Dependencia y política. Las “cátedras nacionales” y sus alrededores


Diego Giller1

… la historia horada los textos pero

no les quita el derecho a su momento

de fijeza, de altiva detención en la letra

establecida. Nunca se escapa a esa paradoja,

pero en realidad, cada época elige los textos

que decide liberar de ese terrible cautiverio.

Horacio González

“Todos éramos feuerbachianos”, escribió alguna vez Engels para evocar las travesuras filosóficas que había tramado con Marx en tierras parisinas en los ya lejanos años cuarenta del siglo XIX. Otro tanto podría decirse sobre lo que ocurrió en Chile más de una centuria después, pero esta vez canjeando el nombre propio de Feuerbach por la palabra dependencia. En la década del sesenta del siglo XX, eso que dio en llamarse “teoría de la dependencia” pareció ocupar todos los espacios del universo de las izquierdas en América Latina: sea desde la sociología, la economía, la historia o el cine, la militancia, la academia y el ensayo hablaron su lengua. “Todos éramos dependentistas”, podría entonces decir alguien de esa época sin por ello sonar ridículo o grotesco o tosco.

La novedad teórica dependentista había nacido en un Chile que completaba su condición de receptor de exiliados latinoamericanos con una red de instituciones con recursos para la investigación. A lo que habría que agregar, va de suyo, el telón de fondo de la Revolución cubana de 1959, que teñía de internacionalismo latinoamericanista los proyectos emancipatorios del continente, y la específica coyuntura política chilena, que pronto entregará una experiencia inédita: la vía democrática y pacífica al socialismo. El dependentismo habló en jerga marxista, pero no solo en ella. Y si se abismó en la tarea de invertir la teoría clásica del imperialismo, cuyo punto de vista se posaba sobre el análisis del desarrollo del capitalismo en el centro hegemónico, fue porque creyó que era tiempo de posar la mirada sobre esas formas de “capitalismo sui generis” que se desplegaban en los países periféricos. Así estudió su estructura económica, o lo que nombraron como “capitalismo dependiente latinoamericano”, o el “modo de producción capitalista dependiente”, pero sin caer en la tentación del economicismo. De ahí que la sociología, la historia y la ciencia política fueran convocadas para descifrar el secreto de una época que quiso ser pensada a la vez que transformada.

Las teorías de la dependencia –el plural está ahí para mostrar una heterogeneidad– habían venido al mundo para disputar tanto con el discurso de la escuela estructuralista latinoamericana que, nucleada en la CEPAL, promovía una teoría latinoamericana del desarrollo, como con el de la sociología científica o de la modernización, más ligada a los claustros universitarios. Pero en su afán por pensarlo todo de nuevo, o al menos por pensar lo mismo pero cambiando el ángulo de la mirada, lo cual es ya una manera de imaginar las cosas de manera inédita, también quisieron vérselas con la teoría de las etapas que defendían los partidos comunistas como base de su estrategia revolucionaria. Para decirlo rápido: si la teoría cepalina quiso creer que el desarrollo era posible en la periferia capitalista a condición de llevar adelante ciertas políticas contracíclicas –el enfoque centro-periferia es uno de los grandes aciertos de la corriente liderada por Raúl Prebisch–; si la sociología científica anheló encontrar en la creación de un cierto tipo de instituciones la pretendida modernización de nuestras sociedades dejando atrás sus componentes tradicionales; y si, finalmente, los partidos comunistas persiguieron una estrategia frentista para promover una revolución democrático-burguesa que pudiera poner en el centro de la escena la contradicción capital-trabajo como antesala al socialismo, las teorías de la dependencia se colocarán como negación de cada una de esas opciones.

Era propio de la teoría de las etapas caracterizar el atraso latinoamericano como una variante del feudalismo. Semicolonia, atraso o subdesarrollo eran todas formas de decir lo mismo. Pero como la historia no había mostrado desde una perspectiva marxista la posibilidad de una transición del modo de producción feudal al socialista sin antes pasar por el capitalista, entonces los partidos comunistas creyeron que era tiempo de luchar por él. No es que lo creyeran como un acto de fe. Más bien, se les aparecía como una necesidad de la historia. Pero para los teóricos dependentistas, de André Gunder Frank a Ruy Mauro Marini, de Theotonio dos Santos a Fernando Henrique Cardoso, ese punto de partida era errado. Porque América Latina no era un continente feudal sino capitalista. Y no lo era desde el siglo XX con sus ambiciones industrializadoras. Tampoco desde el siglo XIX con sus enconados y sangrientos procesos independentistas. Lo era, en cambio, desde la mismísima conquista de América. He allí el momento en el que el mundo se vuelve por primera vez mundial y nuestro continente se incorpora como productor de materias primas. Su carácter de proveedor de alimentos para el mercado externo nos colocaba en la órbita del naciente capitalismo. Si esto era así, entonces no había necesidad de luchar por una revolución democrático-burguesa. De modo que no era cuestión de andar haciendo alianzas con los socios menores del imperialismo, las llamadas “burguesías nacionales”, sino de combatirlas. La lucha por el socialismo estaba a la orden del día. Despejado este debate, la teoría de las etapas quedaba fuera de juego.

Pero todavía permanecía en pie la teoría cepalina del desarrollo y su variante sociológica. Lo que había que demostrar entonces era que el desarrollo periférico no era posible en el marco de las relaciones sociales capitalistas. A mediados de la década del sesenta, las propias estadísticas de la CEPAL ya venían advirtiendo sobre el estancamiento de nuestras economías luego de los años dorados de la segunda posguerra. Como alguna vez escribió Dos Santos (1969), ahí se dejaba ver el fracaso del desarrollo autónomo periférico, pero también de las bases teóricas que lo habían alimentado. Haber imaginado un desarrollo que no era arrastraba consigo a la propia teoría. Lo mismo parecía suceder con la sociología de la modernización: los sectores tradicionales, con sus actitudes y formas institucionales, no habían declinado ni estaban cerca de hacerlo. Otro fracaso teórico.

