplo, debería chocar con el efecto invernadero y sus consecuencias sobre la biodiversidad y la propia especie humana. La concepción neomalthusiana asume que la capacidad de carga del planeta es limitada y que niveles crecientes de población y producción por habitante nos colocan frente a límites ambientales insuperables. El enfoque malthusiano tradicional puede sintetizarse en cuatro planteos fundamentales:

  1. Los alimentos constituyen el recurso principal y la mayoría de la población gasta la mayor parte de sus ingresos en alimentación. El encarecimiento de los alimentos conduce a un aumento de la mortalidad, desacelerando o revirtiendo el crecimiento demográfico, restableciendo así el equilibrio entre recursos disponibles y población.

  2. Los rendimientos decrecientes en la agricultura son inevitables. La intensificación del trabajo en cultivos de tierras marginales como respuesta al crecimiento demográfico aporta incrementos de producción progresivamente menores por cada unidad adicional de tierra o mano de obra utilizada. En otras palabras, la producción per cápita tiende a disminuir a medida que se incorporan nuevas tierras marginales (o unidades de mano de obra), como resultado de la combinación del aumento poblacional con una oferta fija de las tierras de calidad superior utilizadas plenamente.

  3. Las mejoras de productividad como consecuencia de innovaciones e invenciones proporcionan solo alivios transitorios, pues en el largo plazo cualquier incremento en la productividad será más que compensado por la aceleración del crecimiento demográfico y/o económico.6

  4. El crecimiento poblacional es amortiguado por mecanismos de control endógenos positivos, como guerras, hambrunas y pestes; y por controles preventivos, como retrasos en las edades medias de procreación, abstinencia sexual y controles de natalidad.

Quizás el punto más endeble del enfoque malthusiano es aquel que refiere a los efectos temporarios de la tecnología (punto 3). Las mejoras registradas en las actividades agrícolas, especialmente en los últimos siglos, no fueron transitorias ni deletéreas. La industrialización de la agricultura aumentó su productividad de forma progresiva. Incluso es discutible que los rendimientos per cápita hayan disminuido en tiempos preindustriales: la propia agricultura representó un enorme salto para la obtención de biomasa comestible por humanos, proceso que se acentuó cuando la azada dio paso al arado y los animales de tiro potenciaron las labores humanas. Se produjo un progreso análogo cuando surgieron las técnicas de rotación de cultivos, la selección de estirpes más productivas de semillas y las mejoras en la fertilización (Bacci, 2017). En resumen, la introducción de innovaciones técnicas que elevan la producción por unidad de tierra o de trabajo equivale a aumentar los recursos disponibles, aún cuando las innovaciones no puedan incrementar la producción de forma indefinida.

Ester Boserup (1910-1999)

Desde una perspectiva malthusiana, el surgimiento de la agricultura puede pensarse como un evento fortuito atribuible apenas al ingenio. Dado que en dicha tradición el número de individuos se ajusta a la disponibilidad de alimentos, es comprensible asumir que las poblaciones prehistóricas vivían con frecuencia en la frontera del hambre. El desarrollo de la agricultura habría sido el “milagro” que permitió salvar a la humanidad de la malnutrición. Ester Boserup, no obstante, ofrece un enfoque alternativo al malthusiano. Según la economista danesa, desde el paleolítico las técnicas para obtener alimentos se fueron adaptando a las diferentes densidades poblacionales. La tecnología, para Boserup, es en gran medida endógena al crecimiento demográfico y las innovaciones agrícolas con frecuencia son inducidas por la demanda de alimentos.7 Estudios recientes de antropología, arqueología y demografía arrojan una imagen opuesta a la visión malthusiana.

El desarrollo de técnicas y estrategias innovadoras para generar alimentos parece ser el factor que explica la infrecuencia de ciclos malthusianos (característicos de otras especies) en las sociedades humanas. Aunque existen evidencias de hambrunas ocasionales entre cazadores y recolectores, el hambre golpeaba más a menudo a los agricultores (Sahlins, 1972; Clastres, 1974). Los primeros no sufrían hambrunas permanentes ocasionadas, por ejemplo, por cambios climáticos repentinos. Por tener dietas más variadas y una vida nómada, podían buscar alimentos en otros sitios cuando las condiciones ambientales empeoraban. Las comunidades densamente pobladas dependientes del cultivo de cereales, en cambio, solían vivir expuestas a los vaivenes del clima y sufrían hambre con más frecuencia a causa de las malas cosechas.

Los grupos humanos tienden a adaptarse a las opciones alimenticias imperantes diversificando dietas, migrando hacia otros ecosistemas, regulando la natalidad, adoptando técnicas más intensivas para obtener alimentos. La invención de herramientas de caza, por ejemplo, dio mayor regularidad a la ingestión de proteínas y amplió el abanico de animales comestibles. Posteriormente, y en buena medida como una consecuencia indeseada (y tal vez desgraciada)8 del propio crecimiento demográfico, la paulatina domesticación de plantas y animales multiplicó los volúmenes de alimentos disponibles, simplificando así las dietas en unas pocas especies de reproducción controlada a un costo energético reducido por unidad (Diamond, 1997; Scott, 2017; Bacci, 2017).

Como argumenta Massimo Bacci (2017), aunque no sea ilógico analizar sociedades modernas en clave malthusiana, como los pronósticos ofrecidos por el Club de Roma en la década de 1970, en economías industriales la lógica malthusiana se tornó muy endeble. Desde la Revolución Industrial, la innovación tecnológica devino un proceso continuo y radical. Cuando el cambio técnico es permanente no es aceptable suponer que la escasez de recursos, por ejemplo energéticos, pueda ser un límite infranqueable, toda vez que la investigación científica recibe volúmenes crecientes de financiamiento para desarrollar fuentes alternativas y técnicas más sencillas de obtenerla. La famosa curva de Hubbert es un ejemplo de esta crítica. Marion King Hubbert predijo en 1956 que la producción de petróleo alcanzaría su máximo alrededor de 19709 para luego caer a niveles parecidos a los de 1940 en 2015. Esta predicción no se verificó y la producción sigue creciendo hasta el presente. Más recientemente, gracias al shale, una técnica que combina perforación horizontal y fractura hidráulica, Estados Unidos comenzó a revertir sus niveles declinantes de extracción y se convirtió en el primer productor y exportador mundial (EIA, 2019). Toda proyección sobre el crecimiento futuro es muy sensible a las condiciones de mercado, las políticas públicas y en especial al cambio tecnológico (Smil, 2017).

