Dossier: “Gobernar el sufrimiento”
Sebastián Pereyra
(EIDAES/UNSAM-CONICET)
http://orcid.org/0000-0003-3220-9290. Correo electrónico: pereyras@unsam.edu.ar
Andrés Scharager
(EIDAES/UNSAM-CONICET)
https://orcid.org/0000-0001-8217-6496. Correo electrónico: ascharager@unsam.edu.ar
Violeta Dikenstein
(EIDAES/UNSAM-CONICET)
https://orcid.org/0000-0001-5953-913X. Correo electrónico: vdikenstein@unsam.edu.ar
La vulnerabilidad como signo de los tiempos: la vida pública del sufrimiento
Este dossier propone un abordaje para analizar diversos tipos de intervenciones que reflejan la preocupación contemporánea por el gobierno o la gestión del sufrimiento. Los textos que se presentan a continuación son trabajos de investigación originales que indagan formas de intervención pública en relación con personas o poblaciones que experimentan situaciones de sufrimiento y vulnerabilidad. Constituyen una muestra del interés que despierta en las ciencias sociales esta clase de fenómenos con respecto a preguntas sobre los modos del desarrollo profesional en la gestión de problemas públicos y, en particular, de poblaciones victimizadas.
¿Por qué resulta interesante explorar esas formas de intervención pública sobre el sufrimiento? En principio porque creemos que estas intervenciones representan un lugar privilegiado para estudiar el significado que tienen la vulnerabilidad y el riesgo en nuestras sociedades contemporáneas. La gestión del sufrimiento y el padecimiento parece expresar un imperativo de los estados de tomar a su cargo y acompañar a estas personas, mandato al que le prestan cada vez más atención y más recursos. Diversos análisis sostienen –apelando a nociones como las de riesgo, vulnerabilidad o precariedad– que vivimos tiempos signados por la fragilidad de la vida y la condición humana (Martuccelli, 2017; Beck, 2004; Boltanski, 1993; Giddens, 1994; Genard, 2009).
Los modos de enfrentar, mitigar o remediar el sufrimiento vinculado con esa fragilidad parecen haberse vuelto un problema de primer orden. Temas como las catástrofes sociotécnicas, los desastres naturales o muchos problemas sociales (como el delito y las violencias), antes asociados al infortunio, la fatalidad o el azar, son hoy considerados parte del campo de la acción y las capacidades humanas, y son tematizados como materia de prevención, responsabilidad y reparación (Giddens, 2000; Lemieux y Vilain, 2023). Los reclamos, denuncias y protestas asociados a este tipo situaciones son cada vez más frecuentes y vehementes, del mismo modo que las estrategias e iniciativas para asistir y acompañar a poblaciones vulnerables o victimizadas se vuelven progresivamente materia de activismo y compromiso político, de despliegue de políticas públicas y de desarrollo y especialización profesional.
Podemos preguntarnos, en ese sentido, hasta qué punto asistimos a una metamorfosis del estatuto que tiene el sufrimiento en nuestras sociedades. En qué medida dejó de ser –como muchos otros elementos– un soporte de configuración de la vida privada de las personas para integrarse actualmente al abanico de los temas y cuestiones relevantes para la vida pública. Como sostienen Périlleux y Cultiaux (2009: 11), ello se verifica en una politización creciente del sufrimiento y su correspondiente incorporación progresiva al espacio público. El sufrimiento dejó de ser un elemento propio y exclusivo de la vida privada de las personas, esto es, un elemento abordado en el ámbito de la intimidad por la familia o la religión (Ignatieff, 2023). En su lugar, la expresión y la expresividad del dolor parecen mostrar un cambio en nuestras sensibilidades, un interés renovado por el sufrimiento que pasó a transformarse en el foco del despliegue de una política de la piedad o de la compasión (Boltanski, 1993; Erner, 2013). Las personas que sufren y sus entornos íntimos, sus allegados, requieren ser puestos en manos de profesionales, sobre todo si se trata de situaciones de urgencia o emergencia (Eliacheff y Larivière, 2009: 54-55).
