La transformación del contenido del trabajo managerial: un breve recorrido histórico1
Diego Szlechter*
RESUMEN: En este artículo, de corte teórico, procuramos trazar un recorrido histórico en torno a las mutaciones sufridas por el contenido del trabajo de conducción. Si bien esta temática ha sido estudiada en pesquisas financiadas por escuelas de negocios, desde una mirada acorde a los intereses del capital, en este caso procuramos, desde un enfoque crítico, complementar la profusa literatura sociológica especializada que abordó la problemática de la labor managerial a partir del derrotero de los cambios en la posición del manager en la estructura corporativa. Así, a través de un análisis documental de la literatura sociológica que aborda la cuestión, proponemos una agenda de investigación que indague en torno al impacto que han tenido procesos socioeconómicos de largo alcance sobre el contenido del trabajo managerial. La principal conclusión de este trabajo es que el eje central de análisis del trabajo gerencial debiera girar en torno a la gestión de lo simbólico en el proceso laboral.
Palabras clave: Management, Aspectos simbólicos, Trabajo managerial.
ABSTRACT: In this theoretical article, we seek to trace a historical overview of the mutations undergone by the content of command work. Although this subject has been studied in research funded by business schools from a perspective in line with the interests of capital, in this case we seek, from a critical approach, to complement the profuse specialized sociological literature that addressed the issue of managerial work from the path of changes in the position of the manager in the corporate structure. Thus, through a documentary analysis of the sociological literature that addresses the issue, we propose a research agenda that investigates the impact that far-reaching socioeconomic processes have had on the content of managerial work. The main conclusion of this paper is that the axis of analysis of managerial work should revolve around the management of the symbolic in the labor process.
Keywords: Management, Symbolic issues, Managerial work.
El trabajo de conducción, comúnmente denominado managerial, ha concitado la atención de la literatura especializada a partir de una visión un tanto sesgada en la que se ponía el foco en los aspectos funcionales de esta labor, dada la amplitud de puntos de vista a partir del cual podría haber sido estudiado. Usualmente, la literatura ha abordado la cuestión del management subdividiendo su derrotero histórico en torno a hitos que fueron delineando su posición dentro de las estructuras jerárquicas empresarias. Un trabajo señero en esta línea fue sin duda el de Chandler (1977) con su famoso libro “The visible hand”. La historiografía latinoamericana del management siguió esta línea, abordando mutaciones de “forma” –más que de contenido del trabajo de estos actores (Amdam y Dávila, 2021; Elvira y Dávila, 2005; Lanciotti y Lluch, 2018). Asimismo, el concepto de revolución (Luci, 2011; Boltanski & Chiapello, [1996] 2002) ha sido utilizado para señalar hiatos en los que las atribuciones sufrían alguna mutación profunda, como ser la separación entre propiedad y control, a principios del siglo pasado, o para dar cuenta de reclamos por una mayor autonomía, durante los sucesos del mayo francés en 1968. Sin embargo, llama la atención el área de vacancia en cuanto al análisis del contenido del trabajo managerial, salvo una serie de publicaciones resultantes de congresos académicos para el estudio sociológico del fenómeno de los cadres2 franceses. A través de un análisis documental en el que se revisa la literatura centrada en aspectos productivos y culturales del trabajo gerencial, en este artículo, en lugar de centrarnos en las mutaciones en las estructuras de las configuraciones organizacionales y su impacto en la posición del personal jerárquico, nos proponemos analizar las transformaciones de la labor de mando en el último siglo, a partir de cambios sociotécnicos en el proceso de trabajo que impactaron en el contenido mismo de su labor.
En la próxima sección, analizaremos las tensiones que emergieron a partir de la extracción del saber obrero, el traspaso de este saber a las máquinas y a los ingenieros encargados de la supervisión del proceso productivo y la manera en que estas tensiones impactaron en el trabajo managerial. En el siguiente apartado, nos enfocaremos en la aparición de la preocupación de la gestión de los aspectos simbólicos del proceso de trabajo a partir de la crisis del taylorismo. Posteriormente, daremos cuenta del proceso de incorporación de aspectos ligados a la vida cotidiana a la gestión de las emociones en el trabajo. Luego, a partir de la crisis del fordismo, veremos de qué manera el management devino una vía de transmisión cultural nodal del capitalismo, cuando comenzó a preocuparse por la introyección de la cultura corporativa en el resto de la población asalariada. En el siguiente apartado, identificaremos la emergencia de un nuevo modelo hegemónico de manager: el desarrollador del software, donde se recupera la labor artesanal de la era preindustrial, pero codificada en lenguajes de programación, donde lo laboral y lo lúdico tienden a confundirse. Por último, presentaremos las conclusiones.
1. Tensiones y dilemas en la historia de la emergencia del trabajo de mando
El trabajo calificado fue objeto de disputa desde los albores de la revolución industrial. Una vez dejado atrás el capitalismo de corte aventurero (Weber, 1993 [1921]) el cual, si bien mostraba voracidad en la búsqueda del lucro, carecía de planificación así como de una organización sistemática del proceso de trabajo, el capitalismo “moderno” propio de la revolución industrial pudo desplegar todo tu potencial. Para lograr dicha transición, fue necesario un proceso largo y persistente de extracción de saberes que estaban vinculados al oficio y a los gremios de artesanos (Coriat, 1994 [1979]). Los conocimientos ligados a los secretos de fabricación de los productos de consumo estaban en manos de trabajadores/as, lo que conllevaba serios inconvenientes a la hora de negociar tarifas y salarios con los capitalistas. La correlación de fuerzas estaba más equilibrada en ese momento que años más tarde, cuando los saberes del oficio fueron sustraídos por parte del capital (Coriat, 1994 [1979]). A partir de la revolución industrial, en forma paulatina, el trabajo calificado pasó a manos de las máquinas y de los ingenieros (Lobato, 2002), quienes detentaban los conocimientos necesarios para diseñar las máquinas y también para controlar y supervisar el trabajo de obreros/as y capataces. Con la inauguración del siglo XX -al menos en Europa occidental, cuna del capitalismo moderno- el proceso de trabajo sufrió un doble quiebre: por un lado, a través de la división entre trabajo de concepción y de ejecución y por otro, por medio de la separación entre el personal calificado y los/las obreros sin calificación (Braverman, 1983 [1974]). Gracias al estudio de tiempos y movimientos (Taylor, 1994 [1911]), los tiempos de capacitación necesarios para llevar adelante las tareas productivas se redujo al mínimo. Asimismo, el personal de mando se encargaba de planificar y controlar el trabajo del personal subordinado.