En la era industrial los resultados malthusianos dependen de forma crítica del supuesto de que los rendimientos en la producción son decrecientes.10 Los malthusianos suelen suponer que el cambio técnico anticipa el crecimiento demográfico. La revolución agrícola, por ejemplo, habría precedido al crecimiento poblacional. Milenios más tarde, la liberación de fuerza de trabajo rural por el aumento de la productividad en la agricultura en Europa habría favorecido el desarrollo industrial del continente. La evidencia proporcionada por Kuznets (1966) para Europa central y occidental, entretanto, arroja una imagen diferente de la sugerida por los malthusianos. La tasa de crecimiento poblacional pasó de 0,5% anual a mediados del siglo XVIII a 1% anual hacia el final del mismo siglo. La productividad agrícola, sin embargo, no registró aumentos significativos durante el siglo XVIII, mientras la fuerza laboral dedicada a la agricultura siguió creciendo (Boserup, 1965). En otras palabras, la disponibilidad de alimentos per cápita siguió aumentando pero a costos crecientes al compás del crecimiento poblacional. El abaratamiento de los alimentos fue un producto tardío del desarrollo industrial, cuando vastas áreas de América se incorporaron al mercado mundial con la industrialización del transporte debido a la introducción de ferrocarriles y barcos a vapor.

El siglo XVIII se caracterizó por una multiplicación poblacional unida a un aumento del número de agricultores por unidad de producción agrícola. Es decir, en línea con el análisis de Boserup, tendió a intensificarse el uso de la tierra en respuesta al crecimiento de la población y la demanda de alimentos. Las mejoras radicales en la agricultura europea debieron esperar a las últimas décadas del siglo XIX y primeras del XX, cuando comenzaron a aplicarse fertilizantes naturales importados de otras regiones del mundo y la máquina a vapor arribó a los cultivos con los primeros prototipos de tractores y cosechadoras. Más tarde llegó la electrificación rural, la maquinaria agrícola motorizada a combustión interna y los agroquímicos (Boserup, 1965; Bacci 2017). Estas mejoras solo ganaron impulso cuando la industrialización europea ya se encontraba en una etapa avanzada, una vez que los transportes comenzaron a funcionar sobre la base de combustibles fósiles y las industrias siderúrgica y química estaban consolidadas. Esta secuencia, donde la industrialización precede al crecimiento de la productividad agrícola y no lo contrario, no solo es consistente con la intensificación como respuesta al crecimiento demográfico que plantea Boserup, también está en armonía con los hechos estilizados referentes a la productividad apuntados por Nicholas Kaldor y Johannes Verdoorn (Kaldor, 1966; Verdoorn, 1949).

Un enfoque estilizado para ilustrar las dinámicas de Malthus y Boserup

El modelo “Presa-Depredador”

Con la ayuda de una versión simplificada del famoso modelo “Presa-Depredador” de Lotka-Volterra (Křivan, 2008; Shim y Fishwick, 2008; Weber, 2005), en esta sección buscamos ilustrar la interdependencia entre las condiciones ambientales y el crecimiento económico y demográfico. El modelo representa en forma sintética la presión que las actividades humanas ejercen sobre los ecosistemas. Este marco nos permitirá examinar algunas dinámicas de crecimiento y contracción partiendo de las tradiciones del pensamiento económico discutidas en la sección 2.

En el modelo original de Lotka-Volterra el número de “presas” (X) se reduce con el crecimiento de los “depredadores” (Y); en tanto que el crecimiento de estos depende del consumo de “presas”. Siguiendo esta lógica, asumimos que el crecimiento económico global es el “depredador” (Y) y las condiciones ambientales, la “presa” (X). Nótese que al interpretar a los ecosistemas como “presas” (X), la tendencia a intensificar su explotación nos conduce a “restricciones ambientales”. Los motivos por los que se llega a este punto pueden ser variados. La limitación puede obedecer tanto a la falta de alimentos como al calentamiento global observado en las últimas décadas. El modelo en su forma más sencilla puede representarse con el siguiente sistema de ecuaciones diferenciales de primer orden:

X ̇=X(a-bY) a,b >0 (1)

Y ̇=Y(-c+dX) c,d>0 (2)

Donde X son las condiciones ambientales (nivel); X ̇ la variación de dichas condiciones (cambio en el tiempo); a es la tasa a la que se restablecen dichas condiciones en ausencia de depredadores (Y=0); b, el impacto de determinado número de depredadores (Y) sobre X. En este marco, Y representa la presión de las actividades humanas sobre el ambiente. Es oportuno notar que dicha presión depende de la producción agregada (PIB) y no de los niveles per cápita, ya que un menor número de miembros reduce la presión, aún cuando los requerimientos productivos por persona sean elevados. Luego Y ̇ representa la variación en el tiempo del PIB; c es la reducción natural de la presión sobre el ambiente, por ejemplo, debido a la mortalidad natural de los depredadores (humanos), o lo que es equivalente, la tasa a la que decrece la presión sobre los ecosistemas cuando los humanos no extraen energía del ambiente; d representa la elasticidad de Y a un dado nivel de X, es decir, el modo como el número de depredadores crece para un determinado nivel de medios de subsistencia.

