Rodrigo López1
En los últimos años, el debate monetario se ha visto animado por la irrupción de la teoría monetaria moderna (en adelante, TMM), una corriente teórica que aborda los temas relativos al dinero desde una perspectiva heterodoxa, nutriéndose del cartalismo, las finanzas funcionales y el paradigma minskiano de las crisis financieras (Águila, 2019). Entre las tesis más provocadoras, o disruptivas para la ortodoxia, este cuerpo teórico concibe el dinero como criatura del Estado, adhiere al enfoque del dinero endógeno –en el que su cantidad es determinada por el mercado–, justifica el financiamiento ilimitado del déficit público con emisión y pregona la mayor regulación macroprudencial de los bancos. Sin duda, la TMM se ha beneficiado de un momento histórico más receptivo a dichas ideas, en particular en los Estados Unidos (Crespo et al., 2021; Cibils, 2019).2 El último impulso lo ha cobrado durante la pandemia de covid-19, cuando los Estados se vieron obligados a desplegar políticas expansivas. La inflación posterior motivó una nueva contraofensiva de sus detractores.
La nueva controversia del dinero es verdaderamente auspiciosa. Constituye una sorpresa en el campo de la economía política que las ideas de la TMM hayan tenido la oportunidad de disputar el espacio del saber en el mundo de las finanzas, históricamente gobernado por la ortodoxia monetaria. Dicha ola irradiada del centro cíclico del pensamiento económico angloparlante llevó a preguntarse con precaución si era posible pensar la TMM para los países en desarrollo, dadas algunas particularidades bien apuntadas como la restricción externa (Pérez Caldentey y Vernengo, 2020) y el no ser el país emisor de la unidad de cuenta mundial, como lo es Estados Unidos (Crespo et al, 2021).
Nuestro país presenta una ventaja epistemológica –al parecer poco conocida– para pensar la TMM, y es el hecho de contar con una cantidad y calidad de autores argentinos que a lo largo de los dos siglos de historia nacional han venido pregonando ideas similares. En definitiva, la TMM tampoco es tan moderna (salvo que la refiramos a “la modernidad”). Muchas de sus ideas pueden rastrearse en antiguos debates en los orígenes de la economía política, desde John Law hasta los antibullionistas de las primeras décadas del siglo XIX; Georg Friedrich Knapp y John Maynard Keynes, de las primeras décadas del siglo XX; y Abba Lerner y Hyman Minsky, de la segunda posguerra. La versión actual de la TMM ya tiene un cuarto de siglo, basada en el neocartalismo de Randall Wray, el enfoque de balances sectoriales de Wynne Godley, el empuje del Instituto Levy y la simpatía del Partido Demócrata.
Descubriremos que un recorrido similar puede hacerse en la historia del pensamiento económico argentino. Desde sus orígenes, el pensamiento económico rioplatense se ha destacado en el área monetaria. Mientras otros temas mercantiles discurrieron a través de polémicas en ámbitos políticos, parlamentarios y periodísticos, como las disputas entre proteccionismo y librecambio, o el reparto de los ingresos aduaneros, los temas monetarios parecen haber exigido disputarse en el terreno teórico.
Instituciones como la moneda y los bancos requirieron atravesar experiencias desafiantes mientras se transitaba por la consolidación de las fronteras internacionales y la cohesión política dentro del territorio. Esas transformaciones fueron impulsadas con análisis, propuestas y debates por parte de sus principales interesados. Ya en el siglo XX, con la maduración del saber académico, los estudios monetarios alcanzaron mayor formalización y llegaron a generar una simbiosis con la autoridad monetaria.3
Cabe destacar que no se trata de autores menores o marginales, sino de los principales economistas teóricos de cada etapa de la vida nacional: Manuel Belgrano en la Revolución y la Independencia; Mariano Fragueiro durante las guerras civiles y la Confederación Argentina; Juan Bautista Alberdi de aquella Confederación a la llamada Organización Nacional; Silvio Gesell y José A. Terry en la República Conservadora; Alejandro Bunge desde la primera posguerra hasta la década infame; Raúl Prebisch de esa misma posguerra hasta la recuperación de la democracia; y Julio H. G. Olivera desde la segunda posguerra hasta el comienzo del gobierno de Macri. A pesar de pertenecer a distintos momentos históricos, comparten el haberse alejado de las explicaciones habituales de la ortodoxia del momento. Así, construyeron un pensamiento original, producto de la observación de la economía argentina.