Por varias vías, el sufrimiento dejó de ser una cuestión particular y se transformó en un elemento de orden público. Esto se verifica, por ejemplo, en el aumento de la circulación de imágenes del padecimiento, cuya creciente espectacularización –por medio de imágenes de guerras y desastres naturales con audiencias cada vez más amplias– vuelve más accesible el padecimiento y el dolor distante de las personas (Boltanski, 1993; Kleinman, Das y Lock, 1997).1
Ese movimiento hacia la vida pública del sufrimiento tiene en la creciente centralidad social de la figura de las víctimas una expresión muy significativa. Efectivamente, las víctimas –en relación con temas, problemas y acontecimientos de los más diversos– tienen un rol cada vez más protagónico como actores que estructuran demandas y también como sujetos de política pública y acción por parte del Estado y la comunidad (Wieviorka, 2003; Garland, 2005; Rechtman y Fassin, 2007; Lefranc; Mathieu y Siméant, 2008; Gatti, 2017). La evidencia de la centralidad de las víctimas en las sociedades contemporáneas puede apreciarse desde el punto de vista del estatus adquirido por la categoría. Las víctimas pueden ser en la actualidad objeto de prestaciones por parte del Estado o jugar un rol importante en la escena judicial, y se han convertido en portadoras de derechos.
¿Qué implica acompañar a las víctimas?
Una de las implicancias interesantes que tiene la vida pública del sufrimiento en nuestras sociedades es el peso que ha adquirido el imperativo de acompañar ese dolor. Como sostienen Eliacheff y Larivière (2009: 62) en la actualidad se ha extendido enormemente la idea de que frente a la experiencia del dolor y el sufrimiento las personas tienen que buscar asistencia, y que dicha asistencia implica aliviar o atender el padecimiento psíquico. Este fenómeno tiene un correlato también en las expectativas acerca de una psicologización de la acción estatal.2 Ante los sucesos experimentados por las víctimas –que no solo implican el padecimiento objetivo de un daño, sino también la vivencia subjetiva de un trauma–, se espera el despliegue de una intervención profesional que apunta a operar sobre las psiquis perturbadas para evitar o morigerar la ansiedad y el sufrimiento, es decir, el estrés (Tapias, 2016; Soulet, 2009; Eliacheff y Larivière, 2009).
De este modo, el acompañamiento a las víctimas se vuelve una actividad terapéutica por parte de profesionales del campo psi que comienza a implementarse desde el propio momento de la urgencia, pero que va más allá del momento traumático, dado que procura evitar que acontezca una eventual victimización secundaria (Rubio y Monteros, 2001). En otras palabras, se extiende –cuanto menos– durante todo el período en el cual la víctima interactúa con los entramados burocráticos y legales del sistema de justicia, es decir, aquel momento en el cual la angustia y el sufrimiento pueden reactivarse (Tapias, 2016). En efecto, lejos está el mundo jurídico de suturar por sí mismo la herida causada por el hecho victimizante, ya que, si bien establece culpabilidades y define castigos, no le otorga un sentido a la experiencia de la víctima ni le ofrece respuestas a la pregunta: “¿Por qué a mí?”. Ante esta situación, el acompañamiento psicológico, gracias a su tarea de articulación de la realidad psíquica, la jurídica y la de los hechos vividos, posibilita –como sostiene Damiani (2013)– que el “estatus de víctima” comience a tomar la forma de un “estatus de sujeto”. La especialización de intervenciones con víctimas –sostienen Eliacheff y Larrivière (2009) para el caso francés– ha implicado no solo la creación de unidades de urgencia y de equipos de intervención, sino también que diversos tipos de profesionales en el campo de la clínica se hayan especializado en el tratamiento de las víctimas.
El acompañamiento –como concepto y como práctica desplegada por los dispositivos de atención– no se ha limitado al plano psi, sino que se ha ampliado a diversos ámbitos. Entre ellos, se destaca el acompañamiento jurídico –a diferencia del patrocinio– que se orienta a brindar información y eventualmente asistencia en la relación que establecen las víctimas con el sistema judicial. También puede identificarse un acompañamiento social que focaliza en las dimensiones de vulnerabilidad socioeconómicas de las personas y que puede ampliar el acompañamiento a partir de la tramitación de programas sociales, subsidios o la resolución de trámites burocráticos de distinta índole. En definitiva, esta expansión de las actividades llevadas a cabo por los dispositivos de atención a víctimas –que si bien tiene a la psicología en un lugar central también abarca diversas disciplinas– da cuenta de un papel activo de los profesionales en el trabajo de asistir y acompañar.