¿Por qué entonces si Europa y Estados Unidos seguían creciendo, nosotros, los latinoamericanos, no? Para los dependentistas, la respuesta estaba en el saldo de su debate con los comunistas. El problema del atraso, del subdesarrollo o de la dependencia era menos el efecto de la falta de capitalismo que de su presencia. Es el capitalismo el que produce subdesarrollo. O, para decirlo con el axioma que Gunder Frank hizo célebre y que nadie se cansará de repetir por al menos un lustro: el desarrollo produce subdesarrollo. El desarrollo de las metrópolis produce subdesarrollo en sus satélites. Y en los mismísimos satélites, sus siempre subordinadas metrópolis internas engendran a su vez sus propios satélites. No era entonces que las causas del atraso estaban en la supervivencia de sectores tradicionales que se resistían a la modernización, o en las relaciones de producción rurales que impedían volcar los esfuerzos hacia la industrialización. Eran los mismos sectores avanzados los que reproducían, de manera indefinida, el atraso, el subdesarrollo, la dependencia.

Pero el razonamiento dependentista, y aquí radicaba su verdadera novedad, volvía sobre sus pasos. El subdesarrollo de ciertos países produce el desarrollo de otros. Es la periferia la que inventa al centro, la que lo hace posible, la que le da vida, la que le permite ser lo que es. Puesta de ese modo, la cosa cambia. De agente pasivo y apenas receptor de una dominación, se pasa a ser productor de un estado de cosas. Hay entonces un lugar donde el hilo se puede cortar. Hay un protagonismo que se puede exigir. Hay un libreto por crear: el de la dependencia.

La palabra dependencia no era sinónimo de subdesarrollo, como podía desprenderse de los trabajos de Gunder Frank, que prefería cultivar ese lenguaje. Como sugerían Cardoso y Faletto, la idea de subdesarrollo describía “la estructura de un tipo de sistema económico, con predominio del sector primario, fuerte concentración de la renta, poca diferenciación del sistema productivo y, sobre todo, predominio del mercado externo sobre el interno” (Cardoso y Faletto, 2003: 23). Pero esa noción, próxima a una perspectiva estructuralista de la economía, tenía un déficit de historicidad. De ahí la necesidad de investigar de qué manera ese tipo de economías se habían vinculado al mercado mundial, operación que permitiría conocer cómo se constituyeron los grupos sociales internos que son, en definitiva, los “que lograron definir las relaciones hacia afuera que el subdesarrollo supone” (ibídem: 24). Junto con la historia ingresaba la política, en el sentido de que el análisis venía a incorporar las formas de dominación, pero también las de resistencia. La dependencia se explicaba entonces por “las condiciones de existencia y funcionamiento del sistema económico y del sistema político, mostrando las vinculaciones entre ambos, tanto en lo que se refiere al plano interno de los países como al externo” (ídem). Y a esto lo llamaban “método histórico-estructural”.

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El dependentismo rompió el límite geográfico impuesto por la cordillera y se extendió por el mundo. Llegó a Estados Unidos, Europa, Asia y África y al resto de los países latinoamericanos. Argentina no fue la excepción. Pero acaso sí lo haya sido en el modo en que intelectuales o militantes, o intelectuales-militantes, hicieron suyos sus postulados. Que no fue a la manera de una recepción, que podría dibujar una situación de pasividad, de mera emulación, de acriticidad, esto es, un asunto sin importancia. Antes que eso, logró activar la consigna política de “liberación o dependencia”. O, al menos, encolumnarse tras ella. Así aparecieron esforzadas interpretaciones cuya base fue un licuado de tradiciones que incluía la noción de Tercer Mundo, la crítica del colonialismo y del imperialismo, el socialismo nacional, el cristianismo, el marxismo y, muy fundamentalmente, el fenómeno peronista. Los nombres de Perón, Scalabrini Ortiz, John William Cooke, Juan José Hernández Arregui, Arturo Jauretche, José Carlos Mariátegui, Marx, Frantz Fanon, Peter Worsley, Antonio Gramsci y Charles Wright Mills podían ser conjugados sin mayores rodeos con los de Gunder Frank, Cardoso y Faletto o Dos Santos.

Denominadas así por sus estudiantes, las “cátedras nacionales” fueron una de las experiencias político-intelectuales en las que el discurso de la dependencia prendió con más fuerza. Habían nacido en 1968 en el edificio de la calle Independencia 3065 –el nombre de la calle donde todo se inició no deja de producir un curioso simbolismo–, en el marco de la carrera de Sociología, que en ese entonces dependía de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires, luego de que muchos profesores renunciaran a sus cargos en el contexto de la intervención universitaria de la autodenominada “Revolución Argentina”. Por lo mismo, pero también porque Justino O’Farrell2 y Gonzalo Cárdenas, sus principales animadores institucionales, estaban vinculados al catolicismo –provenían de la Universidad Católica–, que había sido uno de los actores que apoyaron el golpe de Estado del general Juan Carlos Onganía, y porque sectores del peronismo oficial eran incorporados a la universidad con el objetivo de servir de sostén al régimen de facto, se creyó que irían a responder a ese llamado. No fue así. Y no solo porque O’Farrell y Cárdenas habían optado por un cristianismo renovador y militante que buscaba estrechar lazos con el peronismo, sino porque muchos de los jóvenes que comenzaron a acompañarlos, entre los que se encontraban Horacio González, Alcira Argumedo, Guillermo Gutiérrez, Amelia Podetti, Roberto Carri, Susana Checa, Norberto Wilner, Enrique Pecoraro, Gunnar Olsson, Ernesto Villanueva, César Mendieta, Fernando Álvarez, Jorge Carpio y Juan Pablo Franco, comenzaban a adscribir al peronismo del socialismo nacional. Fue así que escogieron transfigurarse de universitarios en militantes y prefirieron politizar la sociología con el objetivo de integrarse en la fuerza material que suponían en el movimiento peronista. Como era de suponerse, esto significó una oposición al onganiato, lo que los llevó a dictar esas “cátedras” sin concursar, que no eran, a excepción de la troncal “Sociología sistemática”, materias obligatorias sino optativas. En esa situación de semilegalidad disputaron la enseñanza de sociología con lo que todavía quedaba de ginogermanismo y de sociología científica, con algunos de los jóvenes discípulos de Germani que se habían hecho marxistas, como Eliseo Verón y Miguel Murmis, y con el grupo de Juan Carlos Portantiero, Oscar Landi, María Braun e Isidoro Cheresky, conocido como las “cátedras marxistas”.3