Una primera aproximación sistemática a las ideas monetarias de estos autores argentinos –que podríamos llamar, graciosamente, la teoría monetaria nacional (en adelante, TMN)–, reviste los siguientes elementos: cartalismo, dinero pasivo (endógeno), crítica a la teoría cuantitativa del dinero, imposibilidad ontológica del dinero como medida invariante del valor, teoría no monetaria de la inflación, devaluaciones contractivas y no neutralidad del dinero a través del canal de la tasa de interés. La mayoría de las ideas de la TMM ya estaban planteadas en la TMN, circulando como emisiones clandestinas, sin el sello académico consagratorio. A continuación, se presentan con un poco más de detalle aquellos elementos que pueden sintetizar el pensamiento monetario nacional, mediante los aportes teóricos más originales que se acuñaron en nuestro país.
Respecto a la naturaleza del dinero, existen dos corrientes principales: una sostiene que el dinero es producto del mercado, y el sector privado, en su práctica, define qué se usa como dinero; y otra corriente que concibe el dinero como un producto del Estado, y es este quien define qué activo es el que se utilizará para tal fin. Ambas corrientes han tratado de buscar los fundamentos en la historia de la humanidad. La teoría del dinero cartal está asociada a obras de las primeras décadas del siglo XX a través de autores como George Knapp, Alfred Innes y John Keynes. Sin embargo, se pueden rastrear antecedentes de mucho tiempo atrás, sobre todo en autores que además de teorizar impulsaron ciertas reformas, como John Law. El argumento principal por el cual el dinero de papel emitido por el Estado puede circular radica en la exigencia del pago de impuestos en dicha moneda, y el correspondiente gasto del Estado, también en esa moneda; ambas entrañan una actitud coercitiva.4
En nuestro país, el cartalismo también aparece ligado a reformas concretas en momentos de cierta urgencia, como durante las guerras de independencia y las guerras civiles.5 Cuando el Gral. José de San Martin liberó Lima y fue ungido Protector del Perú dispuso la creación de un banco nacional que emitiera billetes sin respaldo. Para que la medida sea mejor comprendida mandó a reeditar el libro de José Alonso Ortíz,6 Moneda-papel y crédito público, impreso en Madrid en la Imprenta Real en 1796, con algunos agregados para el proyecto en cuestión, y convocó a que se conformara una comisión de expertos para que justificaran la emisión sin respaldo. La comisión rastreó citas a favor del proyecto en Genovesi, Sinclair, el barón de Baring, Smith, Destutt de Tracy, Ricardo, Necker y Cabarrús (Estévez y Elia, 1961), y concluyó que el aumento del medio circulante producía mayor comercio, trabajo e ingresos, lo que podía conseguirse mediante un sistema de papel moneda puesto en circulación y, al dinamizar el mercado, los particulares podrían pagar impuestos sin problemas.
Otra defensa importante del cartalismo en nuestro país estuvo a cargo del cordobés Mariano Fragueiro, quien diferenciaba las mercancías del dinero, ya que las primeras estaban expuestas al examen del material que las componían por parte del aspirante a poseerlas. Aquel que está por recibir oro o plata se asegurará de confirmar la autenticidad del metal y su peso. Pero si va a recibir moneda, “me libro ciegamente a la fe del Gobierno que la ha emitido”. El que recibe la moneda tiene fe en la promesa del que la emite. Si hay que usar la balanza, deja de ser moneda y pasa a ser mercancía. Fragueiro criticó a Jean-Baptiste Say: “Los economistas, incluso Say, que definiendo la moneda la han llamado mercancía, no han comprendido la esencia”. El sello público es lo que las transforma en moneda, asegura su contenido y hace inútil la inspección y examen de ellas: “las saca de la esfera de mercancía y las eleva a la de moneda”. Para Fragueiro, “la mercancía es un producto del individuo; la moneda lo es del soberano”. Estos argumentos se basan en la confianza, la garantía pública por encima de la privada, siempre incierta, ya sea por la paradoja de que los Estados pueden violar las leyes mercantiles para hacerse de los recursos a la hora de pagar una deuda (el argumento del pago de impuestos) o por la finitud de la vida de las personas contra la continuidad de los Estados. Estos argumentos los extrapoló también al dinero bancario, pues el depósito y la emisión dependen de la confianza en la promesa del establecimiento que asegura la realidad del valor para verificar el pago. Al tratarse de un valor que no se ve ni se puede examinar, el único que puede responder a esa exigencia es el soberano.