En cuanto a la literatura académica especializada, a comienzos del siglo XX no abundaron publicaciones que tratasen el contenido del trabajo de mando. En cambio, existió una profusa producción académica en torno al trabajo operario. No obstante, dentro de la escasa producción sobre personal calificado, uno de los más referenciados fue el ingeniero en minas francés Henry Fayol (1993, [1916]), quien se ocupó de sistematizar las labores directivas, centradas especialmente en tareas de coordinación y mando del personal subalterno. Otro de los autores que centraron su preocupación en los estratos jerárquicos más altos de la pirámide organizacional fue Barnard (1938), quien sintetizaba el trabajo managerial en el esfuerzo por lograr la cooperación sostenida de todos los actores intervinientes en el proceso productivo. Por otra parte, Elton Mayo (1993), a partir de los hallazgos del experimento en los talleres Hawthorne llevado a cabo en la década del 20 y 30 del siglo pasado, descubrió que el manejo de la personalidad constituía una cuestión central en el mejoramiento de la productividad en la fábrica. Para las primeras décadas del siglo XX, el trabajo calificado en las fábricas se componía, por un lado, de un grupo de managers encargados de planificar, liderar y diseñar la organización del trabajo y, por otro, de personal de mando compuesto por ingenieros, conocedores del proceso productivo y encargados de supervisar en forma estrecha la labor de operarios/as. Sin embargo, cuando estos ingenieros pretendían hacer carrera y ascender en la jerarquía corporativa, debían pasar a ocupar posiciones manageriales, lo que los obligaba a alejarse de la “planta”.
Más allá de los conflictos surgidos a partir del proceso de extracción del saber obrero por parte del management, otra de las disputas relacionadas con el advenimiento de la revolución industrial tuvo que ver con la adjudicación de la base principal de valorización del capital3. Para el empresariado, el triunfo de la extracción del saber obrero implicó que los secretos del oficio (Coriat, 1994[1979]), sustrato de valorización del trabajo de los artesanos, se incorporasen a la máquina con la consecuente pérdida de valor del trabajo repetitivo de los/las operarios. Asimismo, las técnicas que se iban desarrollando para mejorar la productividad y calidad de los productos provenían de los ingenieros (Lobato, 2002), que a su vez se encargaban de supervisar el trabajo operario. Otras de las fuentes de valorización del capital surgían de todas las funciones que aseguraban la provisión de mano de obra e insumos, así como de la distribución y venta de la producción. De esta manera, las estrategias de reclutamiento de personal, la logística, el marketing, etc., contribuían en el proceso de acumulación capitalista.
Sin embargo, en esos tiempos, las conducciones del movimiento obrero y una parte importante de los y las trabajadores sabían que el tiempo de trabajo operario era el factor esencial para la valorización del capital y, por lo tanto, su ausencia no permitiría extraer el plusvalor, razón económica fundamental de la existencia del capitalismo (Coriat, 1994 [1979]). En esta disputa de intereses, los y las ingenieros y administradores jugaron un rol central en tanto mediadores/as entre el capital y el trabajo. Su formación universitaria aseguraba que los conocimientos técnicos adquiridos servirían para el sostenimiento de la valoración del capital, al tiempo que su pertenencia de clase fungía de “señal” (Spence, 1973) en tanto y en cuanto su condición social suponía que representarían los intereses de la dirección a la hora de supervisar el trabajo obrero (Smith, 1990). Si los y las ingenieros se ocupaban de velar por el cumplimiento de los objetivos del capital en la planta, los/las managers lo hacían desde el trabajo administrativo. La labor de mando se fue consolidando en la primera parte del Siglo XX en sus funciones centrales: planificar, supervisar y velar por el consentimiento del personal subordinado. Sin embargo, ciertos aspectos intangibles propios de la subjetividad de los/las obreros fueron invisibilizados, debido a que no constituían una preocupación en el proceso de acumulación capitalista. De a poco, comenzó a emerger una nueva función en el trabajo managerial que con el correr del siglo adquirió una centralidad manifiesta.
2. La emergencia de la preocupación por los aspectos simbólicos del trabajo
La primera imagen relacionada al trabajo suele ser la de un/a obrero en una planta fabril (De la Garza, 2010), hecho que probablemente represente hoy en día un porcentaje menor del universo laboral. El trabajo de tipo taylorista/fordista, representativo de esa imagen, constituyó un modelo con fuerte pregnancia a lo largo del siglo XX, especialmente hasta la década del 70. Sin embargo, la figura del/de la trabajador de la fábrica sigue siendo lo que nos ayuda a diferenciar el mundo del trabajo respecto de la vida cotidiana, el tiempo de ocio o el espacio de reproducción, de acuerdo a la tradición teórica que escojamos. El imaginario social en torno a la jornada laboral, se vincula con el trabajo manual clásico de una planta fabril y, al momento de pensar la vida fuera del trabajo, las imágenes relativas al esparcimiento y la vida en comunidad puede que sean las predominantes (De La Garza, 2010). Esto no implica que ciertos aspectos de la vida cotidiana o del mundo de los vínculos sociales no hayan estado siempre presentes dentro del entorno productivo. Un ejemplo cabal de esto puede encontrarse en la actividad de venta de productos o servicios, donde la relación con clientes/as -aspecto claramente intangible (no “manual”) de “lo laboral”, en la cual es necesario desplegar ciertas dotes de manejo de las emociones- es imprescindible para la concreción de la transacción.