Las cátedras nacionales ejercieron una feroz crítica de la sociología, a la que quisieron bien lejos de la ciencia y de sus inclinaciones institucionalistas. Eso que llamaban cientificismo era visto como la declamación de una vida sin compromisos que, en rigor, no hacía sino encubrir una subordinación a la dominación imperialista. En cambio, la eligieron cerca de la política, de la acción revolucionaria y de la liberación nacional. Quizás el espíritu de esta aventura –de esta trágica aventura– no se haya condensado de mejor modo que en el título del primer libro de José Pablo Feinmann, que no perteneció a ellas, aunque anduvo próximo: El peronismo y la primacía de la política, publicado en 1974. El elemento subyacente y acaso constitutivo de las cátedras nacionales fue la idea de una primacía de la política, o como escribió alguna vez Oscar Terán para pensar esa misma época, “que la política se tornaba en la región dadora de sentido de las diversas prácticas, incluida, por cierto, la teórica” (2013: 47). Y en ese andarivel nadaron a contracorriente con una crítica de la situación dependiente a partir de una recuperación de los movimientos nacionales de la historia argentina. Arriesguemos como hipótesis de trabajo que el modo en que tramitaron su dependentismo fue el de producir una teoría política de la dependencia que brotaba de los campos nacionales con horizontes tercermundistas.

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Casi por definición, las revistas político-culturales siempre tuvieron como objetivo una intervención sobre la realidad y una esperanza no muy secreta de que esa intervención implique, por sí misma, una modificación del mundo. Espacio de confluencia y de debates, las revistas eran proyectos colectivos. Si bien las cátedras nacionales no fundaron una revista, muchos de sus animadores sí supieron participar en al menos dos de estos proyectos de agitación y difusión, de reflexión y de producción teórica: Antropología 3er Mundo y Envido.

Antropología 3er Mundo publicó doce números entre noviembre de 1968 y febrero de 1973. El modo en que estaba escrita la palabra “tercer” hacía que el lector pudiera leer allí, y en su lugar, la palabra “ser”. “Ser mundo”, “tercer mundo”, “ser social” son algunos de los significantes que, en definitiva, contorneaban las preocupaciones políticas de las cátedras nacionales. En sus primeras seis entregas llevó por subtítulo Revista de Ciencias Sociales, que declinaría hacia el número 7, y fue sustituido a partir del 11, aparecido en agosto de 1972, por uno poco metafórico: Revista Peronista de Información y Análisis, que dejaba ver, de manera demasiado expresiva, una inequívoca lectura de los acontecimientos políticos argentinos. La revista era dirigida por el antropólogo Gutiérrez, y en la secretaría de redacción estaban Cristina Merediz y Ricardo Álvarez. A pesar de no tener un consejo editorial, lo que podría indicar que se trataba de una iniciativa poco menos que colectiva, en rigor la reiteración de sus colaboradores permitía advertir lo contrario, todavía más cuando se ofreció, en los números 5 y 6, como tribuna de unas cátedras nacionales leídas como ciencia popular que ambicionaba extender su tarea fuera del ámbito universitario. En esa escenografía, Gutiérrez podía escribir, en ese efervescente mayo de 1969, que la revista tenía un compromiso “con la lucha nacional de todos los países cuya situación dependiente los une en un proyecto común de liberación” (1969: 1). Naturalmente, esos países eran los del tercer mundo, los que tenían una “dependencia total” y una “explotación total”, y que, por lo mismo, podían tejer, a través de sus intelectuales nacionales, una solidaridad puesta al servicio de la lucha “contra la ciencia y la cultura de la dependencia” (ibídem: 7).

Envido. Revista de Política y Ciencias Sociales fue la otra gran revista sobre la que orbitaron las cátedras nacionales. Comenzó a publicarse en julio de 1970 y dejó de hacerlo en noviembre de 1973. Fueron diez números dirigidos por Arturo Armada –quien también provenía del cristianismo militante– y promovidos, al menos en los inicios, por Miguel Hurst, dueño de la librería Cimarrón. Desde el inicio hasta la anteúltima entrega, Feinmann formó parte de un consejo de redacción al que, con el correr de las publicaciones, se fueron sumando, entre otros, Horacio González, Santiago González, Héctor Abrales, Abel Posadas, Domingo Bresci y Jorge Luis Bernetti. La revista se inauguró con un texto preparado por el consejo de redacción, cuya intención era realizar, según se lee en las palabras de bienvenida escritas por Armada, “una aproximación somera a la problemática de la dependencia” para participar “del proceso de transformación conceptual que se viene operando en los últimos años en nuestros países latinoamericanos” (1970: 1). Buscaban, de ese modo, contribuir a la denuncia de la dependencia que se venía ejerciendo desde “grupos políticos, sectores sindicales y estudiantiles, movimientos de raíz religiosa (tanto laicos como de sacerdotes), así como institutos de investigación y centros de estudio” (Consejo de Redacción, 1970: 6). “América Latina”, “tercer mundo”, “dependencia” y Envido –nombre que refiere a una apuesta desafiante de evidente sabor local–, conformaban el cuadrante con el que tramitarán su lectura de la política nacional. Era esa, en definitiva, la conjunción programática de una revista que alguna vez González denominó como “un frente intelectual en el lodo del lenguaje político” (2011).

El texto inaugural llevaba por título “Contradicción principal en la estructuración dependiente”. Con citas de Marx, Worsley, Cardoso y Gunder Frank –aunque también sobrevolaban de manera implícita ciertos estudios de Dos Santos, en particular los referidos al “nuevo carácter de la dependencia”–, se participaba de la idea que decía que con la conquista de América el sistema capitalista había estructurado por primera vez el mundo a escala planetaria bajo la forma del capital comercial. Para sus redactores –y aquí había una originalidad a la vez que una distancia respecto del dependentismo que se producía en Chile–, ese era también el momento fundacional del imperio europeo. Si ellos también se animaron a corregir a Lenin fue para decir que el imperialismo, antes que una “etapa superior del capitalismo”, era su elemento constitutivo. Como es de suponer, eso significaba reponer al imperialismo como sinónimo del colonialismo. No es que no lo supieran. Más bien, lo buscaron. Creían que así evitarían “oscuridades” y “peligros teóricos” tendientes a afirmar que la contradicción principal del sistema capitalista entre metrópoli y colonia era tan solo el primer momento de la evolución del sistema, denegando así la “contribución fundante de la explotación colonial en la acumulación primitiva” (Consejo de redacción, 1970: 3). Se trataba de una crítica a lo que consideraban el carácter eurocéntrico del marxismo, que pretendía hacer de la contradicción entre capital y trabajo, entre burguesía y proletariado, propia de la época del capital industrial europeo, la contradicción principal de todas las formaciones sociales del mundo. Pero la realidad de los pueblos del tercer mundo en tiempos de hegemonía del capital monopólico venía a mostrar que en lo que hace a la estructuración interna del sistema, la contradicción principal seguía siendo entre un polo en desarrollo y otro en subdesarrollo y dependiente, “siendo el subdesarrollo del segundo la posibilidad del desarrollo del primero” (ibídem: 4). Frente a los esquemas de desarrollo y subdesarrollo o de centro y periferia, la noción de “dependencia estructural” se les aparecía como la idea fuerza que venía a unir los polos, a ponerlos en relación de manera no reciproca y asimétrica desde un punto de vista económico, pero también político, cultural y tecnológico.