Como se puede ver en (2), la producción crece dependiendo de la energía que se pueda extraer del ambiente. Asimismo, la ecuación (1) relaciona negativamente la disponibilidad de recursos con su demanda (o sea, con el PIB agregado). En este modelo simple, la ausencia de crecimiento económico hace que las condiciones ambientales no solo se conserven, sino que tiendan a restablecerse, efecto capturado por el parámetro positivo (a>0) de la ecuación 1. Otra forma de ver estas relaciones es reescribir las ecuaciones de forma ligeramente diferente, expresando las tasas de crecimiento de X e Y del lado izquierdo, así:

X ̇/ X=(a-bY) (3)

Y ̇/ Y=(-c+dX) (4)

Si suponemos que es plausible encontrar algún valor inicial (t=0) positivo para ambas variables, X>0 e Y>0 [X(t=0) e Y(t=0)], este sistema de ecuaciones (3-4) admite una solución estable alrededor de un punto crítico. Dicha posición podría encontrarse en el caso particular donde el crecimiento de X e Y es nulo, obteniendo de este modo X*=a/b e Y*=d/c como solución. Para ciertos valores de las variables iniciales, es posible demostrar que cuando Y>a/b, los recursos naturales sufrirán una contracción que posteriormente reducirá también el nivel de Y. La caída de Y podría encontrar un equilibrio en torno a los valores críticos dados. Este movimiento puede replicarse en ciclos infinitos, cuyo período puede determinarse rigurosamente.11 El siguiente diagrama de fase representa esta dinámica para diferentes valores iniciales de las variables:

Gráfico 1. Diagrama de fases para las ecuaciones 3-4

Fuente: adaptado de Weber (2005).

En el gráfico 1 se pueden observar las dinámicas para cuatro situaciones diferentes, es decir, para cuatro pares de valores diferentes de X e Y. Por ejemplo, para el locus D los valores de X(t=0) e Y(t=0) son menores que para el locus C, y así sucesivamente para B y A. En otras palabras, dados los valores iniciales X(t=0) e Y(t=0), el modelo representa cada una de las cuatro dinámicas. Como se observa, para todas ellas los valores de las variables oscilan de manera estable en torno a cada uno de los puntos críticos.

Diagrama 1. Interdependencia de las variables y loops retroalimentantes y equilibrantes

Fuente: adaptado de Weber (2005).

El diagrama 1 ilustra la interdependencia entre las variables X e Y, así como los loops que se retroalimentan y reequilibran. Como adelantamos, las mejoras y el deterioro de las condiciones ambientales son representadas en este modelo con la tasa de crecimiento de X ($X\ \dot{}/X$). Al mismo tiempo, el crecimiento de Y depende positivamente de la densidad del recurso X, como se puede ver en las dos flechas verdes horizontales en la parte superior del diagrama, que relaciona el nivel y el crecimiento de la variable X. Esta interdependencia positiva se sintetiza en el loop R1 que indica el modo en que ambos fenómenos se retroalimentan.

La flecha verde vertical del lado izquierdo, que conecta el stock de recursos naturales con su demanda, también indica una relación positiva. Cuanto mayor sea la disponibilidad de recursos, mayor será el potencial de crecimiento de las actividades humanas, y por tanto de la demanda total por ellos. Este efecto positivo es capturado por el coeficiente d (ver ecuaciones 3-4), que captura la productividad o eficiencia en la utilización de los recursos para obtener una unidad adicional de producción. En este modelo simple, un incremento de la productividad debe leerse como un uso más eficiente de recursos naturales (como mejoras en el tratamiento de suelos, más eficiencia energética, menor utilización de agua, etc.), lo que facilita un ulterior crecimiento de la demanda.

Las flechas amarillas en la parte inferior del diagrama representan la interdependencia positiva de la variable Y, que es captada por el otro loop retroalimentante, R2. Así, la demanda de recursos depende positivamente de su propio crecimiento y viceversa. Por último, el loop equilibrante B1 (lado derecho del diagrama) representa el efecto “depredador” del crecimiento sobre el ambiente. En el modelo esto es capturado por el coeficiente b. Es precisamente esta fuerza equilibrante la que genera las oscilaciones alrededor de los puntos críticos (ver gráfico 1).

La dinámica malthusiana

Con ayuda del diagrama del gráfico 1 podemos evaluar de forma simplificada posiciones como las de Malthus y Boserup en relación con el impacto de la actividad humana sobre el ambiente y los eventuales efectos del deterioro ambiental sobre las poblaciones humanas. El modelo simplificado “Presa-Depredador” captura la dinámica malthusiana. Por un lado, el coeficiente b refleja el impacto del crecimiento (económico y demográfico) sobre el ambiente (las “presas”). Para Malthus, como en el famoso ejemplo de la renta de la tierra de David Ricardo (1817, cap. 2), las mejores tierras (presas) ya se encuentran ocupadas. Cuando las tierras marginales de menor fertilidad (o más alejadas de los mercados) son puestas en uso, la producción de alimentos aumenta, pero a costos crecientes, circunstancia que limita las posibilidades de crecimiento futuro. Siguiendo a Malthus, con los controles (checks) al crecimiento de la población tanto positivos (guerras o hambrunas), como preventivos (retrasos en los matrimonios, abstinencia sexual, etc.), la población (el PIB en este caso) debería contraerse hasta alcanzar su equilibrio natural correspondiente al uso sustentable de los recursos naturales. Esta gravitación en torno a niveles sostenibles se puede contemplar en el gráfico 1, por ejemplo, en términos del locus B: la economía siempre está orbitando alrededor de los valores naturales de X e Y. Asimismo, dado que la productividad agrícola no mejora en forma endógena, el coeficiente d no tiende a modificarse por fuerzas internas al modelo, con lo cual la tendencia hacia un estado estacionario está garantizada.

La dinámica de Boserup

De acuerdo con Boserup (1965), para los enfoques malthusianos la utilización de tierras marginales conlleva una tendencia al deterioro debido a su uso cada vez más intensivo. En nuestro modelo, este fenómeno es captado por el loop equilibrante B1 del diagrama 1. La caída de la productividad en tierras marginales se agrava de cultivo en cultivo, por lo que el producto per cápita tiende a reducirse.12 Retomando esta última idea, podemos representar economías en crecimiento (depredador) y su incidencia sobre el ambiente (presa). En Boserup, no obstante, a medida que se intensifica el uso de las tierras comienzan a operar fuerzas endógenas sobre la productividad. Se adoptan técnicas que mejoran los suelos, aumenta la división del trabajo, se amplían los mercados, se seleccionan semillas más productivas, etc. Esta tendencia endógena al aumento de la productividad es representada, por un lado, por una disminución del coeficiente b del modelo, que tiende a compensar los efectos negativos del crecimiento (demográfico y económico en este caso), habilitando aumentos reales de la producción per cápita y del bienestar para condiciones ambientales dadas. Por el otro, el mejor uso de los recursos naturales tendrá un efecto real en la producción de alimentos aun con población creciente, circunstancia que el modelo capta como un aumento del coeficiente d, es decir, un mayor crecimiento para un nivel dado en el uso de los recursos naturales. El progreso técnico y la endogenización de métodos más productivos cuando se intensifica la “presión sobre el ambiente”, es decir, la tendencia a adaptarse a las restricciones ambientales en los términos de Boserup, tienen por consecuencia que el sistema puede “saltar hacia afuera”, por ejemplo, desde el locus C al B o incluso al A13 (ver gráfico 1).