Llama la atención que estos matices hayan sido invisibilizados durante largo tiempo en los debates del campo de los estudios del trabajo managerial. Esto tiene diversas explicaciones, pero vamos a detenernos en las que nos parecen más significativas en función de los aspectos que, a partir de un determinado momento, comenzaron a ser valorizados en el proceso de acumulación capitalista. No obstante, es necesario aclarar que, si bien es cierto que muchas cualidades de los y las trabajadores generan un fuerte lazo social o producen un cierto bienestar en esta población, no todas ellas han sido foco de atención dentro de las estrategias tendientes a mejorar la performance empresaria. Por ese motivo, cuando nos preguntamos a partir de cuándo los aspectos simbólicos del proceso de trabajo comenzaron a adquirir importancia, nos referimos al momento en que dicho problema empezó a importarle al empresariado y pasó a invertir recursos en su despliegue y desarrollo.
A los fines de lograr cierta precisión en la definición de “lo simbólico” en el proceso de trabajo, esbozaremos algunos ejemplos concretos con un anclaje en situaciones específicas de la vida laboral corporativa desde los años 80 y 90 del siglo pasado y correspondientes a las nuevas lógicas del management moderno.
Estas referencias empíricas nos aclaran el panorama para ligar lo “simbólico” o “intangible” con las relaciones de poder. Es a partir del entrelazamiento de estos dos componentes que comprenderemos las razones por las cuales el capital comenzó a interesarse por lo “simbólico” en tanto elemento central de sus estrategias de acumulación.
2.1 Relaciones de producción y de significado
El creciente interés, por parte del empresariado, de mejorar la productividad y la implicación subjetiva llevó a que los aspectos simbólicos se convirtieran en un componente central en la acumulación de capital, pero para ello, estos aspectos debieron atravesar un proceso de legitimación. Es necesario aclarar que la legitimidad social se logró debido a las crisis que periódicamente sufre el sistema capitalista. Pero antes de describir las características y alcances de esta crisis, es necesario definir la manera en que se vincula el ejercicio del poder con la simbología empleada para lograr su persistencia en el tiempo.
Desde épocas remotas, el poder necesitó de justificaciones para su ejercicio (Boltanski & Chiapello, 2002 [1996]) lo que en algunos casos derivó en ideologías (Bendix, 1966). Las relaciones sociales implicadas en la producción de bienes para satisfacer las necesidades materiales de las sociedades fueron acompañadas de marcos explicativos que ofrecieran un sentido trascendental al esfuerzo que suponía el trabajo humano necesario para lograr el objetivo (Szlechter, 2020). En la antigüedad, muchos sistemas religiosos procuraron sacralizar y otorgarle un contenido trascendental a determinados momentos significativos en términos productivos. Si la semana de siete días proviene de los conocimientos astronómicos de los babilonios -necesarios, según sus puntos de vista, para comprender el impacto de los astros en los ciclos de la naturaleza en general y de la agricultura en particular- los cuales tenían conocimiento de la existencia de seis planetas (el séptimo día representaba la completud de la deidad), la tradición judeo-cristiana incorporó la semana “babilónica” que obligaba a trabajar durante seis días, mientras que el séptimo estaba destinado al descanso por lo que debía ser dedicado a dios. Asimismo, la festividad de las pascuas (judías y cristianas) representaban la época de la fertilidad del suelo en el hemisferio norte (y es por eso que religiones anteriores a estas disponían de una deidad dedicada a la fertilidad del suelo y humana a la que rendían culto al comienzo de la primavera, época en que conmemoran las pascuas en el hemisferio norte). Por último, varios/as autores sostienen que la época del año nuevo judío, en la que se conmemora la creación del mundo por parte de dios, es en realidad el momento donde es necesario pedir por una buena cosecha, que se festeja unos días después en la fiesta de las cabañas (Szlechter, 2020). En suma, estos son solo ejemplos que ilustran un fenómeno “antropológico” en el cual la convocatoria a aunar esfuerzos para mejorar la productividad agrícola encontraba formas de justificación de carácter simbólico (en estos casos, sagrado). Vemos aquí relaciones de producción entrelazadas con relaciones de significado.
3. Las empresas comienzan a abrirse al entorno
El modelo taylorista-fordista logró hegemonizar el paisaje productivo del mundo occidental en un lapso corto de tiempo. Es posible sostener que la irrupción de la primera guerra mundial encontró un modo de producción acorde a las necesidades bélicas gracias a que el taylorismo-fordismo se había instalado unos años antes. Los niveles de productividad alcanzados por este modo de producción en sus primeros años produjeron el crecimiento exponencial de las firmas que lo adoptaron. Las migraciones masivas hacia los EEUU le habían proporcionado al capital mano de obra suficiente para abastecer las necesidades de personal de firmas como Ford (Coriat, 1994 [1979]; Szlechter, 2020).