Silvio Gesell también caracterizó el dinero como criatura del Estado. Identificó que aquel limitante que significaba la necesidad de hallazgo de oro para aumentar la oferta de dinero fue transformado en imposibilidad legal por parte del Estado al prohibir la producción a los particulares, en el mismo movimiento en que él introduce su dinero estatal por coacción. Ese monopolio estatal en la producción de dinero implica que no tenga sustituto.7 Según Gesell, el dinero no es una mercancía, a diferencia de esta no tiene otra utilidad más que ser cambiado, y no existe la posibilidad de no usar el dinero que se me ofrece. El cartalismo de Gesell trasciende el mero éxito en forzar la circulación del dinero. Esa obligación de tener que aceptar dinero estatal para pagarle los impuestos al Estado no solo crea y sostiene el medio de pago, sino también la propia división del trabajo, que tanto entusiasmo había despertado desde Adam Smith. El liberalismo creyó ver allí una mano invisible del mercado, cuando se trataba de la mano manchada con tinta del Estado emitiendo medios de pago.
Julio H. G. Olivera identificó las dos posiciones teóricas sobre el génesis y el fundamento del dinero. El uso voluntario lo vinculó con la concepción política del contrato social. A esta “teoría convencional del dinero” le criticó haber incurrido en una “innecesaria ficción” al señalar su origen en una aceptación contractual de los partícipes antes que en una paulatina formación de hábitos sociales (1976: 12).8 Si bien es más cercano a la posición de Knapp (1924), a la que considera “la versión moderna y más célebre de la teoría estatal”, y a Keynes, autores que destacaron la función del dinero como medio de pago (distinto al medio de cambio), les reprocha “el absolutizar el momento jurídico del dinero y por haber reducido el momento jurídico a solo las normas dictadas por el Estado”. Para Olivera, también era importante lo jurídico convencional, lo consuetudinario, para la creación del dinero. También le corrigió a Knapp que no todo medio de pago es dinero. Pago es el cumplimiento de toda obligación, la cual puede ser exigida en algo distinto a sumas de dinero, o incluso puede tratarse de “obligaciones de hacer, o de no hacer”. Olivera le objeta que el dinero como medio de pago presupone el concepto de dinero.
Otro elemento a tener en cuenta es preguntarse qué representa el dinero: si debe guardar una proporción con las mercancías y si como unidad de medida debería tener un valor invariante. Muchas consecuencias de política se desprenden de estos interrogantes. Las posiciones más ortodoxas se aferran a la teoría cuantitativa del dinero, según la cual este debe representar el valor de las mercancías en circulación, atendiendo a una velocidad del dinero más o menos constante.
La vinculación entre Europa y el nuevo nundo fundió la historia monetaria con la teoría monetaria. Aquella entrada de metales preciosos desde el continente americano dio origen también a la teoría cuantitativa del dinero, al tratar de explicar la inflación española de los siglos XVI y XVII. En ese mundo invertido que es América, la teoría cuantitativa implicaba que la salida de metales sumía al continente en la deflación y el estancamiento crónico, como observaron los escolásticos tardíos indianos (Popescu, 1986). La teoría cuantitativa hispanoamericana admite lecturas que no van de la cantidad de dinero a los precios, sino al nivel de actividad vía tasa de interés (Fanelli, 1982).
La pérdida de valor de la moneda metálica es otra característica advertida desde el período colonial. El abuso del limado de los contornos de las monedas o el simple desgaste obligó a que se las pesara, y así se pasó a llamarlas “peso”. Es una moneda que pierde su condición de tal cada vez que es tomada por su cantidad de metal y no por su nominalidad consagrada con el sello del soberano. No es lo mismo una moneda de metal que un pedazo de metal con forma de moneda. Olivera concuerda con Knapp en que en el autohylismo (de “hyle”, materia) aun no puede llamarse dinero, porque –como vimos con Fragueiro– se necesita una balanza, ya que la unidad de valor se define materialmente (se está obligado a pagar tantos quintales de trigo o tantos kilos de plata). Pero cuando la unidad de valor tiende a transformarse en un ente abstracto independiente de una materia determinada, se pasa a lo opuesto del autohylismo, que es el cartalismo antes visto, ligado a la acuñación de las monedas metálicas. Empezó como certificación de la cantidad y calidad del metal contenido, pero el simple desgaste ya ponía en cuestión la nominalidad. Su valor como medio de pago es el valor “proclamado” por el emisor. Olivera, siguiendo a Knapp, dice que tiene valor proclamatorio.
Manuel Belgrano, como editor del Correo de Comercio, presentó diversos reparos al cumplimiento de la teoría cuantitativa. En cuanto a la circulación del dinero, distinguía dos tipos: una natural y otra compuesta. La circulación natural es la que permite un intercambio perfecto entre dinero y mercancías; ella implicaba “que todos los hombres son ocupados por cualquier trabajo”. Este requisito keynesiano aparece en Belgrano más de una vez. Su análisis no contiene un mecanismo directo de la cantidad de dinero sobre los precios. Para saber el verdadero efecto de un aumento en la cantidad de dinero, señaló la capacidad ociosa y el desempleo.