Las víctimas como ámbito de especialización profesional
En el marco de una creciente profesionalización de las ocupaciones, así como de una creciente presencia de profesionales en los organismos públicos, se ha ido forjando una expertise anclada en distintos campos especializados que tiene a las víctimas como centro de gravitación. ¿Qué hace de las víctimas un tipo de especialización específica dentro de los campos profesionales del derecho, la psicología o el trabajo social, así como de otras profesiones? Diremos aquí que al menos cuatro cuestiones son fundamentales. La primera es que la atención a víctimas produce una tensión entre el campo profesional y el conocimiento experto. La segunda, el trabajo profesional con víctimas desde el Estado genera un tipo de relación particular entre destreza profesional y competencias que son propias de la gestión pública. En tercer lugar, este tipo de trabajo suele involucrar tensiones o articulaciones entre la matriz profesional y el compromiso político ligado a causas o problemas de los que las víctimas forman parte. Finalmente, en muchos casos las formas de intervención profesional en relación con las víctimas tienen un fuerte componente performativo, es decir, que crean o recrean el mundo sobre el que están llamadas a intervenir.
Asumir el rol de contener y amparar a las víctimas requiere de una combinación entre profesionalismo y expertise. Ciertamente, la profesión presta un tipo de intervención basada en un conocimiento formulado sistemáticamente y aplicado a los problemas de quienes se asiste (Hughes, 1993: 374). Es parte del quehacer profesional sostener la capacidad de pensar objetivamente sobre asuntos dolorosos, con desapego y sin resultar afectado personalmente, en virtud de su saber especializado gracias a los conocimientos adquiridos después de un proceso de formación y aprendizaje. El distanciamiento basado en un punto de vista técnico estructura las relaciones de los profesionales con las víctimas. Ahora bien, es posible sostener que los profesionales que aplican sus conocimientos en el sinuoso mundo de las víctimas ejercen un rol más parecido al de quien es experto en cierto tipo de intervenciones o temáticas específicas. Las profesiones que interactúan con ellas de modo más recurrente en agencias estatales (fundamentalmente abogados o abogadas, psicólogos o psicólogas, trabajadores o trabajadoras sociales, médicos o médicas, etcétera) hacen su labor en un lugar fronterizo que requiere de la interconsulta, la interdisciplina y, también, el saber propio que se deriva de la experiencia acumulada en la práctica. De este modo, analizar la labor de los profesionales que trabajan con víctimas implica prestar atención a cómo hacen que los problemas sean visibles y procesables y a cómo elaboran sus diagnósticos (Eyal y Pok, 2011). Estos profesionales-expertos, a su vez, establecen un tipo particular de relación social con los destinatarios de los dispositivos en los que trabajan. Si bien se trata de un vínculo que implica cierta asimetría, aquellos esperan que las víctimas confíen en su criterio, dado que ocupan el lugar de autoridad y representación y “profesan conocer mejor que los demás la naturaleza de ciertos asuntos, y saber mejor que sus clientes lo que les aqueja” (Hughes, 1973: 375). Y aunque el lugar de autoridad dado por el punto de vista profesional siempre se encuentra presente, la expertise de quienes trabajan en estos dispositivos no está exenta de la necesidad de entablar vínculos de confianza especialmente debido al hecho de que el acercamiento de las víctimas a los organismos públicos suele estar marcado por resquemores. Parte de esta complejidad del trabajo con víctimas desde la práctica profesional es uno de los ejes principales del texto de Carolina Schillagi en este dossier. La autora se detiene en el análisis del funcionamiento cotidiano de algunas agencias estatales municipales y provinciales dedicadas a la atención a las víctimas. Allí, observa la lógica de funcionamiento burocrática que entra en juego para asistir a las víctimas, la cual oscila entre el registro y la atención, entre los intentos de cercanía y familiaridad por parte de los profesionales y la monotonía despersonalizada de los procedimientos estandarizados.