El estudio de tiempos y movimientos de Taylor (1994 [1911]), sumado a la cadena de montaje fordiana, avizoraban un crecimiento ininterrumpido de la productividad, mientras que la primera guerra mundial no hizo más que confirmar el éxito de estas innovaciones productivas. La gran empresa vertical era el emblema de la configuración organizacional de la época. El empresariado se ocupaba de implementar la férrea disciplina en la fábrica, mientras que reconocía que era preciso prestarle atención a las formas de reconstitución física de la fuerza de trabajo con el fin de que se sostuviera en el tiempo (Szlechter, 2020). El estilo paternalista de conducción empresaria (Ceva y Barbero, 1997) pretendía establecer diversos mecanismos de esparcimiento como forma de distracción para paliar o morigerar las consecuencias del trabajo fordista para la salud física y psíquica. Clubes de empleados/as, bandas de música, barrios obreros construidos por los dueños de las firmas, eran solo ejemplos de la preocupación del empresariado por la vida fuera del trabajo de sus trabajadores/as (Ceva y Barbero, 1997). Sin embargo, la vida dentro y fuera del trabajo eran compartimientos estancos. La camaradería que pudiera formarse en los entornos de recreación no debía estar presente en el horario de trabajo. Para eso, la disciplina de la fábrica era imprescindible. Pero el estancamiento en la productividad y la creciente conflictividad social producto de la lucha sindical encendieron una alarma en el empresariado. El experimento de Elton Mayo en los Talleres Hawthorne de la compañía Western Electric durante las décadas del 20 y 30 del Siglo pasado representó un intento por darle una solución a estos problemas (Mayo, 1993).
3.1 El descubrimiento de la potencialidad de la gestión de las emociones en la organización del trabajo
La firma Western Electric convocó al sociólogo y psicólogo Elton Mayo y su equipo de la Universidad de Harvard para comprender las causas de la merma en la productividad y encontrar las formas de retorno a un sendero sostenido de aumento de esta y de disminución de la rotación del personal. El famoso experimento comenzó en 1925 y culminó en 1932 con una interrupción en el medio producto de la crisis del 29. Al principio, reproduciendo el espíritu de época, la mirada del experimento estuvo puesta en variables internas del proceso productivo. En esta instancia, el objetivo estaba puesto en observar la relación entre condiciones de trabajo y productividad. Así, se dividió un equipo de trabajo entre un grupo control y otro al que se le realizaban las modificaciones. Esto emulaba el trabajo de laboratorio de las ciencias exactas (Anzoátegui et al, 2020), reproduciendo a nivel fabril el positivismo de las ciencias “duras”. Cabe señalar que en el experimento se trabajó solo con mujeres. Retornaremos más adelante esta cuestión no menor.
En un primer momento, todos los cambios en el entorno “físico” de trabajo producían el mismo efecto. Si en el grupo de estudio se mejoraba la iluminación, la productividad mejoraba en dicho grupo, pero también en el grupo control, donde no se realizaba ningún cambio. Lo curioso es que, cuando se quitaba esa mejora y se retornaba a los niveles de luminosidad previos, la productividad seguía en aumento. Lo mismo sucedía con otros beneficios otorgados, como refrigerios, disminución de la jornada laboral, establecimiento del sábado como día no laborable, etc. Evidentemente, las condiciones de trabajo no constituían un factor explicativo de la productividad. En efecto, al término del estudio, el análisis de los datos llevó a refutar las hipótesis de partida (Mayo, 1993; Anzoátegui et al, 2020).
De acuerdo a los resultados preliminares del experimento, la organización formal no tiene un carácter explicativo de los niveles de productividad. Pero el equipo de investigación logró un hallazgo sin precedentes en los estudios del trabajo: la organización informal era una cuestión a la que el capital debía prestarle atención. En efecto, las participantes en el experimento se sintieron observadas, pero también escuchadas, lo que produjo un aumento de la motivación en ambos grupos. Por otro lado, a los fines de lograr mayor precisión en la interpretación de los resultados, la rotación de los equipos fue desarticulada, lo que generó la intensificación de los lazos sociales entre las compañeras de trabajo dado que comenzaron a compartir más tiempo juntas. Por último, a lo largo del experimento surgieron liderazgos informales en forma paralela a las jerarquías formales (Mayo, 1993; Anzoátegui et al, 2020).
Todo esto dio lugar a la incorporación de los postulados de las teorías sociales que estaban en boga en aquel momento como la teoría de sistemas (Von Bertallanfy, 1986) y la psicología industrial (Munsterberg, 1913; Dickson & Roethlisberger, 2004). Estos marcos explicativos buscaban encontrar formas alternativas de canalizar el conflicto, pero de una manera diferente al que proponía el paradigma marxiano. Si para Marx (1994 [1872]), el conflicto entre el capital y el trabajo era necesariamente antagónico e inexorablemente llevaría a su estallido, para la teoría de sistemas, el conflicto puede ser eliminado por medio de concesiones parciales que hacen las dos partes involucradas (Szlechter, 2020). A su vez, la psicología industrial incorporará los postulados del psicoanálisis en la redefinición de las pautas del trabajo de mando (Illouz, 2007).
Las conclusiones del experimento que conllevó al desarrollo de la escuela de las relaciones humanas tuvieron implicancias subjetivas e intersubjetivas (Anzoátegui et al, 2020). Por un lado, ciertas cualidades o atributos de la personalidad de los y las subordinados así como de los jefes (que solían ser únicamente hombres), pasaron a ser tenidos en cuenta a la hora de reclutar, evaluar, promover y “desvincular” al personal. Desde el lado de los y las operarios, un ambiente menos opresivo implicaría un incremento de la motivación y el compromiso con el trabajo y con la firma. En el caso del management, la suavización de los rasgos de personalidad del jefe devendrá en un ambiente de trabajo donde el malestar -por parte del personal subordinado- puede ser tramitado sin temor a la sanción. En cuanto a los hallazgos intersubjetivos, tanto la posibilidad de establecer amistad entre compañeros/as de trabajo, así como la mejora en el trato por parte de superiores, conllevó mejoras sustanciales en la performance empresaria.