Para Belgrano, el primer efecto del aumento de la cantidad de dinero no es elevar los precios, sino aumentar la concurrencia de mercancías. Es notable cómo distingue lo “momentáneo” de lo “permanente” y dice: “Si esta multiplicación es inmensa y súbita, es evidente que las mercaderías no pueden multiplicarse en la misma proporción”. Pero si era moderada y lenta, pasaba a animar el comercio.
Por su parte, Fragueiro no asociaba el dinero con las mercancías en circulación, como prescribe la teoría cuantitativa, sino que importaba la “futurizacion”, el dinero representando las mercancías que aún no se habían producido. Ello denota un atributo de adelanto del dinero, el dinero como crédito hacia una producción que está por venir, y que lo hará gracias al dinero adelantado.
Silvio Gesell cuestionó las rigideces de la teoría cuantitativa y del patrón oro, en especial por la experiencia argentina de la caja de conversión, que al restringir la emisión provocó una deflación que profundizó la crisis económica. El corazón de toda su obra radica en haber identificado una diferencia dinámica entre el valor de las mercancías y el dinero. La exposición de las mercancías al paso del tiempo, a su merma y costos de guarda acarrean una pérdida de valor que se traduce en una urgencia por concretar su venta. En cambio, el dinero corre con la ventaja de no sufrir degradación por el paso del tiempo, primero por ser de metal resistente como el oro, y después, al volverse cartal, por haber trasladado tal atributo en la acuñación, con la nominalidad estampada en una moneda. La impresión de billetes lleva esta propiedad al extremo al haberse reducido el soporte físico a un pequeño papelito con valor intrínseco despreciable. Pero lo peor no es la pérdida del autohylismo, sino que el valor impreso no puede ser modificado.9 Para los economistas clásicos, la necesidad de una medida invariante del valor parecía una necesidad insoslayable y el dinero era neutral, apenas un velo que había que correr del análisis.10 En Walras toma el lugar fantasmagórico de un numerario matemático, como escala para medir todas las mercancías. Alejandro Bunge, en La falacia de la moneda como unidad constante de valor, sostiene que la búsqueda de una medida invariante de valor era sencillamente una “quimera”, una “ficción jurídica”. El dinero solo podía tener un valor estable en un lugar acotado y durante un espacio de tiempo corto.
Algunos han creído que las oscilaciones de “nuestra” moneda se salvaban refiriéndose a una moneda considerada “estable”, como el dólar o la libra, o bien, lo que es más aceptable, al “oro” mercancía. Ni aún hoy se ha desvanecido esa suposición (1984: 335-336).
A todos afecta, en distinta forma, la curiosa ficción jurídica que atribuye a la moneda las funciones de unidad constate de valor (ibídem: 325).
Para Bunge, las variaciones de una moneda podían tener lugar respecto a su poder de compra interno o respecto a otras monedas,11 siendo ambas variaciones independientes, al menos hasta cierto nivel. Estas variaciones del valor de la moneda traían aparejados diversos problemas, entre ellos el de las deudas, ya que no era honesto que el deudor devolviera la misma suma nominal si con eso se tenía menos poder de compra. El solo hecho de contratar en moneda era especular. Al hacerlo en buena fe se debía adoptar como referencia una unidad de valor “no monetaria”,12 lo cual al propio Bunge le parecía “paradojal”: “Algo como una balanza, ya sea gramo de oro o el gramo o kilogramo de trigo, o de varios productos combinados, o alguna medida tecnológica, o un índice más o menos general de precios” (ibídem: 328-329).
Bunge se pregunta: ¿puede adoptarse una unidad constante de valor?, ¿puede esa unidad medir “valor” como un metro mide longitud o como un litro mide capacidad? Parece evidente que no. Se trata aquí del “valor de cambio”, de aquello para lo cual cualquier moneda, en una región no muy extensa y en un período de tiempo corto, es casi una perfecta unidad de valor. Por tanto, más que de una “moneda invariante” se trata de crear una “moneda estable”13 que permita conocer en cualquier momento la variación sufrida por una moneda en su poder de compra, con relación al que tenía en un momento dado, y hacer posible y legal la equitativa “corrección” monetaria.14
Para la ortodoxia, la inflación es siempre un fenómeno originado por un exceso de emisión de dinero, asumiendo la velocidad de circulación del dinero constante, y una economía que alcanza rápidamente el pleno empleo.15 Como vimos, en nuestro país la teoría cuantitativa fue cuestionada en distintas épocas. Con relación a la inflación, Belgrano fue muy cuidadoso al señalar dos tipos de aumento de precios: uno natural y saludable, y el otro forzado y peligroso. No toda inflación era de por sí mala para la economía. Autores posteriores como Gesell y Bunge, al igual que Keynes, resaltarán como más peligrosa la deflación, porque los nuevos precios más bajos quiebran a los productores, lo que puede generar contagios a través de los bancos al no poder pagar los créditos contratados.