La palabra dependencia dominó el aparato de lectura en los comienzos de Envido. Significó una “revolución teórica”, en el sentido de que era un instrumental propio para pensar problemas propios, cuyo magnetismo los llevó a escribir contundentes frases como “La dependencia es, de este modo, la característica principal de los pueblos periféricos” (ibídem: 5), “que condiciona todos los componentes de la estructuración de nuestra realidad”, “el hilo conductor, la idea fundante de toda interpretación concreta del proceso latinoamericano” (ibídem: 6). Pero el “hecho de la dependencia” como problema teórico suponía principalmente un problema político. El reconocimiento de la dependencia constituía el primer paso para una liberación que, leída en clave nacional, debía resolverse en un socialismo nacional, cuya expresión política era el peronismo, de trascendencia continental, a la vez que permitía considerar la historia argentina como una constante lucha contra la dependencia, desde los movimientos independentistas de 1810 hasta Perón, pasando por las montoneras, Quiroga, Felipe Varela, Rosas, Peñaloza e Yrigoyen. En el presente estaba la historia.

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Carri fue punto de intersección entre Antropología 3er Mundo y Envido y figura protagónica de las “cátedras nacionales”. Quizá la más protagónica. Dictaba clases en “Sociología sistemática”, en “Poder, estratificación y alienación” y en la “Cátedra de Ciencias Humanas”, y a sus 28 años ya había escrito casi una centena de artículos y publicado dos libros: Sindicatos y poder en la Argentina, en 1967, e Isidro Velázquez. Formas prerrevolucionarias de la violencia, en 1968, ambos publicados por Sudestada, la editorial de Rodolfo Ortega Peña y Eduardo Luis Duhalde. Su tercer y último libro, publicado en 1973, reunió artículos que habían aparecido en esas dos revistas. Se iba a llamar Poder y dependencia, pero terminó titulándose Poder imperialista y liberación nacional. Las luchas del peronismo contra la dependencia, y de una manera u otra adscribía allí a muchas de las tesis que habían esgrimido los integrantes del consejo de redacción de Envido. Carri también defendió la idea de la contradicción imperialismo-nación como la principal del sistema capitalista, y la dependencia como el modo de vida del imperialismo en la periferia. Lejos de derivar de allí una ausencia de lucha de clases, Carri entendió la nación como un enfrentamiento entre unas clases dominantes (agroexportadoras, financieras, industriales), a las que juzgó sin ideología propia, esto es, como meras repetidoras de “la filosofía librecambista metropolitana [pero] en condiciones exactamente opuestas a las que le dieron origen” (1971: 29), y la clase trabajadora, el centro de la nacionalidad, que en la Argentina asumía la identidad del peronismo. Pero decir que la clase trabajadora era el centro de la nacionalidad no suponía un “economismo”, sino su combate, en el sentido de que Carri no creyó que su identidad se forjara a través de una lucha económica por una mejor situación, sino de una lucha política fijada a partir de un objetivo político concreto: la independencia nacional frente al imperialismo.

En los títulos de sus libros ya se dejan ver, de manera condensada, casi todas sus preocupaciones teóricas y políticas. Escribimos “casi” porque en esos nombres se esconde su obsesiva disputa contra la sociología argentina, que, sea en su vertiente desarrollista o marxista, era tachada de cientificista y considerada socia del neoimperialismo. La crítica de la sociología fue el tema del sociólogo Carri. La juzgaba con severidad porque consideraba que había venido al mundo con el fin de explicar y superar las crisis y tensiones del capitalismo. Había nacido imperialista y ligada al orden estatal. En esa suerte de anarquismo peronista que de alguna manera portaba Carri, filtrado en parte por el Marcuse lector de la teoría de la alienación del joven Marx, el Estado era entendido como la forma de la dominación política de la burguesía, la sociología como la encargada de ocultar la politicidad de las relaciones sociales, y los sociólogos como los componedores del orden establecido. Edificada en torno a modelos, técnicas, indicadores y variables, esa sociología confiaba en su neutralidad valorativa y en su objetividad, en su autonomía y validez propia y en una racionalidad que creía siempre exterior a la realidad. Devenía así en “un oficio burocrático ligado a la administración de las cosas” (1968a: 5), ejercido por “bandoleros sociológicos” (1968b) que se basaban en “el fetichismo de los hechos inmutables” (1968a: 3), y que, por lo mismo, producían conocimiento formal pero nunca real.

¿Había en la intransigencia de Carri otro modo de pensar la sociología? Sí, pero a condición de que ella sea puesta en función de superar el orden social que la produce. Así, a una sociología que en su formalismo no quería modificar nada, oponía otra que se ofrecía como instrumento de conocimiento y de lucha por la liberación nacional. Si se destruía el Estado, la sociología desaparecería y devendría pura política, esto es, expresión de las contradicciones sociales, de la realidad y de las luchas populares. De modo que la sociología, puesta en función de la práctica política del pueblo, tenía como tarea historiar nuestra dependencia (veremos que ese fue el programa de Cárdenas). Esa tarea suponía enfrentar el “economismo” del desarrollismo tanto como del marxismo sociológico, que postulaba un esquema según el cual el progreso y el desarrollo se darían a imagen y semejanza de los países del centro a través de una modernización que iría superando el atraso y la sociedad tradicional.

