Firenze, 2024. El año en que se hicieron visibles las redes. Imagen Carlos Campos 2024.
Carlos Campos*
RESUMEN: El Atasco está escrito desde un futuro improbable, situado geográficamente en Florencia, Italia, y temporalmente en 2024, durante los días en los que en el mundo las redes se volvieron visibles al ojo humano. Como escribiera Ítalo Calvino, los protagonistas pueden percibir “intersecciones de campos de fuerza, diagramas vectoriales, haces de redes que convergen, divergen, se refractan”, que inmediatamente constituyen en el nuevo paisaje urbano. Frente a semejante transformación, un grupo de jóvenes, guiados por una informática llamada Jussi, colonizan virtualmente parte de las celdas visibles al atardecer, estableciendo un nuevo espacio en disputa en el seno mismo de la ciudad. El Atasco desde su planteo ficcional habla del poder y la dominación de las grandes fuerzas económicas y políticas, del poder de su pisada, de la relación de los habitantes de la ciudad con el espacio público, y de la necesidad de actualizar constantemente esta tensión como un verdadero territorio en disputa.
El Señor Palomar está inmerso en un mundo descorporizado, intersecciones de campos de fuerza, diagramas vectoriales, haces de redes que convergen, divergen, se refractan. Pero dentro de él sigue habiendo un punto en el que todo existe de otra manera, como una maraña, como un grumo, como un atasco: la sensación de que estás aquí pero podrías no estar, en un mundo que podría no estar pero está.
Ítalo Calvino. La espada del sol. Palomar.
Desde hace ya algunas semanas la ciudad está hecha un hervidero. Al principio todos salían a la calle al atardecer, como tratando de ver sin saber qué ver. Y de vez en cuando, como quien asiste al momento en el que cae el primer copo de nieve del invierno, escuchábamos algún grito de sorpresa. ¡Ahí está! ¡Lo vi! ¿Dónde? ¡Ahí, ahí adelante! ¿Cómo es? Y lentamente el proceso se fue haciendo más y más visible. Comenzaba como unas pequeñas variaciones geométricas del color del cielo. Una especie de malla triortogonal imperceptible parecía escandir el espacio en nuevos tonos de turquesa, de índigo, más tarde de magenta. Parecían píxeles enormes, que iban subdividiéndose a medida que pasaba el tiempo del atardecer con una cadencia líquida, al ritmo de una verdadera mitosis celeste. Estos píxeles (los llamamos así por no encontrar otro término mejor), se fundían con un cielo más oscuro en el cenit y más rojo en el horizonte a través de una especie de grilla despareja, que vibraba ligeramente si girábamos la mirada. Pero no todos veíamos los mismos píxeles, ni las mismas grillas. De manera que las discusiones acerca de la forma, el carácter y el tamaño de estos acontecimientos se convirtieron en moneda corriente. Y sin embargo, todos asistíamos a esta transformación del tramonto fiorentino, aunque estuviéramos mirando en distintas direcciones. Durante las primeras semanas, las más visibles estaban justo sobre el Arno, a la altura del Ponte alla Carraia. Más tarde se fue conformando una muy importante justo frente a la torre de Arnolfo de Cambio. Es relevante resaltar que durante las primeras cuatro o cinco semanas las transformaciones eran casi imperceptibles. De hecho sólo los más jóvenes las podíamos ver. Esto hizo que los ancianos no creyeran en lo que les contábamos exaltados, sino hasta que los patrones se hicieron elocuentes y permanentes. Para ese momento yo ya me había construido una pequeña celda, y podía verla titilar fácilmente desde la calle. Todos podíamos verla.
Fui uno de los primeros en construir en las nuevas conformaciones. Hice mi celda lo más grande y luminosa que pude de acuerdo a mi capacidad de cálculo. Más tarde se trató únicamente de expandirla poco a poco, volviendo a generar iteraciones cada vez más complejas, con textos y subtextos que componían prompts cada vez más específicos. No se trataba de textos exclusivamente técnicos, y acaso esta sea la característica más desconcertante. Los espacios que gestionábamos y obteníamos, pero sobre todo su crecimiento y expansión estaban ligados a un manejo poético y algo contradictorio de los algoritmos. Fue Jussi la primera en darse cuenta de que podíamos interactuar con los píxeles azules desde su aparición, durante los primeros días de abril. El cielo estaba componiendo sus nuevos fragmentos, como si se tratara de una especie de loteo de un espacio virgen, hasta ahora desapercibido, o simplemente pasado por alto por las corporaciones inmobiliarias. Una mañana Jussi vino a confirmarnos lo que finalmente había pasado, poniendo fin al misterio: estábamos viviendo en el año en que las redes finalmente se habían hecho visibles al ojo humano. El fenómeno se denominaba El Atasco, y técnicamente era la primera consecuencia tangible de la digitalización del mundo. Comenzaba al atardecer, y se prolongaba hasta el alba. Las celdas se apilaban, se estiraban, se amontonaban en codos, tuberías, mallas casi imperceptibles y placas reflejantes. Estas conformaciones se debían a la ocupación de los espacios remanentes entre los edificios de la ciudad, como si estuvieran hechas para competir con su presencia monumental. Imaginen nuestra euforia cuando nos dimos cuenta de que podíamos colonizar el espacio entre las cosas, que nadie nos lo podía impedir, ya que el proceso se encontraba fuera de todo control.