El proyecto Hawthorne tuvo implicancias más amplias. Hasta ese momento, el mundo empresarial valoraba características de personalidad consideradas “masculinas” (Illouz, 2007). La rudeza y la falta de expresión de las emociones eran cualidades valoradas en la conducción de las firmas, así como en el trato entre operarios/as y superiores. Por su parte, las cualidades consideradas propias del universo “femenino”, como la expresión de las emociones, la suavidad en el trato, etc., formaban parte del mundo privado, del entorno familiar y de los afectos (Illouz, 2007). A partir de los descubrimientos de Elton Mayo, las formas de relacionamiento propias del espacio de la intimidad pasaron a ser consideradas cruciales para hacer carrera en la firma. Como resultado de las conclusiones de Mayo, el capital comenzará a preocuparse por encontrar legitimidad en el ejercicio del poder (Weber, 1993 [1921]). Para ello, procurará alinear a los y las empleados alrededor de un propósito común que sea lo suficientemente creíble como para generar un fuerte compromiso con los objetivos de la firma (Szlechter, 2014; Anzoátegui et al, 2020).
Cuando comenzaron a difundirse los hallazgos de Elton Mayo, poco tiempo después sobrevino la Segunda guerra mundial, lo que postergó el cuestionamiento del taylorismo-fordismo hasta fines de la década del 40. Una vez concluida la contienda bélica, la nueva escuela de relaciones humanas intentó rescatar las conclusiones de Mayo, dando lugar a diferentes teorías que procuraban lograr la realización en el trabajo. No se trataba de abandonar el fordismo, sino de hacerlo compatible con la necesidad de encontrarle sentido al trabajo. Es así que surgen teorías como la de Maslow (1954), que ofrecía una “receta” para mejorar la motivación a lo largo de una carrera en un trabajo que duraba toda la vida, dentro de una misma empresa. Para ello, se debían cumplir ciertas necesidades consideradas mínimas y a medida que se avanzaba en la carrera, se lograría la satisfacción de necesidades más elevadas, hasta llegar a la autorrealización (Anzoátegui et al, 2020). Así, el trabajo repetitivo podía ser combinado con un fuerte compromiso con la empresa.
Pero hacia fines de la década del 60, luego de varios años de crecimiento ininterrumpido, el capitalismo volvió a crujir, lo que obligó a una revisión de los aspectos simbólicos del proceso de trabajo, dando lugar a un nuevo modo de gestión de la fuerza de trabajo: el posfordismo.
A partir de la década del 50, una vez que las economías occidentales comenzaron a mostrar un crecimiento sostenido, diversos/as autores recuperaron los hallazgos de la escuela de relaciones humanas, lo que llevó a la proliferación de una serie de teorías de la motivación con el pretexto de que era posible lograr la autorrealización en el trabajo sin abandonar el modelo taylorista-fordista (Maslow, 1954; Herzberg, 1959; Mc Clelland, 1961). Pero hacia finales de la década del 60, el malestar que generaba el trabajo repetitivo y estandarizado superaba todo intento de “humanización” de dicho trabajo. El aumento de defectos de fabricación era una consecuencia casi inevitable de una producción cada vez más masiva, producto del aumento del nivel de vida en los países que habían adoptado el modelo del Estado de bienestar (Coriat, 2000; Szlechter et al, 2020).
El Estado de bienestar llevó al aumento del nivel de vida -y de capacidad de consumo- de grandes sectores de las sociedades occidentales, lo que impulsó la irrupción de nuevas clases medias (Adamosvsky et al, 2014) que aumentaron su nivel educativo, lo que produjo un fuerte cuestionamiento al modelo elitista de educación superior. Este fenómeno se hizo evidente en Francia del año 1968 a través de un estallido social comúnmente denominado “mayo francés”, donde el movimiento estudiantil confluyó con el movimiento obrero en una revuelta que puso en jaque al sistema político de dicho país. Esta confluencia incluyó dos tipos de reclamos contra la sociedad capitalista francesa: por un lado, la necesidad eliminar el trabajo repetitivo y estandarizado y por otro, permitir el acceso masivo a la educación universitaria. Pero el cuestionamiento del fordismo-taylorismo no provino solo a partir del amesetamiento de la productividad, la disminución de la tasa de ganancia o las revueltas contra las consecuencias en la salud física y psíquica del trabajo repetitivo (Friedmann, 1956). Una serie de eventos que se sucedieron entre fines de la década del 60 y principios de los 70, obligaron a una redefinición del modelo productivo en los países occidentales. Dos “culturas” ajenas a los cánones occidentales comenzaron a tener preponderancia en el escenario económico mundial por diferentes razones (Szlechter y Bauni, 2020).
Por su parte, hacia fines de la década del 60 Japón comenzó a erigirse en un líder económico global en bienes durables, especialmente autos y maquinaria industrial. El “milagro” japonés comenzó a ser objeto de estudio del mundo corporativo norteamericano (Deming, 1986). En realidad, el éxito nipón no tenía nada de trascendental, sino que ofrecía explicaciones donde lo material y lo simbólico estaban entrelazados. La idea de la empresa como un colectivo homogéneo donde las jerarquías forman parte del natural desenvolvimiento de la sociedad, la existencia de sindicatos de empresa que colaboran con la patronal, la subordinación de los intereses individuales a un colectivo como la firma o el empleo de por vida, constituían características de esta cultura (Morgan 1991). El modelo productivo japonés incluía una dosis de flexibilidad congruente con las demandas de las nuevas clases medias emergentes en la posguerra: la posibilidad de producir en forma masiva productos diferenciados gracias al just in time, una técnica de producción a demanda del/de la cliente en el momento en que lo requiera (Szlechter y Bauni, 2020; Coriat, 1994).
La amenaza de Japón se sumó a la de otra región distante respecto del mundo occidental: los países árabes de medio oriente. La guerra de Yom Kipur (día del perdón) tuvo como participantes directos a Israel y los países árabes fronterizos con este y, como indirectos, a Estados Unidos y la Unión Soviética. Como consecuencia de la guerra, los países árabes decidieron congregarse en la Organización de Países Exportadores de Petróleo (OPEP) y restringir la oferta de crudo. A esto se sumaba que durante la década del 50 se habían estatizado varias empresas petroleras árabes que estaban en manos occidentales. El aumento exponencial del precio del petróleo produjo una estanflación en los países desarrollados, lo que derivó en la necesidad de interesarse por las particularidades de la cultura árabe (Szlechter y Bauni, 2020).