Transiciones energéticas

De la cultura a la biología: el fuego en los albores del Homo sapiens

La energía es un componente indispensable en toda forma de vida conocida. El funcionamiento de cada organismo está limitado por su respectivo presupuesto energético.14 En las sociedades humanas la energía también es un insumo insustituible en todas las actividades que realizamos, desde respirar hasta viajar en aviones. Como apunta el trabajo seminal de Leslie White (1949), la energía y las tecnologías para obtenerla y aprovecharla dan cuenta de las principales diferencias estructurales entre distintas sociedades y organizaciones. La mayoría de los estudios que versan sobre los requerimientos energéticos de las actividades productivas señalan el estrecho paralelismo entre demanda de energía y crecimiento económico (Schurr y Netscheret, 1960; Starr, 1971; Cook, 1971; Linden, 1975). Esta evidencia respalda la conclusión de que el crecimiento y las mejoras de la calidad de vida requieren niveles de energía crecientes. Todo aumento de la complejidad social, así como cualquier sofisticación en los procesos civilizatorios, entendidos en los términos de Norbert Elias (1987), exigen volúmenes crecientes de energía.

Sin embargo, como se desprende de la segunda ley de la termodinámica, todo ser vivo consume más energía de la que puede generar (Rao, 2004). Si la capacidad de extraer energía se estanca, el afán por mejorar la calidad de vida de las sociedades choca con una restricción insalvable. Entretanto, una perspectiva histórica de largo plazo nos permite concluir que la evolución cultural y simbólica, incluidas la ciencia y la técnica, paulatinamente nos permitió ir relajando restricciones mediante el descubrimiento de nuevas posibilidades para captar energía y formas más eficientes de utilizarla.15 Como argumenta Crosby (2006), la demanda de energía constituye una búsqueda insaciable de las sociedades humanas, y toda forma de desarrollo exige el diseño incesante de técnicas capaces de satisfacer este apetito. La divergencia en los niveles de complejidad social y desarrollo económico dependen de forma crítica de nuestras capacidades energéticas diferenciales.16 Más aún, nuestros estilos de vida están profundamente influenciados por las fuentes de energía disponibles y las estrategias que adoptamos para ponerla a trabajar. Nuestra propensión a demandar niveles de energía crecientes está presente desde los orígenes de nuestra especie y todo indica que seguirá aumentando en las próximas décadas.

Un punto de inflexión fundamental en nuestra carrera por la energía fue la “domesticación” del fuego. Las técnicas culinarias en el arte de cocinar constituyeron un salto de fundamental importancia en la historia evolutiva de la especie: a partir de ese momento la población creció y pasó a convivir en organizaciones más densas y complejas. El fuego no solo permitió diversificar la ingesta de calorías con alimentos cocinados, también facilitó la creación de los espacios de encuentro donde comenzaron a surgir nuestras principales habilidades sociales.17

Según Wrangham (2009), un cuerpo humano en reposo dedica aproximadamente una quinta parte de su energía a alimentar al cerebro. Por ello, argumenta, el aumento sin precedentes de la masa cerebral de nuestros ancestros en los últimos 1,8 millones de años debió sustentarse en calorías adicionales, ya sea ingeridas o desviadas de otra función corporal. Para el autor la clave no debe buscarse en el volumen de ingestas diarias, sino en las transformaciones morfológicas que permitieron redirigir calorías al cerebro. El problema puede plantearse con una pregunta: ¿cuánta energía útil proporcionan los alimentos después de restar las calorías gastadas en masticar, tragar y digerir? El misterio de nuestro cerebro, dice Wrangham, fue cocinar. Los grandes simios, como chimpancés, gorilas y orangutanes, por ejemplo, pasan entre 4 y 7 horas masticando su comida. Los alimentos cocinados habrían simplificado nuestro sistema digestivo acortando nuestro intestino, órgano que en los humanos se redujo apreciablemente en comparación con el resto de los homínidos.

En otras palabras, una innovación de naturaleza cultural, como técnicas culinarias basadas en el fuego, habría sido el disparador de las transformaciones genéticas que facilitaron la formación de nuestros cerebros y sistemas cognitivos. Una transición energética nos habría convertido en humanos a través de la cocina. En las secciones siguientes analizaremos otras tres transiciones energéticas. En estos casos, aunque los desarrollos para captar energía no produjeron cambios apreciables en nuestra organización morfológica, transformaron de forma irreversible nuestros estilos de vida, relaciones de poder y modos de producir.

De la invasión de ecosistemas a la agricultura

Toda especie cuya población crece e invade nuevos hábitats termina degradando los ecosistemas. El Homo sapiens no es la excepción. Según estudios arqueológicos, desde su aparición en el paleolítico afectó gravemente la biodiversidad y condujo a la extinción de varias especies, en especial algunas de gran tamaño. A partir de que algunos cazadores y recolectores salieron de los trópicos africanos la humanidad vive en alivio ecológico relativo. Una especie alcanza esta condición cuando sus depredadores naturales se vuelven insignificantes o desaparecen. Desde el momento en que nuestros ancestros alcanzaron el tope de la cadena alimentaria ningún depredador de gran tamaño rivaliza con nosotros ni compromete nuestra supervivencia como especie. En África subsahariana, entretanto, el crecimiento poblacional era limitado por una amplia variedad de parásitos y microorganismos que evolucionaron junto con la fauna autóctona, incluida la humana, como las diferentes variedades de malaria, mosca tsé-tsé, fiebre amarilla, etc. Para los descendientes de aquellos que dejaron atrás el continente originario, en cambio, los principales reguladores demográficos perdieron relevancia. Se estima que nuestra especie tenía entre 100.000 y 300.000 miembros antes de salir de África (Sjödin et al., 2012). Desde ese momento, nuestra población se multiplicó a ritmos muy superiores comparados con su historia pasada. El Homo sapiens cuenta desde entonces con las ventajas evolutivas de aquellas especies invasoras cuyos depredadores naturales quedaron atrás (McNeill, 1976).