La corriente ortodoxa explica la emisión como una acción deliberada del gobierno para cubrir sus déficits fiscales. En 1844, Fragueiro respondió a las críticas sobre la responsabilidad del Banco de Buenos Aires en la depreciación de la moneda de la misma manera que los autores antibullionistas en el debate monetario británico durante el primer cuarto del siglo XIX. Según Fragueiro, la depreciación del billete no se debió al aumento de su emisión, pues “este es un efecto de mil distintas causas que han afectado tanto a la moneda cuanto a todos los valores reales”. Al igual que los antibullionistas, Fragueiro señala razones del lado real, no monetario: “Por cualquier motivo que las propiedades y mercaderías cesasen de moverse en el mercado, por lo mismo la moneda valdría menos, pues le faltaban objetos en que convertirse” (2021: 149).
Los autores que más se ocuparon de esta relación fueron los estructuralistas latinoamericanos de las décadas del sesenta y setenta. La figura más destacada en los abordajes teóricos sobre la inflación fue Julio Olivera, quien formalizó el concepto de la “inflación no monetaria” (negación como el “no monetario” de Bunge). Olivera comienza su artículo señero diciendo que la inflación es un fenómeno monetario –rebajando ese argumento ortodoxo al nivel de la tautología–, pero agrega que ello no quiere decir que sus causas también fueran monetarias.
Por cuanto entraña esencialmente un deterioro del valor del dinero, la inflación es en sí un fenómeno monetario. Al hablar de teorías monetarias y no monetarias de la inflación aludimos, pues, no a la naturaleza del fenómeno, sino a las causas que lo producen (2010: 27).
Olivera no descarta la posibilidad de una inflación con causas monetarias, pero ofrece una explicación teórica más verosímil, o, mejor dicho, con mayor poder explicativo por requerir menores condiciones. Ante cualquier variación de precios relativos (ámbito consagrado por la microeconomía neoclásica como el lado real, y por ende el verdaderamente importante), deben esperarse consecuencias en los precios nominales, es decir, en la inflación.
A diferencia de la teoría ortodoxa (a la que Olivera le baja el precio con elegancia llamándola “el modelo tradicional”) –que implica “un aumento equiproporcional de los precios en dinero de todas las mercancías”–, en la explicación no monetaria en vez de ocuparse del volumen global de la oferta y la demanda se inmiscuye en la estructura o composición de esa oferta y esa demanda (como los estructuralistas), poniendo el foco en los precios relativos. Siguiendo a Olivera, “en toda economía monetaria la variación de los precios relativos se efectúa por medio de la variación de los precios en dinero”. Dado que supone precios en dinero relativamente inflexibles en sentido ascendente o descendente, la variación de los precios relativos, sea cual fuere su causa y dirección, “solo puede realizarse mediante un movimiento del nivel general de los precios en sentido opuesto al de menor flexibilidad”. De hecho, es suficiente que su flexibilidad en el sentido descendente sea menor que en el ascendente.
El cambio de los precios relativos, garantizado sobre todo en economías en desarrollo como la Argentina, sumado a la inflexibilidad relativa descendente de los precios en dinero, hace que aquellos cambios de precios relativos se traduzcan en un aumento continuo de los precios en dinero.16
Respecto a la relación entre la inflación y el déficit fiscal, el aporte de Olivera radicó en señalar que, bajo un entorno de alta inflación, los Estados experimentan una merma en la recaudación real debido a los rezagos fiscales,17 ya sea porque los impuestos recaudados en cada período fiscal se calculan según los valores monetarios del período precedente, o porque los precios que paga el Estado en el mercado son más flexibles que los precios de los servicios públicos.
En los últimos años parece haberse alcanzado un curioso consenso en la profesión, y es raro encontrar economistas teóricos o banquistas centrales que postulen la exogeneidad del dinero, es decir que entra como dato en el sistema económico (De Lucchi, 2012). En nuestro país, la endogeneidad del dinero aparece a mediados del siglo XIX en las obras de Mariano Fragueiro. En varios pasajes, este autor advierte que no es posible ni deseable la emisión por fuera de las necesidades del mercado. Fragueiro apela a la idea de futurización antes vista. La actividad económica está volcada hacia el futuro, a lo que está por venir. En ese sentido se trata de un abordaje muy moderno.18
Gesell también advirtió que la cantidad de dinero no puede controlarse por la autoridad monetaria. A los emisionistas les adjudica “ingenuidad infantil” y vanidad por pretender ajustar a voluntad y exactamente la demanda de dinero a la oferta de mercancías. Para Gesell, el error de los emisionistas era considerar como sinónimos la existencia de dinero y la oferta de dinero. Por más que la autoridad monetaria intente inyectar nuevas sumas de dinero, la cantidad que circula la determinan los poseedores del dinero, quienes pueden retirarlo a voluntad o hacerlo aparecer de golpe, por lo que es una fuente de inestabilidad.