La relación entre cultura (nacional) y productividad se convirtió en objeto de reflexión en el mundo corporativo y en la academia norteamericanos (Dore, 1973). Los estudios culturales se habían constituido en un campo de análisis para las ciencias sociales desde la década del 50 y 60 (Hall, 1994), a partir de los procesos independentistas de las colonias gobernadas por imperios occidentales. La antropología se convirtió en la primera disciplina en problematizar la cuestión de la cultura dentro del mundo académico. En realidad, los y las antropólogos habían sido acusados por las propias colonias de haber colaborado con los imperios coloniales a través de su labor etnográfica, dado que el estudio in situ de los pueblos conquistados constituyó un insumo para el proceso de colonización (Hall, 2008). Lo que en realidad se puso en cuestión es el derecho que se arrogaban los y las antropólogos para representar culturas a las que denominaban “exóticas”.
A su vez, los estudios sobre cultura corporativa, surgidos a fines de los 70 y principios de los 80 del siglo pasado, retomaron los debates de la antropología (colonial y poscolonial) pero con una finalidad muy específica: comprender la relación entre cultura y productividad (Schein, 1995). De aquí en más, desde las escuelas de negocios y de administración comenzaron a surgir diversos estudios dirigidos a analizar los efectos de la construcción de narrativas y sistemas de valores para lograr la adhesión de trabajadores/as a los objetivos corporativos (Allaire & Firsirotu, 1984). Los elementos intervinientes para comprender las particularidades de las culturas nacionales y su impacto en la productividad fueron trasladados al espacio de trabajo. De la misma manera que en las culturas nacionales existen elementos implícitos y explícitos que la explican, en las culturas organizacionales la “misión” y los “valores” se conjugan con componentes observables (Etkin, 2000). De esta manera cada firma podría crear su propia cultura con la finalidad de lograr el compromiso de sus empleados/as. Para eso, el rol de los y las líderes (especialmente fundadores de las empresas) pasó a ser crucial en la difusión de los valores que se pretendían transmitir (Schein, 1995).
Pero esta visión de la cultura tan restringida y circunscripta a una organización tuvo los mismos déficits que las visiones de la antropología colonial de la primera mitad del siglo pasado. La búsqueda de la “esencia” de una cultura conformada por individuos homogéneos no solo reproducía la perspectiva de etnólogos/as que viajaban a lugares remotos para realizar trabajo de campo en zonas “exóticas” para compararlas con culturas “civilizadas” sino que, al descubrir características “esenciales” de dichas culturas, invisibilizaban culturas alternativas, minoritarias, oprimidas o simplemente diferentes. Así, los estudios sobre cultura corporativa se preocupaban por los intereses que tenía el management de lograr consenso y cooperación, obturando a la vez el estudio de perspectivas resistentes a la cultura “del poder” (Wright, 1995). Si la cultura posee una “esencia”, esta se caracteriza por el conflicto y no por la homogeneidad (Szlechter y Bauni, 2020).
Sin embargo, otro de los factores de suma transcendencia política para el desmantelamiento del Estado de Bienestar y la difusión de nuevas formas de organización de la producción, fue la difusión del neoliberalismo, de la mano de los gobiernos de M. Thatcher en Inglaterra y R. Reagan en Estados Unidos, a fines de los 70 y principios de los 80 del siglo pasado (Szlechter et al, 2020). En forma paralela, la crisis del petróleo produjo una serie de fusiones y adquisiciones de grandes empresas, lo que produjo la necesidad de administrar la conflictividad derivada de despidos masivos, generando, a su vez, fuertes temores entre quienes quedaban fuera de este proceso de “desvinculación” laboral. Por otra parte, se producía una fuerte inversión de recursos dirigidos a la contratación de asesores/as en la gestión del cambio (cultural), con el objetivo de introyectar en los trabajadores, de manera “amable”, los valores de las compañías. Esto no implica necesariamente que el o la trabajador adoptase de manera automática la cultura de la firma (Szlechter, 2014; Szlechter y Bauni, 2020), ya que fueron varias las formas de adhesión a los valores impuestos por el capital, generadas desde entonces, que van desde el convencimiento pleno hasta el oportunismo, desde mecanismos de resistencia abierta hasta otros velados u ocultos (Szlechter, 2015). Es precisamente bajo esta mirada que es necesario estudiar la labor de mando en su rol central -a nivel del proceso productivo- en el marco de los mecanismos de transmisión cultural en el capitalismo. Pero el aumento de la automatización del proceso de trabajo acaecido en los últimos años obligó a pensar nuevas coordenadas en el análisis del trabajo del personal jerárquico.
Con el correr del siglo, los conocimientos técnicos necesarios para la concreción del proceso productivo se fueron codificando cada vez más. A partir de la segunda posguerra, el desarrollo de la microelectrónica (Míguez, 2007; Zuckerfeld, 2013) permitió la sistematización de grandes cantidades de información y la posibilidad de informatizar el proceso productivo, lo que produjo que parte del trabajo de supervisión de los y las ingenieros pasase a ser realizado por computadoras y dispositivos electrónicos. Paulatinamente, comienza a emerger un nuevo puesto altamente calificado en las empresas: los y las programadores y desarrolladores de software. La particularidad de este trabajo consiste en que, a través de un lenguaje de programación, es posible sistematizar procesos que conllevarían aumentos sustanciales de la productividad. En cierto sentido, los y las programadores más calificados comenzaron a sentirse un componente nodal en la valorización del capital. Cada vez más aspectos del proceso de trabajo eran pasibles de ser codificados con programas que eran conocidos solo por ellos/as. Por otro lado, a raíz de la aparición de nuevas versiones de lenguajes de programación, era necesario mantenerse actualizado con una velocidad cada vez mayor, lo que conllevó a que las universidades quedaran desfasadas de las últimas innovaciones en este tema. Los y las desarrolladores de software comenzaron a capacitarse por su cuenta, a partir de lo cual pasaron a ver cada vez más obsoleta y desactualizada la formación universitaria.