El crecimiento de una determinada población, así como el consumo y la producción humanas, depende de los volúmenes de energía que sea capaz de obtener y de su aptitud para administrarlos con eficiencia. Durante el paleolítico, cuando los grupos humanos eran pequeños y dispersos, se estima que la reproducción de cada individuo requería un promedio de 5.000 kilocalorías diarias de energía. Los ambientes pobres en seres vivos, como las regiones glaciales donde la biomasa como máximo alcanza unos 200 kg por km2, no soportaban más de una persona en un radio de 10 km, es decir, aproximadamente 314 km2. Las regiones donde la vida es abundante, por el contrario, podían sostener un promedio de 136 individuos en igual superficie. Unos 50.000 años después de salir de África, cuando comenzaba a despuntar la agricultura (circa 12.000 años atrás), y apenas sobre la base de técnicas de captación de energía basadas en caza y recolección, la población humana ya contaba con unos 6 millones de miembros (Bacci, 2017).

Aunque el crecimiento demográfico del paleolítico pueda parecer insignificante, en términos puramente biológicos fue significativo. Varios estudios indican que la transición a la era agrícola fue un resultado de este lento crecimiento poblacional, puesto que en algunas regiones la especie comenzaba a sobrepasar la capacidad de carga de los ecosistemas. El descubrimiento paralelo de la agricultura en varios de estos sitios en unos pocos miles de años sigue siendo objeto de debate. Como discutimos en las secciones 2 y 3, para Ester Boserup la agricultura no fue una innovación afortunada. Fue una respuesta adaptativa a las presiones nutricionales derivadas del crecimiento demográfico. Como se apuntó anteriormente, las técnicas, así como el cambio cultural y simbólico, se transforman en adecuación a presiones sociales o incluso biológicas. No casualmente las prácticas agrícolas comenzaron a surgir cuando casi todos los espacios habitables del planeta ya habían sido ocupados al final de la era glacial, en coincidencia con la extinción de la megafauna, probablemente, como se apuntó, una consecuencia antrópica debida al exceso de caza (Cohen, 1977).

A medida que los cazadores y recolectores ocupaban los distintos nichos ecológicos del planeta, el crecimiento cuantitativo de la especie se tornó incompatible con las formas tradicionales de obtener alimentos. Antes de la agricultura, las poblaciones nómadas ya habían saboreado casi todos los frutos silvestres y animales salvajes potencialmente comestibles. En algunas regiones no debieron tener más alternativa que enfrentar la inanición o adoptar nuevas estrategias para captar energía del ambiente. Es así como la domesticación de plantas y animales comenzó a multiplicar nuestros nutrientes de forma regulada. La llamada Revolución agrícola trajo aparejado un notable aumento de la capacidad para obtener alimentos en cada espacio de tierra cultivada. Como estrategia para obtener energía, la agricultura en promedio requiere espacios incomparablemente menores que la caza y la recolección. Como en los tiempos en que algunos Homo sapiens comenzaron a salir de África, para la especie el planeta volvió a hacerse inmenso.

La agricultura simplificó los ecosistemas y los puso al servicio de las necesidades humanas. Aunque un cultivo sobre la base de especies domesticadas capture menos energía solar en forma de vida que un ecosistema silvestre, al reproducir biomasa específicamente comestible, resulta incomparablemente más productivo desde el punto de vista humano (Spier, 2011). La agricultura fue una condición necesaria para que pudieran surgir los asentamientos densamente poblados donde más tarde se crearon las condiciones propicias para que algunos grupos humanos pudieran extraer excedentes de energía de otros grupos humanos, sentando así las bases de la complejidad social, la estratificación y los Estados.

Los Estados y la administración centralizada de excedentes de energía

Aunque no exista consenso en la literatura académica sobre la naturaleza, funciones y dinámica de los Estados, hay coincidencias sobre cuáles fueron sus locales de origen y condiciones históricas de aparición. También es reconocido que no surgieron por generación espontánea ni como resultado de decisiones deliberadas, como sugería la tradición del contrato social. Se acepta que fueron el producto de largas transformaciones sociales que comenzaron a tomar forma en regiones con características geográficas específicas, en coincidencia con poblaciones en crecimiento y aglomeración en espacios urbanos rodeados de condiciones agrícolas favorables. Si bien el debate sobre el origen y la naturaleza de los Estados es muy amplio, en esta sección optamos por distinguir dos de las principales perspectivas que en ciertos aspectos pueden considerarse complementarias: las visiones centradas en la explotación y el conflicto y los tratamientos que Tainter (1988) denomina “integracionistas”, centrados en la cooperación y la conveniencia mutua.

Varias corrientes de pensamiento, desde liberales a anarquistas e incluso marxistas, consideran que los Estados son organizaciones de dominación colectiva a través de las cuales, y según el marco teórico, una élite o clase dominante explota otros estratos o clases subalternas. El modo de explotación varía según distintas condiciones históricas. En ciertas sociedades, las élites obtienen excedentes en forma directa tributando a los productores con base en la coerción. En otras, la organización estatal garantiza la protección de alguna variante de propiedad privada (o control exclusivo y jerárquico) sobre recursos como la tierra, lo que facilita la extracción de excedentes para una minoría. El surgimiento de sociedades estratificadas, divididas en clases sociales y sujetas a la jurisdicción de Estados, tiene algunas similitudes con la aparición de depredadores en un ecosistema como analizamos en la sección 3. Si en la pirámide alimentaria una parte de la energía solar que “cosechan” las plantas es consumida por animales que comen vegetales e indirectamente por animales que comen animales, con la estratificación en sociedades humanas, los productores directos generan excedentes que se transfieren a estratos superiores por medio de tributos, prestaciones feudales, rentas agrícolas, beneficios capitalistas (Spier, 2011). Parafraseando a William McNeill (1984), con la extracción de excedentes aparecen los macroparásitos.