Olivera, como académico, encontró una definición más precisa. Al dinero endógeno lo llamó dinero pasivo.19 Hablar de endogeneidad tiene una carga definitiva, irreversible, como un componente sistémico. En cambio, en la expresión dinero pasivo, además de contar con ese atributo asociado a la endogeneidad, no implica una necesidad sistémica, absoluta. Olivera admite que hay momentos históricos en los que el dinero puede pasar de activo a pasivo, y viceversa. No se trata de transformaciones de largo plazo, sino que pueden darse de forma inmediata a través de un cambio regulatorio. Claro que esos cambios no dependen del humor de unos burócratas, sino que obedecen a momentos históricos que implican un cambio en la determinación de ciertas variables, por ejemplo en las economías modernas con sindicatos desarrollados en las que el peso de los salarios cobra mayor relevancia. En la tradición marxista rioplatense, ya Germán Avé Lallemant señalaba en nuestro país la relación estrecha entra la necesidad de liquidez y el pago de salarios.
En Prebisch, el dinero pasivo aparece en sus primeras obras, en las que analiza el efecto del balance de pagos sobre la emisión, en especial bajo la caja de conversión, que es un clásico esquema de dinero endógeno. En esa concepción cabría sumar otros autores que realizaron un abordaje similar al de Prebisch: Juan Bautista Alberdi y José A. Terry. Alberdi, en sus obras póstumas, incorpora de manera atenta y temprana los ciclos de Juglar, para ensayar una explicación sobre la base del endeudamiento externo especulativo, que desencadena una expansión artificial –pública y privada–, con expansión de la emisión y el crédito que no puede sostenerse cuando los capitales deciden emigrar. José Terry, tres veces ministro de Hacienda, analizó de manera crítica las crisis financieras de las décadas del ochenta y noventa, con un enfoque también basado en Juglar. Su descripción de los ciclos se asemeja a la del keynesiano Charles Kindleberger: se pasa de la euforia al pánico, magnificado por un comportamiento procíclico de los bancos. También destacó las consecuencias de la deflación sobre la capacidad de pago de las deudas, de forma parecida a lo que harían Bunge y Keynes en la década del veinte del siglo XX. Años después, ya en la década del cuarenta, Prebisch volvió a mostrar a nivel microeconómico la necesidad de dinero para sostener el capital corriente que demanda un proceso productivo en el tiempo.
La corriente ortodoxa concibe las devaluaciones como expansivas de la actividad productiva. De hecho, desde la primera posguerra mundial, en los ámbitos internacionales se trató siempre de condenar o evitar la guerra de devaluaciones bajo el concepto de que se estaría empobreciendo a otro país. Pero en la tradición argentina, los autores académicos después de la segunda posguerra mundial han identificado que las devaluaciones en nuestro país eran contractivas. Entre ellos puede nombrarse a Carlos Díaz Alejandro, Aldo Ferrer, Marcelo Diamand y Oscar Braun. Para tomar a un autor especializado en teoría monetaria, solo haremos referencia a Miguel Sidrauski. A diferencia de los demás autores que explicaron la recesión por los efectos regresivos en los salarios reales al incrementarse el precio en moneda local de los bienes exportables, es decir, los alimentos, Sidrauski puso el foco en la política monetaria contractiva que siguió a las devaluaciones. En su opinión, “el temor a la inflación por parte del banco central puede llevarlo a aumentar en menos de lo necesario la cantidad de dinero, provocando una caída del ingreso real” (1968: 103). Una devaluación en una economía inflacionaria debe complementarse con “un sustancial aumento de la cantidad nominal de dinero, si se quiere evitar el desempleo” (ídem). Donde los ortodoxos veían una devaluación expansiva, los estructuralistas veían una deva constrictor que se comió un elefante blanco del desarrollo.
Algunas corrientes poskeynesianas sostienen que la tasa de interés es irrelevante, pues en definitiva el costo financiero se descarga en el precio final, y la demanda pagará la cuenta, y ese es un problema distributivo y, en dicha tradición, exógeno. Los escolásticos fueron los iniciadores de la teoría del interés. El interés es un precio pagado por el uso de dinero, el cual, al igual que otra mercancía, se consume en el acto de ser usada. Por tanto, cobrar por su uso sería cobrar por algo que no existe. Por eso, la usura estaba condenada por ser contraria a la justicia conmutativa. Con el tiempo, fue permitiendo el cobro de interés en algunos casos, por ejemplo, en la mora y por el lucro cesante.