A partir de los 2000, pero de manera exacerbada desde el 2010 con la aparición del smartphone (Sadin, 2016) y el capitalismo de plataformas (Srnicek, 2018), un nuevo grupo ocupacional hacía su aparición en el mercado laboral: los y las programadores sin título universitario que trabajan para diferentes empresas del mundo, con salarios dolarizados, con una altísima rotación y que, especialmente a partir de la pandemia, trabajan desde sus casas. A su vez, la alta demanda, sumada a la escasez de oferta, implicó que pasaran a ocupar posiciones cada vez más altas en la estructura social. Un capítulo aparte lo constituyen sus estrategias de aprendizaje y de formación. La necesidad de estar actualizados/as en forma permanente, los/as lleva a realizar cursos online por fuera de los canales formales universitarios. Por otro lado, para ellos/as, programar es algo así como un estilo de vida en el cual el trabajo pasa a ser un juego donde se sienten verdaderos/as creadores. En rigor, en el tiempo de trabajo se mezcla el trabajo propiamente dicho y el juego (Szlechter et al, 2024). La idea de crear “desde la nada” les genera un profundo placer.
Las transformaciones del trabajo calificado y, particularmente, el surgimiento de este último grupo de trabajadores/as, genera interrogantes en torno a los significados que adoptan las nociones de producción, creación y valor en el trabajo de programación. Por un lado, la creación inherente al desarrollo de software, se produce a partir de la sistematización y codificación de un proceso preexistente. Sin embargo, la percepción de que pueden crear desde “la nada” es una de las cuestiones que más destacan estos/as trabajadores. Si históricamente trabajo y juego eran polos opuestos, producto de la impronta de la tradición judeocristiana en occidente5 que asociaba al trabajo con el castigo (Graeber, 2018: 241), en el caso de la programación esto se diluye. El juego, que era un elemento propio del tiempo libre (incluso cuando se jugaba durante la jornada laboral), era una forma de evasión del trabajo “alienante”. En el caso de los y las programadores, muchas veces dedican el tiempo ”libre” a tomar cursos de nuevos lenguajes de programación para mantenerse actualizados/as. Pero, ellos/ellas no ven este tipo de actividades solo desde la necesidad de mantenerse “empleables” sino como un estilo de vida, como una actividad más ligada al ocio. Según estos/as trabajadores, la “realización” personal y laboral están entremezcladas. Sin embargo, pareciera que el uso del tiempo fuera del trabajo adquiere un carácter similar al del tiempo de trabajo: no se trata de desplegar estrategias esporádicas o espasmódicas de aprendizaje de nuevos desarrollos en programación, sino que ambos tiempos comparten una misma característica: mantenerse en “modo creación”, seguir ampliando las posibilidades que ofrece la codificación de operaciones gracias a los nuevos desarrollos en programación. Según Frayne (2022: 171), lo opuesto al uso productivo del ocio y del consumo es la capacidad de “saborear el disfrute”. Cabría plantear la pregunta si la permanente búsqueda de nuevos cursos de programación que toman estos/as trabajadores luego del horario de trabajo no constituye una forma compensación de la alienación del trabajo (ibid., p. 178-179), donde la evaluación permanente del cumplimiento de objetivos a través de metodologías “ágiles”6 genera altos niveles de estrés. Por otro lado, si en el tiempo libre se desarrollan actividades similares a las del tiempo de trabajo, habría que ver si el tiempo libre no es una especie de espejo del tiempo de trabajo (ibid., p. 221).
La posición del manager en la estructura jerárquica corporativa no puede ser la única clave de análisis de naturaleza sociológica en torno al trabajo de mando. El derrotero histórico trazado en este artículo demuestra la importancia de escrutar los aspectos simbólicos en el accionar managerial. Esto implicaría no solo estudiar la relación entre los managers y sus subordinados/as o superiores, sino también -y principalmente- los contornos propios de su trabajo. Sin embargo, este tipo de análisis que proponemos no pretende quedarse solo en su faceta descriptiva con una finalidad científica de producción de conocimiento, sino que este abordaje podría tener implicancias que interpelen a la sociedad. Esto se debe a que las mutaciones en el trabajo de conducción pueden arrojar luz sobre las transformaciones del mercado laboral en su conjunto, dado el rol que ocupa el manager como modelo hegemónico de transmisión cultural del capitalismo. Por caso, la emergencia del/de la desarrollador senior de software en empresas de base tecnológica en los últimos años representa un fenómeno que ha logrado trascender hacia otros sectores de la economía. La paulatina indiferenciación entre el tiempo de trabajo y de no trabajo en el sector del software, que en la pandemia se expandió a otros sectores, puede ayudar a comprender un fenómeno de alcance planetario: la transformación silente del tiempo destinado al ocio en un tiempo pasible de ser monetizado. Cada vez más aspectos de la vida cotidiana pasan a formar parte de las estrategias de acumulación capitalista. Este proceso comenzó durante el análisis de los resultados del experimento llevado a cabo por Elton Mayo en las décadas del 20 y 30 del siglo pasado, cuando el capital pasó a incorporar elementos propios del mundo de los afectos en la gestión de la fuerza de trabajo, con el fin de mejorar sus niveles de motivación y adhesión a los objetivos corporativos. Con el correr de los años, esto se fue intensificando, llegando a invadir casi todos los aspectos de la vida afectiva fuera del trabajo. Las oficinas de firmas como Google, Amazon, etc., transformadas en espacios lúdicos donde lo laboral queda invisibilizado debajo de una escena propia de un parque de diversiones, da cuenta de las intenciones del capital para apropiarse del mundo de las emociones. Para esto, el trabajo del manager pasa a ser crucial para lograr la implicación subjetiva y evitar que la resistencia propia de toda relación de poder, esmerile los intentos de invisibilización del conflicto.