Aunque estas lecturas ofrecen elementos valiosos para pensar la estatalidad, suelen soslayar la importancia de los Estados cuando surgen problemas de acción colectiva en el marco de sociedades complejas y densamente pobladas. Las concepciones integracionistas, en cambio, puntualizan la dificultad de imaginar, en ausencia de Estados, la provisión regular de bienes públicos como defensa frente a agresiones externas, infraestructuras de grandes escalas o leyes que regulen la convivencia cotidiana en ciudades de miles o millones de sujetos anónimos. Debe agregarse que las necesidades de acción colectiva son mayores a medida que aumenta la complejidad social y productiva. Desde la era industrial, los Estados modernos son actores fundamentales en todo lo relacionado con la educación y la salud, campañas de vacunación, financiamiento al desarrollo técnico y científico, etc. La confianza en que la acción colectiva puede nacer por generación espontánea, o mediante mecanismos de mercado, contradice todas las evidencias sobre nuestras limitaciones cognitivas para la comunicación y desconoce las fragilidades de las estrategias que promueven la cooperación entre grandes contingentes humanos cuando jerarquías y cadenas de comando están ausentes (Richerson y Boyd, 2005; Dunbar, 1997).

Para entender el doble carácter de los Estados, en calidad de entidades fundadas en la coerción y al mismo tiempo herramientas indispensables para promover la cooperación, vale la distinción entre poder despótico y poder infraestructural ofrecida por Michael Mann (1986). El primero puede ser definido como la mayor o menor capacidad de ejercer poder sobre terceros sin pasar por restricciones rutinarias o procesos de negociación con actores civiles. Se trata de un poder relativo sobre otras personas o grupos. El poder infraestructural, diferentemente, no se ejerce sobre otras personas sino con otras personas. Es la capacidad logística para imponer decisiones a través de la sociedad civil y no por encima de ella. Cuentan como ejemplos de poder infraestructural la pericia de los diferentes Estados para efectivizar el cumplimiento de leyes, controlar territorios, comunicar, educar, tributar, prevenir enfermedades, consolidar una moneda nacional. Es la capacidad de coordinar las acciones de otras personas. Todo Estado, argumenta Mann, en cierta medida ejerce ambas formas de poder, y estas, para ser operativas, precisan la una de la otra: no se puede ejercer un poder despótico sin cierto grado de poder infraestructural y viceversa, no hay poder infraestructural sin cierta capacidad para el ejercicio del poder despótico. La acción colectiva como forma de coordinar grandes contingentes humanos, en efecto, presupone ambas.

Las condiciones que hicieron posible el surgimiento y desarrollo de los primeros Estados e imperios, por un lado, ilustran el parasitismo de las organizaciones estatales y sus élites dirigentes; por otro, ponen en evidencia que los Estados constituyen dispositivos imprescindibles para reproducir (e incluso expandir) la vida humana en sociedades complejas. Según algunos estudios, el catalizador socioambiental que dio origen a los primeros Estados se habría iniciado a consecuencia de un cambio climático, cuando el hemisferio norte comenzó a sufrir una disminución gradual de sus precipitaciones anuales debido a las alteraciones atmosféricas asociadas a los ciclos de Milankovićy (Clift y Plumb, 2008; Brooke, 2014, Ellenblum, 2012). Desde entonces, amplias regiones del norte de África, Medio Oriente y Asia central comenzaron a desertificarse y los pocos valles fluviales que escaparon a la seca empezaron a reunir condiciones de circunscripción ambiental. Robert Carneiro (1970) considera que los primeros Estados surgieron allí donde los agricultores se hallaban circunscriptos en oasis de elevada fertilidad rodeados por desiertos. Las civilizaciones de la Mesopotamia y el valle del Nilo, así como las primeras aglomeraciones urbanas que proliferaron en las cuencas de los ríos Amarillo e Indo, son casos paradigmáticos de circunscripción ambiental. Los entornos áridos encapsularon a los productores, puesto que allí no contaban con la posibilidad de marcharse a otros sitios para evitar tributos y levas obligatorias.18 Los valles densamente poblados fueron el escenario ideal donde comenzaron a tomar forma las primeras jerarquías estatales a través de guerras e invasiones. Los derrotados carecían de escapatoria cuando la productividad agrícola caía de forma abrupta a pocos kilómetros del oasis fértil. La imposibilidad de practicar la agricultura fuera de esos locales fue la condición ecológica que propició el control de poblaciones por medios coercitivos.

Simultáneamente, la aglomeración en valles fluviales circunscriptos por entornos en procesos de desertificación reclamaba la creación de sistemas públicos de riego y canalización como herramientas colectivas para intensificar la producción agrícola. Este imperativo facilitó la centralización del poder en organizaciones capaces de regular la provisión de agua, un bien precioso y escaso en entornos áridos (Wittfogel, 1957; Boccaletti, 2021). Las infraestructuras de grandes escalas, por otra parte, eran metas inalcanzables para comunidades pequeñas y divididas por rivalidades tribales. Aunque los Estados se edifican sobre bases clasistas, para preservar las relaciones de dominación deben movilizar recursos para contrarrestar catástrofes naturales e inclemencias climáticas. Obras hidráulicas como canales, sistemas de riego, diques y acueductos siguen siendo ejemplos ilustres de transformaciones antrópicas sobre el ambiente coordinadas por Estados (Lander, 2021). Del mismo modo, la gestión de stocks de alimentos para repartir entre las poblaciones en tiempos de sequías o la promoción de culinarias de alto rendimiento calórico son testimonios de cómo las élites estatales buscaron adecuar los comportamientos a las restricciones ambientales (Laudan, 2015; Johnson y Earle, 2000).

La extracción de excedentes no puede pensarse solo como un producto de la coerción. Constituye también un requisito indispensable de toda sociedad compleja. Sin excedentes desaparecen las economías de escala, sean estas económicas o políticas. En su ausencia, la especialización y división del trabajo serían inevitablemente limitadas y el comercio con extraños, ocasional. De igual modo, sin tributos es imposible sustentar la acción colectiva en cadenas de mando burocráticas. Los Estados, además de proteger élites privilegiadas, canalizan energía hacia organizaciones que desempeñan funciones públicas. El pasaje de las sociedades igualitarias y simples a las sociedades complejas y jerárquicas que producen excedentes es una transición energética de primera importancia cuando el tamaño de poblaciones y niveles de urbanización superan umbrales críticos. Si la agricultura intensifica la obtención de energía domesticando plantas y animales, la concentración de poder en cadenas de comando aceleran el proceso civilizatorio domesticando productores que tributan excedentes.