En Belgrano, la tasa de interés cumple un rol protagónico en todo el sistema económico. A lo largo de los artículos publicados en el Correo de Comercio, aparece explicando, desde el éxito de la revolución agrícola en Inglaterra, la producción en general, y las crisis por el retiro de dinero, si no es tentado por la retribución del interés. También aparece en la relación entre dos países, en la que el comercio entre ambos no se equilibra por el mecanismo de flujo-especie de Hume debido a que la tasa de interés se eleva en el país deficitario, y eso hace aún más difícil para la producción revertir su situación. El país puede quedar atrapado en una deuda externa crónica por el peso del interés.
Fragueiro veía en la tasa de interés un límite para el desarrollo de las fuerzas productivas. Sobre todo, condenó la especulación de los sobregiros que se hacían con los capitales, lo que impedía que estos estuvieran disponibles para la inversión productiva. Su propuesta de organización del crédito desde el Estado tenía que ver con abaratar el costo del financiamiento productivo.
Gesell creyó ver en la tasa de interés el problema principal para liberar las fuerzas productivas. Su reforma terminó recayendo en actuar sobre la tasa de interés, al punto de llevarla al terreno negativo en términos nominales. Su enfoque resultó revelador para Keynes a la hora de escribir La teoría general de la ocupación, el interés y el dinero.20 Gesell criticó las principales corrientes que se habían ocupado del interés (la teoría utilitaria, la teoría fructífera, la teoría de la explotación y la teoría de la abstinencia) por no haber captado que el interés es un fenómeno monetario; surge de las propiedades especiales del dinero. No es el interés de un crédito, sino el que opera sigilosamente en el intercambio de mercancías. La financiación esconde este “interés básico”. El interés no sale del equilibrio entre ahorro e inversión, sino que tiene su origen en el intercambio de mercancías por dinero. A diferencia de Keynes, en Gesell no hay una explicación psicologisista sobre el futuro de la tasa de interés.
Hemos identificado un cúmulo de ideas sobre pensamiento monetario que estaban dispersas en una cantidad de autores a lo largo de nuestra historia. Ofrecimos un ordenamiento siguiendo los cánones habituales con los que la disciplina caracteriza el pensamiento monetario. Las conclusiones arrojaron una cercanía con los planteos generales de la TMM, y para resaltar tal similitud nos permitimos llamar a la nuestra TMN. Pero cabe aclarar que no se trata de una excepcionalidad de los pensadores argentinos.21 Es muy probable que haciendo el mismo ejercicio en la mayoría de los países del mundo encontremos pensadores locales que hayan tenido que defender la aparición de su moneda nacional, de sus primeros bancos, de justificar políticas monetarias expansivas, etc.
El campo de la economía política tiene una predominancia anglosajona abrumadora. Desde David Ricardo a nuestros días, la economía política dominante solo se animó a cruzar de Londres a Chicago (siguiendo el cambio de centro cíclico). La mayor controversia que hizo temblar la ciencia fue una disputa geográfica entre “los dos Cambridge”, un juego de ajedrez por correspondencia que se presentó como una suerte de guerra civil en la economía política. La TMM es la primera avanzada exitosa desde aquella controversia del capital. Esta nueva controversia del dinero llegó más lejos, al campamento monetarista, y los agarró desprevenidos. Es esperable que el imperio de las finanzas reestablezca su orden, ya lo empezó a hacer decretando el fin del dinero barato. Pero la TMM ya ha dejado su cuño.
Sobre nuestra TMN, resta contestar algunos interrogantes. Es probable que la recurrente aparición de ideas similares por autores disímiles a lo largo de nuestra historia encuentre una razón subyacente en la propia economía nacional y su inserción internacional. Una pista podría ser la restricción externa como fuente de inestabilidad de la moneda nacional. La fortaleza de tal hipótesis para dilucidar los aspectos estrictamente monetarios y crediticios amerita investigaciones futuras. También sería necesario superar la etapa de los abordajes biográficos de los autores y de la mirada testimonial de sus obras para dar el salto a una mayor abstracción teórica, de manera que permita una mejor caracterización y formalización de la TMN. Así, la historia del pensamiento económico nacional como disciplina podrá contribuir con autoridad ante los extraviados planteos de teoría monetaria que amenazan el futuro de nuestra sociedad. Una dolarización requiere la circulación previa de una ideología que plantee la convertibilidad del pensamiento económico, un falso “uno a uno” entre nuestra realidad y la del país hegemónico.