Por otro lado, las formas de intervención profesional en dispositivos de acompañamiento a víctimas no ocurren en el vacío. Podemos señalar al respecto que el trabajo profesional en el Estado se diferencia claramente del ejercicio liberal de la profesión. Es claro que el ejercicio profesional de la abogacía en un estudio o en una oficina pública no se parecen, lo mismo que sucede con la práctica de la clínica o el trabajo de un psicólogo o de una psicóloga en una agencia estatal. Las lógicas de funcionamiento burocrático del Estado establecen parámetros para el ejercicio profesional que son específicos; hay reglas, procedimientos y orientaciones de la acción que se establecen a partir del diseño y funcionamiento de los organismos. La contribución de Schillagi brinda también aportes interesantes para entender el impacto que pueden tener esas lógicas burocráticas en el desarrollo de las tareas profesionales. Al mismo tiempo, existe otro vector que impacta sobre el trabajo profesional en agencias estatales y organismos públicos. Con distinta intensidad, existe en ese tipo de intervenciones un componente político ligado a la repercusión y el impacto público de los casos. Por supuesto, este elemento puede variar de modo muy significativo, pero la gestión del sufrimiento de las víctimas implica un problema, un conflicto que es necesario resolver y cuyos modos de resolución no siempre son claros ni dependen exclusivamente de los saberes profesionales. Cuanto más resonante sea el caso, mayores implicancias políticas tiene y quizá requiera mayor creatividad y recursos para su gestión eficaz y su resolución efectiva. Las trayectorias de activismo y movilización de las propias víctimas aportan también a esa dimensión política de los conflictos que enmarcan las intervenciones de los profesionales. El entrecruzamiento entre el activismo de las víctimas, expertos y políticos se observa claramente en el artículo de Luciano del Hoyo, bajo el prisma de un caso de altísima repercusión pública. El autor analiza la conformación de la Comisión Bicameral Especial Investigadora sobre la desaparición, búsqueda y operaciones de rescate a raíz del hundimiento del submarino ARA San Juan, en la cual los familiares de los submarinistas ocuparon un rol central. Se examina entonces cómo un organismo del Poder Legislativo adoptó un rol peculiar al dar lugar tanto a los expertos en el esclarecimiento del caso como a un espacio de escucha, acompañamiento y reparación a los familiares de las víctimas. En muchos casos los políticos profesionales monitorean o tienen un ojo puesto en los casos y en las intervenciones, pero el trabajo de Del Hoyo muestra que en situaciones excepcionales pueden incluso tomar a su cargo de modo directo el acompañamiento a las víctimas.
Vale mencionar que el lugar que ocupan los y las profesionales en la elaboración de la condición de víctima no está exenta de contradicciones ni conflictos, en especial cuando sus miradas como portadores de un saber experto se articula –y tensiona– con su compromiso político con distintas causas. Muchas de las temáticas en torno a las cuales emerge la figura de la víctima –como la violencia de género, la violencia institucional y los delitos de lesa humanidad, entre varias otras– se han convertido también en causas políticas y en torno a ellas se han configurado campos de activismo, de los cuales también forman parte los profesionales con diversas modalidades de compromiso. Esta cuestión es abordada en el artículo de Pagnone, Longo y Arango de este dossier, en el que se analizan las controversias que supone la utilización del propio concepto de víctima entre las profesionales que se desempeñan en dispositivos ligados a la denuncia y acompañamiento en casos de violencia de género. Allí, las autoras muestran cómo para estas trabajadoras la noción de víctima –por remitir a una cierta debilidad y pasividad– no solo puede ser contraproducente en cuanto interpretación política de la problemática, sino que también puede dificultar un adecuado abordaje de los casos (dado que podría oficiar de obstáculo para el “empoderamiento” de las mujeres que padecen estas situaciones).