Los vínculos entre los Estados y los productores, no obstante, tienen más similitudes con la agricultura que con la caza y la recolección. La extracción de excedentes no equivale a una simple recolección o extracción sin contrapartes, como indican las teorías que unilateralmente analizan los Estados como productos de guerras y conflictos. Para cosechar de un modo regular, como en toda actividad agrícola, al menos parte del excedente debe retenerse en la forma de semillas para cultivar en el período siguiente. Los estados, además de explotar o proteger a los explotadores, para reproducirse en el tiempo deben asumir como misión ineludible reproducir las condiciones de explotación con la provisión de bienes públicos. Están obligados a actuar como agentes colectivos.

De las economías orgánicas a los combustibles fósiles

Al inicio de la era cristiana la población mundial rondaba unas 250 millones de personas. Desde entonces hasta 1750 se había más que triplicado, alcanzado unos 770 millones. Mientras que el cazador-recolector promedio consumía unas 5.000 kilocalorías de energía para alimentarse, vestirse, calentarse y confeccionar herramientas, un horticultor rara vez utilizaba más de 10.000. Este promedio subía a unas 30.000 kilocalorías per cápita en sociedades agrícolas avanzadas como el Imperio romano o China durante la dinastía Song. Aún a fines del siglo XVIII, el consumo energético del europeo noroccidental medio se encontraba estancado en unas 35.000 kilocalorías (Morris, 2015). La domesticación de plantas y animales fue la solución técnica a las restricciones energéticas que enfrentaron las poblaciones que se sustentaban en la caza y la recolección. Sin ella habría sido imposible no solo el crecimiento demográfico, sino también las realizaciones materiales y espirituales de las grandes civilizaciones con aglomeraciones urbanas, donde la demanda de energía per cápita era significativamente mayor. Esta solución energética, por su parte, tuvo severas consecuencias sobre los ecosistemas: la biomasa comestible creció en desmedro de la biodiversidad, la expansión de los cultivos provocó deforestación y el sobrepastoreo contribuyó a la desertificación.

Este deterioro ambiental, por su parte, se encuentra en la base de la cuarta transición energética que reseñamos en este trabajo: la Revolución industrial. Antes de esta transformación, las economías más avanzadas de Eurasia dependían de la cuidadosa administración de áreas forestales. Utilizaban madera para cocinar, calentar residencias, construir embarcaciones19 (se precisaban unos 2.000 árboles por unidad en la Marina de Guerra Británica20), casas, muebles, fundir metales (un horno de hierro forjado requería una temperatura superior a 1.500 grados). Según Vaclav Smil (2017), las zonas urbanizadas de las regiones templadas requerían entre 20 y 30 veces su tamaño en bosques. Obtener madera exige ocupar tierras con árboles. Extender áreas forestales equivalía a desplazar cultivos de alimentos o utilizar tierras de menor fertilidad. El aumento de la demanda por madera provocaba presiones alcistas sobre la comida. En los albores de la Revolución industrial los bosques de Inglaterra ocupaban entre el 5% y 7% del territorio (Wrigley, 2010). Debían obtenerla en el Báltico y Nueva Inglaterra (Boston, Estados Unidos). El Imperio británico, como varias otras sociedades de Eurasia, enfrentaba una restricción ambiental.

Fue en ese contexto cuando la combinación del carbón con la máquina a vapor creó las condiciones para una transformación de consecuencias históricas. La progresiva introducción de combustibles fósiles equivalía a “encontrar madera debajo de la tierra”, una fuente de energía con propiedades calóricas superiores a la madera y que no genera presiones alcistas sobre los alimentos (Sieferle, 2010). La utilización del carbón creció exponencialmente, al tiempo que otras fuentes tradicionales de energía como madera y animales de tiro paulatinamente dejaron de utilizarse. El combo carbón-máquina transformó la minería (comenzando por la minería carbonífera), la siderurgia, la producción textil, los transportes. Según Edward Wrigley (2010), sin carbón habría sido necesario cortar todos los árboles del mundo para fundir el millón de líneas férreas colocadas en todo el planeta durante el siglo XIX. Unos cien años después, en simultáneo con la creciente utilización de otro combustible fósil, el petróleo, también la agricultura fue industrializada con la introducción de tractores y cosechadoras, y en especial con la creciente utilización de agroquímicos como fertilizantes, herbicidas, fungicidas e insecticidas.

Desde entonces, la población mundial se multiplicó por 8 y los requerimientos energéticos per cápita por 20. Un salto demográfico semejante, sumado a una explosión de demanda de energía per cápita, habría sido imposible sin los combustibles fósiles y las técnicas adecuadas para aprovechar su potencial energético. La quema de combustibles fósiles, no obstante, y como ocurriera con la agricultura preindustrial, también enfrentan límites. Y no se trata en este caso del tan anunciado agotamiento del petróleo. Como sostuvo alguna vez un ministro saudí: “Así como la edad de piedra no se terminó por falta de piedras, la era del petróleo no acabará por falta de petróleo” (Yergin, 2008). Las restricciones que enfrenta la combustión de estas materias primas es distinta: emiten gases de efecto invernadero que alteran el clima del planeta, con consecuencias alarmantes sobre las actividades humanas y la biodiversidad.

Conclusión

Las transformaciones productivas y demográficas ocurridas en los últimos doscientos años son irreversibles. No se puede, exceptuando una catástrofe imponderable, reducir el tamaño de la población mundial. Se estima que esta continuará creciendo hasta alcanzar aproximadamente unos 11.000 millones en 2100.21 Tampoco es factible detener el crecimiento del consumo global sin provocar un cataclismo político y seguramente civilizatorio, especialmente en países subdesarrollados. Menos realista aún es suponer que los problemas ambientales son reversibles sin elevados niveles de inversión en infraestructura, desarrollo de tecnologías, bienes de capital y consumo durables basados en energías más limpias. Cambiar la matriz energética del planeta exigirá por varias décadas mayores (y nunca menores) tasas de crecimiento e inversión. Basta tener en cuenta los stocks de capital público (y privado) para comprender que es imposible cambiar una matriz productiva sin subir la tasa de inversión, y, consecuentemente, de crecimiento.