Recibido el 26 de abril de 2024. Aceptado el 5 de agosto de 2024.
*Diego Szlechter es Investigador docente del Instituto de Industria de la Universidad Nacional de General Sarmiento e investigador independiente del Conicet. Es Doctor en Ciencias Sociales por la UNGS – IDES, Master en Administración por la Universidad Ben Gurión, Israel y B.A. en Economía y en Ciencias Políticas por la Universidad Hebrea de Jerusalén, Israel. Se desempeña como titular de la asignatura “Teoría de la organización” de la UNGS. Sus líneas de investigación giran en torno a la Sociología del Management y los Estudios del trabajo de asalariados de altos puestos. Correo electrónico: dszlechter@campus.ungs.edu.ar
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1 Una versión preliminar de este trabajo contó con financiamiento del Contrato de profesional del Programa Nº: 49 - Programa Trabajo - FLACSO – UMET. Por otro lado, contamos con el financiamiento del Proyecto de investigación científica y técnica (PICT) 2020: “La intimidad en tensión: Mutaciones en el tiempo y el espacio de trabajo en la post-pandemia” del Ministerio de Ciencia, Tecnología e Innovación Productiva de la Nación, el Proyecto de investigación plurianual (PIP) 11220200101249CO 2021-2023: “El trabajo del futuro en cuestión: la dislocación del espacio y del tiempo en el contexto de la post-pandemia” del Conicet y el Proyecto 30/1194 “Los sentidos morales del trabajo y del desarrollo profesional frente a la precariedad contemporánea” de la Universidad Nacional de General Sarmiento.
2 La noción francesa de cadre apunta a los y las trabajadores que detentan puestos de conducción tanto en el ámbito público como privado. Así, dentro de este grupo estarían incluidos los managers de firmas privadas pero también el funcionariado del ámbito público.
3 Según Graeber (2018), la teoría del valor trabajo de Smith y Ricardo fue utilizada por la clase trabajadora para denunciar el robo a los trabajadores, mientras que para los industriales se la interpretaba como creadora de riqueza (p. 251). A partir de la guerra civil norteamericana, se empezó a expandir la idea de que el verdadero creador de riqueza es el capital, hecho asociado al surgimiento de nuevos grandes magnates industriales. En la producción artesanal preindustrial, estaba claro que la producción de riqueza venía del oficio; el hombre se ocupaba de producir bienes de consumo y las mujeres de producir hijos/as. Con el desarrollo del capitalismo industrial, la producción de riqueza pasó a manos de los capitalistas gracias a la expansión del taylorismo, que logró extraer el saber obrero y pasarlo a manos del capital (p. 255).
4 La evaluación del trabajo de conducción pasó a constituir un foco de atención en el ámbito empresarial a partir de los resultados del experimento de Elton Mayo que se dieron a conocer en la década del 30 del siglo pasado (Mayo, 1993). Hasta ese momento, las firmas procuraban de sus managers que velasen por el cumplimiento de un estándar que se fijaba de antemano por medio del estudio de tiempos y movimientos propio de la Administración científica (Taylor, 1994 [1911]). Las relaciones informales que se establecían entre compañeros y compañeras de trabajo no eran incumbencia de sus superiores e incluso estos últimos consideraban que podían afectar la eficiencia del trabajo. En esta etapa fordista de las relaciones laborales era muy común que los supervisores se manejasen con mano de hierro con sus subordinados. Pero los hallazgos de Elton Mayo supusieron una transformación en el trabajo gerencial y en la forma en que este debía ser evaluado. Tal como dicen Boltanski & Chiapello (2002 [1996]), la incorporación de la lógica del mundo doméstico al espacio de trabajo implicó un proceso de “dulcificación” de las características requeridas para el ejercicio del management. Eva Illouz (2007) da cuenta de la adopción de características propias del espacio privado, es decir de lo que se consideraba el universo femenino, en la definición de los requerimientos de los puestos gerenciales. A partir de aquí, las habilidades llamadas “blandas” -como las relaciones interpersonales, el trato, la capacidad de escucha, etc.- pasaron a constituirse en elementos sustanciales en la evaluación de la performance. La irrupción de la 2da guerra mundial interrumpió la adopción masiva de estos hallazgos y recién en la posguerra, especialmente desde los años 50, con la difusión del modelo de negocios de EEUU con el Plan Marshall y surgimiento del movimiento de las nuevas relaciones humanas que recuperó las ideas de Mayo poniendo el foco en cuestiones ligadas a la motivación, comienzan a proliferar los modelos de evaluación del desempeño managerial.
5 ‘’Los hombres se ven como creadores del mundo gracias a su mente y su fuerza, y lo consideran la esencia del «trabajo», y para mantener viva esa ilusión dejan a las mujeres la mayor parte de la tarea real de ordenar y conservar las cosas’’ (Graeber, 2018: 243).
6 Es una forma de subdividir el proceso de trabajo en el desarrollo de software que incluye la fijación de metas para fases cortas de un acto productivo y con estándares de desempeño prefijadas. Esto permite un trabajo en cascada entre las secciones en las que se subdivide el conjunto de actos productivos.
Revista Ensambles Otoño 2024, año 11, n.20, pp. 19-36
ISSN 2422-5541 [online] ISSN 2422-5444 [impresa]
Diego Szlechter
REVISTA ENSAMBLES AÑO 11 | Nº 20 | otoño 2024 | artículos PP. 19-36 |