No dudamos ni un instante. Luego de dos días y sus noches de ininterrumpido trabajo en red, y mientras los píxeles en el cielo seguían alternándose en una nueva paleta gelatinosa de colores a la vista de toda la ciudad, aparecieron nuestras primeras celdas. Se encendieron como si fueran pequeños glitches, errores, faltantes diminutos o fallas de registro de impresión en una fotografía. Pronto nos enteramos que el procedimiento que usábamos era muy popular en varias ciudades del mundo, que las celdas se reproducían a una velocidad vertiginosa, y que no paraban de expandirse dado que no éramos los únicos que intentábamos habitar la estructura. Me resulta imposible describir con palabras la emoción que sentí al pasar la primera noche en mi celda. Todavía éramos pocos los que ocupábamos la nueva estructura, y yo había conseguido establecerme, un poco a los empujones, justo frente a la Biblioteca Nacional, de espaldas a la antigua muralla. Esto me daba una perspectiva maravillosa del centro histórico y de parte del río. Sin embargo al poco tiempo comprendí que este espacio estaba muy lejos de ser permanente. El algoritmo garantizaba la ocupación en una grilla aleatoria, pero de ninguna manera la posesión definitiva de un espacio particular. Así, noche tras noche, vivíamos a distintas alturas y con distintos vecinos: el duomo, el palazzo Pitti, Santo Spirito, Santa Maria Novella o Santa Croce.
Los propietarios y habitantes de los palacios históricos estaban fuera de sí. También la Iglesia. Debido a esta ocupación virtual hubo protestas en todos los Congresos del mundo. Y en todas las cámaras inmobiliarias, sociedades de arquitectos, cámaras de turismo y consejos profesionales de urbanismo. Pero no pudieron detenernos. Como decía Jussi, habíamos dado con un raro fenómeno, similar al abandono de las propiedades de Berlín Oriental luego de la caída del muro. Allí ocurrió que al caer el muro, mientras todos huían hacia Berlín Occidental, el espacio abandonado de las viviendas se volvía público, vacío y disponible. Y cientos, miles de viviendas sobre las que no había título de propiedad en el estado socialista, fueron ocupadas por artistas, bohemios, artesanos, vagabundos, desclasados, oportunistas…
Ahora volvía a pasar, pero esta vez era un fenómeno global, extendido a todas las metrópolis. La hiperredundancia había vuelto a las redes de comunicación más y más accesibles, más y más hackeables, fractales, factoreables, y como consecuencia de esta exuberante saturación, su materialidad metálica y mineral se había condensado al punto de hacerse visible en la penumbra del atardecer. El espacio entre las cosas ya no estaba vacío. Podía verse, podía lotearse, ocuparse, habitarse, y los poderosos no podía hacer nada para impedirlo, ni siquiera acumular espacios para sí: al parecer era demasiado tarde.
Ahora estamos esperando la contraofensiva. El Atasco es un bien demasiado valioso para que el establishment permita que quede tan fácilmente en nuestras manos. Intentarán comprarlo para luego gentrificarlo por todos los medios a su alcance, como lograron hacer en Berlín Oriental. En nuestro favor está el Gran Otro. La sólida preexistencia de las favelas, los barrios informales, los asentamientos ilegales, las intervenciones de Santiago Cirugeda, los cacerolazos de Santiago de Chile, el Parque Indoamericano. Por ahora sólo podemos ir allí desde el atardecer. Pero nos movemos rápido. Hemos contactado a un grupo de científicos refugiados que aseguran que la bioluminiscencia es el futuro de nuestras celdas diurnas. Ojalá. Mientras tanto ya estamos subiendo los primeros monumentos, nuestras plazas contarán pronto con sus borgianos guarangos de bronce, y comenzamos a pertrecharnos para la defensa.
* Carlos Campos es Arquitecto y Doctor en Arquitectura por la UBA. Profesor Titular en FADU y Profesor visitante en Europa y Estados Unidos. Posee numerosas publicaciones en Italia, Alemania, Portugal, USA y Argentina, donde publicó dos libros: “Antes de la Idea” y “La performance arquitectónica” (Bisman Ediciones)
Revista Ensambles Otoño 2024, año 11, n.20, pp. 101-104
ISSN 2422-5541 [online] ISSN 2422-5444 [impresa]
Carlos Campos
REVISTA ENSAMBLES AÑO 11 | Nº 20 | otoño 2024 | otras texturas PP. 101-104 |