A esto debe agregarse que pocos habitantes en el planeta están dispuestos a vivir sin energía eléctrica, dejar de utilizar internet, reducir desplazamientos, o apagar su aire acondicionado cuando la temperatura aumenta. Las soluciones mágicas, como el prohibicionismo posmaterialista de moda en la Argentina, así como el romanticismo de “volver a las prácticas de los pueblos originarios” en reemplazo de la agricultura moderna, solo agravarán los problemas, como se puso en evidencia en otras experiencias internacionales. Toda alternativa que reduzca la productividad tendrá consecuencias perjudiciales para el ambiente y las personas que lo habitan. A menor productividad, mayor es la presión ambiental, porque por definición una caída de la productividad aumenta la demanda de recursos por unidad de cada bien producido.

Las cuatro transiciones energéticas que reseñamos, entretanto, ofrecen algunas enseñanzas relevantes. Difícilmente las sociedades contemporáneas podrán superar las actuales restricciones ambientales sin desarrollar y adoptar tecnologías que generen volúmenes crecientes de energía más limpia para atender una demanda mundial que seguirá creciendo. Además de los aspectos técnicos y científicos, enfrentar estos desafíos requiere ampliar el poder infraestructural de los Estados. Si las capacidades de intervención y planificación estatales se siguen deteriorando, es improbable que individuos aislados encuentren soluciones por generación espontánea o mecanismos de mercado. Incluso es discutible que los Estados, tal como hoy los conocemos, cuenten con las herramientas adecuadas para enfrentar el desafío con eficacia. La principal amenaza que enfrentamos en el presente tiene escala planetaria. Los Estados nacionales, entretanto, no cuentan con mecanismos de acción colectiva globales. Agréguese la creciente polarización ideológica y la fragmentación de la información reinantes en varias regiones del mundo. La proliferación de las narrativas particularistas pone en entredicho incluso la propia existencia de asuntos de incumbencia colectiva. El desfile de ostentaciones tribales durante la pandemia, como los movimientos antivacunas, tienen su correlato ambiental en negacionistas del cambio climático. La parálisis estatal y el triunfo de regímenes de gobierno vetocráticos que obstaculizan la intervención pública pueden transformarse en la antesala del colapso civilizatorio.

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  1. E. Crespo: Universidade Federal do Rio de Janeiro (UFRJ); ecres@irid.ufrj.br.

    N. Guaita: Oregon State University (OSU); guaitan@oregonstate.edu.

    A. Lazzarini: Goldsmiths, University of London; a.lazzarini@gold.ac.uk.↩︎

  2. Sobre el concepto de evolución simbólica, ver Jablonka y Lamb (2014).↩︎

  3. James (1989).↩︎

  4. “Population, when unchecked, increases in a geometrical ratio. Subsistence increases only in an arithmetical ratio” (Malthus, 1998 [1798]).↩︎

  5. Ver, por ejemplo, Diamond (2011 [2005]).↩︎

  6. De acuerdo con Malthus: “The ultimate check to population appears to be a want of food, arising necessarily from the different ratios according to which population and food increase” (1998 [1798]: 12).↩︎

  7. “This correlation between population density and intensity of the food supply system is the result of a long historical process of change of both population size and technologies of food production” (Boserup, 1981: 32).↩︎

  8. https://www.discovermagazine.com/planet-earth/the-worst-mistake-in-the-history-of-the-human-race.↩︎

  9. https://web.archive.org/web/20080527233843/http://www.hubbertpeak.com/hubbert/1956/1956.pdf.↩︎

  10. “Throughout the globe, innovation has allowed for the notable expansion of productivity per unit of energy invested” (Bacci, 2017: 22).↩︎

  11. En este modelo simple, suponiendo valores iniciales no explosivos de las variables, el período de dicho ciclo (T) está dado por la siguiente ecuación: T=2π/√ac.↩︎

  12. De acuerdo con Boserup: “Malthus thought that the increase of population to a level beyond the carrying capacity of the land must lead to the elimination of the surplus population either by direct starvation or by other positive checks [...]. The new version of Malthusian theory is based on the idea that the increase of population leads to the destruction of the land; and that people, in order to avoid starvation, move to other land which is then destroyed in its turn. It is not to be denied that the food potential of the world has been narrowed down by populations, who did not know how to match their growing numbers by more intensive land use without spoiling the land for a time or forever. But nevertheless, growing populations managed to change their methods of production in such a way as to preserve and improve the fertility of their land” (1965: 14; énfasis añadido). Nótese que el proceso descripto por Boserup implica que gracias a la cultura (técnicas, hábitos, experiencias, educación, etc.) la población creciente cambia y adapta sus técnicas generando rendimientos crecientes en la producción de alimentos.↩︎

  13. Esto es así porque, dentro del esquema más general propuesto por este modelo simplificado Lotka-Volterra, los valores iniciales de las variables, cuando se verifican mejoras en la producción, tenderán a ser mayores en el futuro y por lo tanto los ciclos sucesivos sufrirán saltos “hacia afuera” debido a los nuevos valores de las variables heredados del ciclo precedente.↩︎

  14. Adler (2013).↩︎

  15. Sobre los conceptos de evolución cultural o comportamental y simbólica, ver Jablonka y Lamb (2014).↩︎

  16. Rosa et al. (1988).↩︎

  17. “Cooking required members of a band to gather at a single location to eat, and thus it multiplied the socializing influence of the fire” (Crosby, 2006: 22).↩︎

  18. El concepto de encapsulamiento pertenece a Michael Mann (1986).↩︎

  19. “At the zenith of Horatio Nelson’s navy in the late-1700s into the 1800s, it took about 4,000 oak trees, or up to 40 hectares of forest, to build a single 100-gun ship of the line. That’s equivalent to 3,750 city blocks of optimum-density oak forest for a vessel that, on average, sailed for 12 years” (https://legionmagazine.com/en/the-royal-navys-war-on-trees/).↩︎

  20. https://www.rmg.co.uk/stories/topics/shipbuilding-800-1800.↩︎

  21. https://ourworldindata.org/future-population-growth.↩︎