El dependentismo de Carri intuía que el conocimiento práctico debía partir “de las luchas y las necesidades de las clases y naciones explotadas por el imperialismo” (1969: 60). Apostó por rescatar un pasado que debía ser recuperado y conservado a partir de la cultura popular, y aunque podía citar a Ignacio Anzoátegui diciendo que “los analfabetos constituyen la reserva de la nación” (2015: 65), esa recuperación no se hacía a la manera de una celebración folclórica, romántica, de puras esencias, sino como expresión de “los vínculos comunales y solidarios de las clases populares” (1968a: 4). Esa forma de entender la tradición, decía Carri que decía Fanon, podía convertirse “en un arma contra la dominación imperial” (1969: 63). Esos son, en definitiva, los temas de su Isidro Velázquez.

Con Fanon como guía teórica, Carri quiso ver en las andanzas por el Chaco de Velázquez y su compañero Gauna una vía posible del cambio social. Chaco, que demostraba una doble dependencia de la “metrópoli nacional” y del “imperialismo en general”, parecía tener en sus manos el instrumento para la liberación nacional. A diferencia de lo que cierto marxismo más determinista podía sostener, y al que llamó “victoriano”, Carri leyó en el atraso, en los valores rurales, una potencia revolucionaria que se oponía a la de la ciudad. De ahí que Velázquez, símbolo de la rebeldía antes que de la delincuencia, del bandolerismo o de la marginalidad, expresara menos la marca de un subdesarrollo o una barbarie a superar y desaparecer dentro del capitalismo que una verdadera resistencia al sistema. Colonia, dependencia e imperialismo copulaban en un mismo aparato crítico y actuaban como antídoto de ciertos elementos eurocéntricos que se podían alojar en un libro que a Carri le interesaba y que había inspirado su Isidro Velázquez. Ese libro era Rebeldes primitivos, donde su autor, Eric Hobsbawm, defendía la idea de que en el espontaneísmo de los bandoleros y delincuentes había una gestualidad prepolítica, una rebeldía sin objetivos que carecía de organización política. Por el contrario, tanto los pobladores que apoyaban a Velázquez como Velázquez mismo, pero también el propio peronismo, que según Carri era leído como una “expresión ‘politizada’ de la rebeldía sin objetivos” (1968b: 122) por sus detractores cientificistas, germanianos o marxistas, constituían una acción política característica de las sociedades coloniales y dependientes que reclamaba un replanteo o una inversión de los términos “moderno” y “primitivo” para ver si, en rigor, los primitivos no eran “los movimientos, organizaciones y partidos creados por la clase obrera y los revolucionarios en el siglo pasado y mantenidos hasta la actualidad, generalmente como movimientos de integración y nunca de revolución” (ibídem: 128). Velázquez y el peronismo aparecían entonces como oposición fundamental al imperialismo.

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Cárdenas provenía del catolicismo universitario que había adherido al Concilio Vaticano II, que sesionó entre 1962 y 1965. Dictaba las materias “Historia social latinoamericana”, “Introducción a la sociología”, “Sociología de América Latina”, “Conflicto social y problemas socioeconómicos argentinos” y “Sindicalismo argentino”, y en 1969 fue nombrado director del Instituto de Sociología. Ese mismo año, y bajo la supervisión de Armada, publicaba en la editorial Galerna Las luchas nacionales contra la dependencia. Historia social argentina (Tomo I). No hay que hacer demasiadas piruetas para advertir en esos títulos una zona de interés que, a contramano de la tradición de nuestro pensamiento nacional, pone a la Argentina como formando parte de América Latina, a la vez que expone cierto apego a pensar la sociología junto con la economía y la historia. Asimismo, la mirada latinoamericana se conjugaba con una crítica del eurocentrismo, al que Cárdenas juzgaba adherido al discurso de las ciencias sociales argentinas tanto como al de la historiografía, y que, por lo mismo, volvía brumosa una realidad continental que se sumía, cada vez más, en un “estado de miseria creciente y del subdesarrollo padecido por nuestros países en virtud de la dependencia” (1969: 10). Pero Cárdenas era todavía más enfático: no es solo que el eurocentrismo vuelva brumosa la desdichada realidad latinoamericana, sino que es el propio velo la que la reproduce, mantiene y profundiza. Tan abismal era la distancia con el centro del mundo, que en esos momentos en que “las naves espaciales de la parcela desarrollada están arribando a la luna” (ibídem: 24), la primera Revolución Industrial todavía no había tocado las puertas terrenales del tercer mundo.

La palabra dependencia aparecía en escena para cuestionar el diagnóstico que decía que “el atraso y el subdesarrollo se deben al alejamiento de esos países de los modelos de desarrollo económico y sociopolítico aconsejados por los centros de cultura y de poder en el mundo”, y que si se quería “alcanzar un mejor nivel general de vida” había que seguir “taxativamente los pasos de Europa en la misma forma que ella concretó su proceso evolutivo” (ibídem: 19). ¿Qué hacer, entonces? Constituir una historiografía que, lejos de toda noción de ciencia que se autoconciba aséptica de las perspectivas ideológicas del presente, se promueva como base y preludio del análisis sociológico y económico, pero, fundamentalmente, como condición de posibilidad de una estrategia y una práctica política adecuada para terminar con la dependencia argentina y latinoamericana. Pero Cárdenas bien podía invertir el razonamiento sin que eso implicara una contradicción: es la actividad política práctica la que permite exponer al eurocentrismo y sus consecuencias y permite entender que “cada gran región del mundo tiene su particular desenvolvimiento histórico” (ídem).

El trabajo de Cárdenas tuvo como objeto el tercer mundo, al que supo conjugar con las categorías de dependencia, subdesarrollo, colonialismo histórico y semicolonialismo como caras ocultas del imperialismo, el neoimperialismo y el neocolonialismo. Por obra y gracia de ese objeto, Marx y el marxismo aparecían como una herramienta teórica útil pero distante, en el sentido de que su obra solo podía ser pensada como un momento particular de la lucha revolucionaria que remitía al mundo europeo –pero ni siquiera a toda Europa– de la segunda mitad del siglo XIX como expresión teórica de un “capitalismo de libre concurrencia con crecimiento industrial y paralelo crecimiento de la clase obrera urbana” (ibídem: 17). Si era útil es porque en El capital Marx había descubierto los secretos de la contradicción principal capital/trabajo, pero se volvía distante, y quizá por ello eurocéntrico, porque en el tercer mundo esa contradicción dependía de otra, que se decidía entre países dominantes y países dominados, entre imperialismo y dependencia, entre neoimperialismo y nación. Pese a ello, Cárdenas podía leer al Marx de los Grundrisse como un pensador que, a pesar de su eurocentrismo, había tenido una mirada del aporte que el mundo colonial había realizado para que el crecimiento capitalista europeo fuera posible, incluso otorgándole una importancia mayor que al de la acumulación de capital. De ahí a la teoría de la dependencia no había más que un paso, que Cárdenas irá a dar de la mano de Gunder Frank, quien venía a ofrecer la clave para entender que “la evolución producida en Europa desde los siglos XV y XVI está relacionada con la involución de la periferia” (ibídem: 23), que “el desarrollo del ‘centro’ es la causa del subdesarrollo de la periferia” (Cárdenas, 1969: 23) y que “el desarrollo del centro se hace a expensas de la periferia” (ibídem: 328).