Finalmente, una última característica del trabajo profesional con las víctimas, en particular aquel que se realiza en dispositivos públicos, es que ese trabajo “crea” en algún sentido el objeto de la intervención. Como ya hemos señalado, los profesionales muchas veces juegan un papel fundamental en la legitimación del estatus de víctima. La experiencia de un hecho traumático no es un elemento que baste por sí solo para que una persona sea reconocida como víctima de un determinado suceso. Media allí un proceso de victimización (Hostein y Miler, 1990; Dodier y Barbot, 2016; Barthe, 2017) en el que las intervenciones profesionales suelen ser cruciales. A menudo, son distintos tipos de profesionales quienes, mediante su expertise específica, tienen la capacidad de constatar y avalar el sufrimiento de modo tal que sea pasible de ser reconocido. Tal es el caso de un médico que certifica el padecimiento relacionado con un determinado delito sexual, de un abogado que construye pruebas jurídicas que permiten constatar un abuso policial o de un psicólogo que determina la existencia de cierto daño psíquico en un sobreviviente (Zenobi, 2017). El trabajo de Florencia Maffeo en este dossier ilustra esta arista del trabajo con víctimas. Al poner el foco en el rol de psicólogas, médicas y trabajadoras sociales en un centro de asistencia primaria de la salud, la autora observa sus modalidades de actuación frente a la tarea de detectar casos de violencia de género. El artículo muestra cómo las mujeres que llegan a las consultas no asumen inmediatamente que son víctimas, sino que se visualizan como tales en su articulación con estas profesionales, quienes, a la vez que juegan un papel fundamental en el reconocimiento de la condición de víctima, les ofrecen un acompañamiento que les facilita sobrellevar todo el proceso posterior.
Las víctimas están sujetas al poder clasificatorio que ostentan estos actores con saberes especializados para ser reconocidas institucionalmente como portadoras de ciertos derechos o, más aún, para ser percibidas públicamente como personas auténticamente sufrientes. La contribución de José María Vitaliti al dossier muestra de modo muy interesante cómo esa práctica clasificatoria se apoya muchas veces en instrumentos y tecnologías de gestión. En el análisis que realiza sobre las transformaciones de los procesos de admisión a hogares convivenciales para niños, niñas y adolescentes en la provincia de Mendoza, muestra que el uso del “motivo de ingreso” es un punto de observación crucial para entender las concepciones sobre la protección infantil y la organización de las rutinas de trabajo de ese tipo de dispositivos públicos. En síntesis, las víctimas se constituyen como tales en interacción con campos de expertise específicos, esto es, a raíz de su vinculación con profesionales que tienen la potestad de clasificarlas, jerarquizarlas y consagrarlas, o bien, de volverlas pasibles de ser cuestionadas, resistidas y sospechadas (Zenobi, 2020: 336).
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Como puede verse en el recorrido de esta introducción y en las contribuciones que forman parte de este dossier, la gestión del sufrimiento es hoy un problema al que los Estados y los gobiernos tienen que hacer frente. La respuesta a situaciones críticas que producen daño y padecimiento en las personas se ha convertido en un imperativo para nuestras sociedades que reconocen y atribuyen creciente legitimidad a las víctimas. Esas intervenciones que dan lugar a la gestión del sufrimiento de las víctimas abren el camino para la progresiva conformación de especializaciones profesionales. Las indagaciones actuales muestran que en nuestro medio, estas no tienen en sí mismas la forma de un nuevo marco disciplinar –como lo fue en otras latitudes la victimología–, sino que se explican por el despliegue de formas de expertise que se articulan con las perspectivas que brindan los distintos campos profesionales.
Barthe, Y. (2017). Les retombées du passé. Le paradoxe de la victime. París: Le Seuil.
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1 “El sufrimiento colectivo es también un componente central de la economía política global. Hay un mercado para el sufrimiento: la condición de víctima es comodificada” (Kleinman, Das y Lock, 1997: xi; traducción propia).
2 En El imperio del trauma, Rechtman y Fassin (2007) reconstruyeron el largo proceso de consolidación de la noción de trauma como categoría para la evaluación del sufrimiento. Interesados por sus formas de validación científica, atendieron particularmente a la categoría diagnóstica del Síndrome de Estrés Postraumático elaborada por la psiquiatría en los años ochenta, debido a que este hito abonó de manera decisiva a la transformación del trauma entendido como fenómeno físico hacia un asunto de índole psicológica (Rechtman, 2023). A su vez, como señala Zenobi (2017 y 2023), el proceso de legitimación convergente de la noción de trauma y de la condición de víctima ha tenido configuraciones de muy distinto tipo en diferentes regiones.