Ante esta suerte de ley de Gresham epistemológica en que la teoría monetaria mala desplaza a la buena, es preciso sacar la historia del pensamiento económico nacional de la pulsión coleccionista de los círculos de eruditos que atesoran para sí las ideas más valiosas “sin circular”. Se requerirá dinamizar esos pequeños clubes del trueque del pensamiento económico que se hayan dispersos en ámbitos académicos, organizando encuentros y, sobre todo, dándole a la maquinita de escribir. Es preciso emitir nuestros pensamientos, resellar aquellas ideas que fueron retiradas en el pasado, darles un nuevo valor y ponerlas otra vez en circulación.
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1 FCE-UBA, FSOC-UBA y UNQ.
2 Ello podría cambiar, si no lo ha hecho ya, con la política actual de suba de tasas de la Reserva Federal, lo que sentaría el fin de la etapa del dinero barato.
3 Raúl Prebisch y Julio H. G. Olivera son posiblemente los dos teóricos argentinos más distinguidos en la profesión. Uno creó el Banco Central de la República Argentina en la década del treinta; y el otro, su instituto de investigaciones en la década del sesenta, respectivamente.
4 Por cierto, no hace falta que esta se efectivice porque los agentes descubren la certeza con que el dinero es recibido, no solo por el recaudador de impuestos, sino por otros agentes del mercado, ya que estos también deben pagar impuestos.
5 En el nuevo mundo, la vinculación entre violencia y moneda se acuñó en sus orígenes. Los sucesos iniciales de la historia monetaria en Perú fueron el rescate en oro y plata de Atahualpa y el saqueo de Cuzco. En México, la Casa de la Moneda fue instalada en la propia casa de Hernán Cortéz.
6 Traductor de La riqueza de las naciones, de Adam Smith.
7 Keynes le critica a Gesell que no vio la preferencia por la liquidez, y que no advirtió que el dinero tendría “gran cantidad de sucedáneos que le pisarían los talones” (dinero bancario, deudas a la vista, y así sucesivamente) (1994: 316). Gesell no desconocía que la moneda tenía sustitutos, pero los juzgaba impracticables a la escala de las sociedades modernas.
8 A lo que podríamos agregar que esa paulatina formación de hábitos puede haber sido moldeada por una también paulatina coerción estatal.
9 De ahí que las propuestas de Gesell buscarán corregir esa diferencia entre el valor de las mercancías y el dinero. Una manera fue proponer el dinero perecedero o sellado (para bajarlo al nivel de las mercancías), lo que requería comprar y pegar al dorso unas etiquetas para que el valor representado en el billete se mantuviera vigente. Otra manera fue ofrecer un índice de precios para corregir los montos nominales. En La cuestión monetaria argentina (1898) muestra una política monetaria activa, adelantándose a la política monetaria moderna.
10 No fue tan sencillo correrlo; el propio Ricardo se vio involucrado en los debates ingleses sobre el bullion.
11 Bunge menciona la devaluación de Solon del año 591 antes de Cristo.
12 Expresión que luego utilizará Julio H. H. G. Olivera.
13 Hoy se habla de las stablecoins.
14 Bunge ofrece aplicar un coeficiente de corrección elaborado según un índice general de precios formado con base 100 en el año en el que se dictara la ley. Su propuesta fue considerada en la II Conferencia Financiera Panamericana de 1920 junto con la de Irving Fisher.
15 Este pleno empleo hay que tomarlo en el sentido ortodoxo, en el cual los mercados se vacían al nuevo precio de equilibrio, incluso el de trabajo, es decir que no existe el desempleo involuntario.
16 Tal es el enredo perverso de este efecto que no es reversible, pues “el retorno a las relaciones de precios originarias no anula el aumento del nivel de precios ocasionado por su alteración. Antes bien, el restablecimiento de la situación primitiva causa un efecto inflacionario adicional que deprime más aún el valor del dinero” (Olivera, 2010: 32).
17 Aquí Olivera cita al Keynes del Breve tratado de reforma monetaria, de 1923, y al Aldo Ferrer de La economía argentina, de 1963.
18 A decir verdad, ya la economía clásica, con su idea de costo de reproducción, no tomaba los datos del pasado, sino los vigentes, pensando en el porvenir.
19 Aunque en su artículo sobre el dinero pasivo internacional y la hegemonía monetaria lo menciona como “variable endógena”.
20 En especial el capítulo 17, donde explica cómo y por qué la tasa monetaria domina las tasas mercancía y contribuye a definir la realización o no de inversiones productivas.
21 Sí puede concederse que en algunos países la reflexión haya sido más estimulada, por la naturaleza de los problemas, y por cierta tradición intelectual que conformó desde temprano un sistema educativo masivo público, universidades con una orientación tributaria de la Ilustración y el compromiso con las disputas políticas de su sociedad.