Con la noción de tercer mundo, hermanada con Asia y con África y separada de Estados Unidos y de la Unión Soviética, Cárdenas creyó encontrar la posibilidad real de producir una teoría argentina y latinoamericana que pudiera disputar con los “intelectuales colonizados” que siempre hallaban en el medio, en la geografía, y como extensión de ella, en la raza, las causas del atraso. De igual modo, con la idea de tercer mundo supo alejarse de la ya por entonces hegemónica teoría de la dependencia al imprimirle a su dependentismo un toque singular y un sabor nacional en el que el peronismo aparecía como su expresión política. Y, como se dijo, este enfoque partía de postular la primacía de la política por sobre las otras dimensiones de lo social.

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Procedente de la carrera de filosofía, Podetti fue profesora del seminario de “Pensamiento argentino”. En 1969 prologó Ser social y tercer mundo (elementos para una lógica de lo nacional), de Wilner, publicado por Galerna como parte de la colección Problemas Latinoamericanos, que dirigían Armada y Héctor Cordone. Las nociones de tercer mundo y nación volvían al centro de la escena para pensarse junto con la de dependencia, concepto que aparecía en la primera frase del texto y era explicado a partir de la contraposición racionalidad/irracionalidad. En ese trabajo retomaba la crítica del “intelectual colonizado”, que de Carri a Cárdenas recorría las cátedras nacionales, pero llevándola al siglo XIX para pensar las obras de Sarmiento y de Ingenieros a través del conflicto entre civilización y barbarie, tanto como para interpretar a Marx.

En una lectura de Sarmiento filtrada por la de Ingenieros, la barbarie aparecía como elemento obturador de la civilización, el feudalismo de la cultura moderna, la campaña de la ciudad, la carreta del ferrocarril, la pulpería de la escuela, el poncho de la levita o del frac. La irracionalidad del medio (el desierto) y, por extensión, de sus “razas inferiores” (el indio, el gaucho, el criollo) obturaba así el desarrollo económico racional, universal y científico (¿se ven ahí los temas de Germani?). Pese a sus similitudes, Podetti leía en Ingenieros una diferencia con Sarmiento: el acento puesto en la economía para explicar el atraso y las guerras civiles. El Ingenieros de Podetti miraba el modelo civilizatorio europeo y su desarrollo social, político y cultural como una consecuencia directa del desarrollo económico, y el caudillismo, o lo que Ingenieros llamaba “superestructura caudillista”, como un resultado esperable del “pastoreo primitivo”, caracterizado por su nulo apego a la producción de “intereses económicos organizados y comunes”.

Podetti equiparaba el modelo de Ingenieros con el de Marx del prólogo a la Introducción general a la crítica de la economía política, el de la metáfora edilicia de la determinación de la estructura por sobre la superestructura. Y en ese ejercicio, Marx era descubierto en su secreto teórico más íntimo, esto es, la naturalización del desarrollo del modo de producción capitalista con centro en Europa (y particularmente en Inglaterra) como una necesidad de la historia y como preludio del socialismo. Si esto era así, entonces la sucesión de etapas históricas en el mundo devenía en un desarrollo siempre extrínseco que se movía como reflejo del desarrollo europeo. Según la categoría que había escogido explorar Wilner, de ahí se derivaba también el “ser social”. Puesto que él también era un reflejo de la sociedad industrial europea de la que tomaba prestada su realidad, carecía de realidad propia. Así las cosas, Marx solo podía caer en las redes de eso que quería desmontar y combatir, y presentar el modo de producción capitalista centrado en Europa como el resultado de un desarrollo natural antes que político. Por eso, ese Marx no era útil para establecer las formas específicas, esto es, políticas, del verdadero “ser social”: el nacional.

Para esta operación de lectura, en la que Marx era calibrado como un pensador eurocéntrico, poco parecía importar que Podetti conociera, y bien, a otro Marx, al de Formaciones económicas precapitalistas, al del intercambio epistolar con Vera Zasúlich y al de los escritos sobre Rusia, donde sostenía que la comuna rural rusa podía significar una transición al socialismo sin necesidad de pasar por la “fatalidad histórica” del capitalismo y sus “peripecias espantosas”. Ese Marx crítico del etapismo no convencía a Podetti, quien, apoyándose en Maurice Godelier, abrazó la idea de que la propiedad comunal “es contemporánea de una civilización superior y está ligada a un mercado mundial en el que predomina la producción capitalista” (Godelier, en Podetti, 1969: 30). Y era justamente ahí donde aparecía la categoría de dependencia, que, colocada en el centro del cuadro, venía a mostrar que “una sola sociedad produciendo aisladamente y generando plusvalía en forma inmanente no es más que una imagen truncada de la sociedad industrial europea, donde se han ocultado las relaciones que ella mantiene con otras sociedades y que son la fuente oculta de donde brota la plusvalía” (ibídem: 27). Retomando la contradicción principal del sistema capitalista del dependentismo en lectura político-nacional, Podetti escribía que “la fuente última de la plusvalía capitalista no es la explotación de unos sectores por otros en la metrópoli, sino la explotación conjunta de las zonas periféricas por la sociedad metropolitana. Y esto constituye la verdad lógica del capitalismo desde su inicio” (ibídem: 38). Son los temas de Cárdenas y de Carri, pero abordados con una severidad tal que la conducía a querer descubrir que “las categorías mismas del análisis marxista encierran un núcleo lógico imperialista” (ibídem: 37). La “vena idealista” de Marx alojaba así al imperialismo, pero no como teoría sino como realidad: “Se advierte que el carácter ‘universal’ y ‘necesario’ (o ‘típico’) de esa sociedad [la europea] nos coloca en una óptima explicación del imperialismo como vía para hacer efectiva la necesaria universalización, es decir, la necesaria europeización de todo el planeta, con lo cual el imperialismo queda sancionado como momento necesario y por ende racional de la evolución humana” (ídem). Al combatir de ese modo a Marx, Podetti pagó el alto precio de hacer de los muchos Marx y los diversos marxismos uno solo, y tropezar así con el mismo problema que le espetaba a Marx en términos de lógica teórica, histórica y política: la postulación de una particularidad como universal.

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Feinmann no formó parte de las cátedras nacionales, aunque había integrado un grupo de estudio con Podetti sobre pensamiento argentino, cuyo resultado serán los artículos que publicó en Envido y que una década más tarde, junto con nuevos textos, conformarán el libro Filosofía y nación, cuyo subtítulo era, justamente, Estudios sobre el pensamiento argentino. En sus escritos de Envido, Feinmann quiso realizar una revisión literaria y filosófica del siglo XIX buscando en los textos de Sarmiento, Alberdi y José Hernández las causas culturales e ideológicas de la dependencia argentina, a las que supo identificar con el liberalismo y sus mitos. Abordaba así el fenómeno de la dependencia por caminos poco transitados, esos que González siempre lamentó que no hayan sido recorridos por el Carri de Isidro Velázquez. Creía González (1995; 2015) que su obsesiva disputa con la sociología argentina había dejado a Carri “en la antesala del ensayo social argentino más vigoroso, sin animarse a patear esas compuertas semiabiertas que siempre invitaban a entrar” (1995: 224) y donde se encontraban Facundo y Martín Fierro, los disidentes sociales y los perseguidos. Feinmann se animó a patearlas, pero no tanto como para inquirir a esa tradición desde la rebeldía, la exploración de una salida revolucionaria posible o un llamado a la violencia, sino, por el contrario, para interrogarla por el lado de los elementos obturadores que reproducían la dependencia argentina.

Detrás de las lecturas de Feinmann estaba Hegel. Pero se trataba de un hegelianismo sin Hegel, o, al menos, de un hegelianismo que no aceptaba el modo en que el par racionalidad/irracionalidad había sido colocado en las casillas “pueblos históricos” y “pueblos sin historia”. Quería discutir la idea eurocéntrica de pueblos sin historia, esto es, sin legalidad histórica ni racionalidad y por lo mismo impedidos de participar del desarrollo histórico, donde naturalmente se encontraba América Latina, y a la que leía a través de sus repercusiones en el liberalismo argentino de Sarmiento y la célebre antinomia civilización y barbarie. Y a la que también encontraba en el Alberdi que había cuestionado a Sarmiento por no comprender el lugar privilegiado que ocupan los elementos económicos en el proceso histórico. El Alberdi de Feinmann realizaba así una inversión parcial de Sarmiento: si para Sarmiento la civilización estaba en la ciudad y la barbarie en la campaña, para Alberdi “la civilización no está en las ciudades sino en la campaña” (Feinmann, 1970: 39) –y si la inversión era parcial es porque Alberdi no llegó a postular que en la ciudad está la barbarie–, porque “son las campañas las que tienen los puntos de contacto y mancomunidad con la Europa industrial, comercial y marítima, que fue la promotora de la revolución, porque son ellas donde se producen las materias primas, es decir, la riqueza” (Alberdi, en Feinmann, 1970: 39). De modo que si la civilización es algo, es lo económicamente valioso para Europa.

El Martín Fierro, de Hernández, y que la izquierda nacional de Hernández Arregui y Abelardo Ramos había leído como el anti Facundo, no se alejaba de esa perspectiva. Porque si el gaucho de Hernández representaba algo distinto que el de Sarmiento (un producto de su medio, naturaleza y no espíritu), en rigor lo hacía para demostrar su importancia en el proceso económico argentino. La industria pastoril era sinónimo de civilización. Antes que obstáculo del desarrollo, el campo aparecía como su condición de posibilidad en el contexto de la división del trabajo internacional –¿se ven allí las influencias de la tesis de las “ventajas comparativas de Ricardo?–, y el gaucho, como trabajador de la estancia, de la fuente de las riquezas de nuestro país, no podía ser eliminado. Si se quería ser un buen liberal, entonces no había que arrancar al gaucho de la estancia, de su mujer, de su trabajo. Y si demostrar eso era el objetivo de “La ida”, el de “La vuelta” era aconsejar su domesticación. Antes que el libro del pueblo argentino contra la oligarquía, Martín Fierro es el de la lucha entre la burguesía comercial porteña y los sectores ganaderos del litoral, entre intermediarios y productores. No había ahí un anti Facundo.

Feinmann encontraba en Sarmiento, Alberdi y Hernández la expresión ideológica del país como apéndice del imperialismo europeo, a los pensadores que habían planificado nuestra incorporación dependiente a través de la producción primaria para el comercio exterior. Sarmiento, porque a pesar de imaginar “una fuerza oscura, ciega y telúrica que se opone […] la barbarie nativa, ingenua protagonista de una empresa imposible”, quiso creer que “no existe otra vía del desarrollo para el país sino la de su complementación al mercado mundial […] O sea, europeificarse” (1971a: 48). Alberdi, porque pretendió “insertar el propio desarrollo dentro del desarrollo europeo, con lo cual forzosamente terminaba haciendo del desarrollo nacional un medio del desarrollo del imperialismo” (1971b: 23). Y Hernández, finalmente, porque “no alcanzó a sospechar que el comienzo del desarrollo de las relaciones comerciales con los países avanzados constituiría para los países nuevos el comienzo de su proceso de subdesarrollo […] que toda economía de exportación termina por ser una economía débil, deforme, unilateral, monoproductora, monoexportadora y siempre dependiente de mercados exteriores, en los cuales, a causa de su esencial debilidad, nada puede influir” (1970: 48). Todos ellos eran, en definitiva, una “profunda justificación ideológica del expansionismo imperial” (1971a: 45). No se privaba de ubicar en la misma línea al marxismo dogmático y su filosofía de la historia siempre economicista, ese que en América Latina no podía advertir que “toda aplicación mecánica a la realidad de los países periféricos de cualquier teoría progresista elaborada en los países centrales deviene inmediatamente reaccionaria por cuanto el progreso de los países centrales tiene como obligado correlato el atraso de los periféricos” (1971b: 25).

De modo que si había un anti Facundo, podía encontrárselo menos en los libros que en esas fuerzas históricas que, opuestas a las de Sarmiento, Alberdi y Hernández, podían restituirle la racionalidad negada a los pueblos sin historia, a los países dependientes. Feinmann prefirió verlas en el terreno de la praxis social, esto es, en las montoneras, en Quiroga, en Rosas, en Felipe Varela y luego, por supuesto, en el peronismo. Fueron esas fuerzas las que “reivindicando y creando otra civilización, se opusieron y oponen a esa ley luchando por su liberación nacional” (ibídem: 24). Quizás esas resoluciones que encontró Feinmann en su disputa con el liberalismo y el marxismo argentino no le hayan hecho demasiado justicia a su propia lectura de esas tradiciones, en las que podía reconocer ambigüedades y matices, y que era, definitivamente, mucho más sutil que el lugar al que lo arrojaba la historia y la política.

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Las cátedras nacionales declinaron en 1971, cuando un concurso organizado por Alfredo Castellán, interventor de Filosofía y Letras durante la dictadura de Alejandro Lanusse, le otorgó la titularidad de la fundamental materia “Sociología sistemática” a Portantiero y dejó fuera del cargo a O’Farrell y a Carri. Pero la explicación de ese final difícilmente pueda encontrarse solo en esas presiones universitarias, que en rigor tenían más que ver con una legalidad y un profesionalismo que las cátedras nacionales no hacían, sino negar y combatir. Quizá pueda ser mejor entendido a la luz de la resolución de la contradicción principal interna de las cátedras nacionales, esto es, entre docentes y militantes, entre teoría y acción. Si esto es así, entonces podría decirse que el remate se produjo cuando se decidió un definitivo rechazo al “intento de insertarse en el movimiento popular como intelectuales al servicio de la revolución, que rescatan para sí el portar una especialidad técnica que los diferencia de la clase obrera y el pueblo” (O’Farrell et al., 1972: 28). Esa amargura de haber creído en la posibilidad de “inventar teorías” de manera desvinculada con la militancia de base, y que era leída por ellos mismos como su principal limitación política, aparecía sin atenuantes en 1972 en “De base y con Perón. Un documento autocrítico de las excátedras nacionales”.4 Así, para sus animadores, la experiencia de haber sido el “sombrero ideológico de la clase obrera” se había agotado por sí misma, y hacia 1971 la consideraban totalmente cerrada. Sea porque unos prefirieron resolver la contradicción recluyéndose en la práctica política, sea porque otros eligieron escuchar ese llamado a la violencia que estaba en Isidro Velázquez, las indagaciones sobre la dependencia quedarán, a partir de entonces, en estado de abandono.

En 1969, Leonardo Favio estrenaba una película cuyo título, El dependiente, condensaba de manera metafórica y ficcional la palabra que vociferaban los peronistas de izquierda de la época. Narraba la historia de la relación entre el señor Fernández y la señorita Plasini en un pequeño pueblo de provincia y la forma que encontró el señor Fernández para librarse de ese vínculo alienado y oscuro, que no fue otra que el asesinato de ella y el suicidio de él por el mismo acto: la ingesta de una sopa condimentada con veneno. Como habían enseñado los dependentistas en Chile, no había otro modo de superar la dependencia que no sea con el fin de la relación que le daba entidad a las partes. Pero en el film de Favio no había gesta heroica y revolucionaria. Porque la película culminaba con un plano secuencia manual que retrocedía desde el sótano de la ferretería del señor Fernández –en la que había ocurrido el hecho– hacia la planta baja, el exterior y la plaza de enfrente hasta desaparecer. En esa plaza, el pueblo participaba de alguna festividad mientras se precipitaba el fin de la relación dependiente. A nadie le importó.

A comienzos de los años noventa, cuando publicó Los silencios y las voces en América Latina, libro que se quería una continuación y profundización de lo mucho que se había pensado en el interior de las cátedras nacionales, Argumedo escribió: “Nos seducían las articulaciones de las biografías con los procesos de la historia, ignorando la contundencia que tendrían los procesos de la historia sobre nuestras biografías” (2004: 8). Tal vez, como conjura de ese final de El dependiente, Argumedo dedicaba el libro al recuerdo de sus compañeros y de una época en la que se decían “todos somos peronistas”.

No es fácil volver sobre una experiencia universitaria de quienes pagaron con su vida por pensar lo que pensaron. Equivocados o no, fueron derrotados por una época que devoró sus escritos. Otras fuerzas habían triunfado. Quizá por eso hoy los vemos amarillentos y desvencijados, escurridizos por inactuales. ¿Cómo arrancarle algo al tiempo que se fue sin producir con ello una gestualidad melancólica? Si los pensamos como herramientas teóricas, seguramente no sirvan para pensar nuestro presente. Pero no es ese el único camino posible. También se los puede inquirir por su valor histórico. Y si consideramos que el pasado no ha pasado, que algo de todo eso sigue vivo en nuestras tradiciones, acaso así puedan venir a decirnos otras cosas.

Bibliografía

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Terán, Oscar (2013 [1991]). Nuestros años sesentas. La formación de la nueva izquierda intelectual argentina. Buenos Aires: Siglo XXI.


1 Investigador del CONICET, con sede en el IDH-UNGS.

2 O’Farrell había sido sacerdote y formaba parte del equipo pastoral popular junto con Lucio Gera, Rafael Tello y Gerardo Farrel, entre otros. Era titular de la materia obligatoria “Sociología sistemática” y dictaba clases en las cátedras de “Estratificación, poder, alienación, conflicto y teoría de la organización”, “Problemas de sistemática” y “Estado y nación”. En 1969 fue designado como director de la carrera de Sociología.

3 Tomamos 1968 como año de inicio siguiendo “De base y con Perón. Un documento autocrítico de las excátedras nacionales”, firmado por la mayoría de sus protagonistas, y donde se dice que “En 1967 y 1968 ingresamos a ocupar cátedras abandonadas por el renuncionismo, pero hasta fines de 1968 no se formuló una línea política coherente y nuestra aparición era casi exclusivamente individual” (O’Farrell et al., 1972: 28).

4 El documento, que fue firmado por O’Farrell, Gutiérrez, Olsson, Carpio, Wilner, Carri, Pecoraro, Checa, Sasá Altaraz, Marta Neuman y Néstor Momeño, no tuvo la colaboración de González, Argumedo y Cárdenas.