CÓMO CITAR ESTE ARTÍCULO:Rocha Pardo, J. C.; Saldívar Moreno, A; Roysen, R.; Mier y Terán, M. y Keck, C. S. (2024). La transición a economías alternativas en proyectos neorrurales en el sureste y centro de México. Otra Economía, 17(32), 56-81.
La transición a economías alternativas en proyectos neorrurales en el sureste y centro de México
Juan Carlos Rocha Pardo
rochacol@yahoo.com
Departamento de Sociedad y Cultura - El Colegio de la Frontera Sur, México - ORCID: https://orcid.org/0000-0002-6700-5231
Antonio Saldívar Moreno
asaldivar@ecosur.mx
Departamento de Sociedad y Cultura - El Colegio de la Frontera Sur, México - ORCID: https://orcid.org/0000-0003-2330-0770
Rebeca Roysen
rebecaroysen@gmail.com
Centro de Religión, Economía y Política (ZRWP) - Universidad de Basilea, Suiza - ORCID: https://orcid.org/0000-0003-4368-9218
Mateo Mier y Terán
mmieryteran@ecosur.mx
Departamento de Agricultura Sociedad y Ambiente - IpM Conahcyt - El Colegio de la Frontera Sur, México - ORCID: https://orcid.org/0000-0001-6512-7238
Charles S Keck
ckeck@ecosur.mx
Departamento de Sociedad y Cultura - El Colegio de la Frontera Sur, México - ORCID: https://orcid.org/0000-0002-3862-6194
Recibido: 14/06/2024 - Aceptado: 19/11/2024
Resumen: Este artículo analiza los intentos por explorar otras economías entre neorrurales asentados en el sureste y centro de México, quienes hacen parte del creciente número de urbanos desencantados que migran de la ciudad al campo en busca de un estilo de vida más simple, cercano a la naturaleza, en comunidad, y menos dependiente de las dinámicas del capitalismo. El artículo empieza con un recuento de investigaciones sobre el movimiento neorrural, cuya retórica ha sido difícil de materializar en la realidad, y se ha visto limitada por las dificultades propias de la transición del homo economicus al homo habilus. Luego se observan y analizan varias historias de vida de neorrurales, documentadas en un recorrido por un territorio habitado tradicionalmente por comunidades indígenas, para quienes la autosuficiencia no es un horizonte utópico sino una realidad amenazada, y donde ocurre un auge moderado de proyectos que buscan desmarcarse de las lógicas del capital.
Palabras claves: neorrurales, ecoaldeas, transición
Resumo: Este artigo analisa as tentativas de explorar outras economias entre os neorrurais assentados no sudeste e centro do México, que fazem parte do crescente número de urbanos desencantados que migram da cidade para o campo em busca de um estilo de vida mais simples, próximo da natureza, em comunidade, e menos dependente das dinâmicas do capitalismo. O artigo começa com um relato da investigação sobre o movimento neorrural, cuja retórica tem sido difícil de materializar na realidade, e tem sido limitada pelas dificuldades inerentes à transição do homo economicus para o homo habilus. Em seguida, observamos e analisamos várias histórias de vida de neorrurais, documentadas num percurso por um território tradicionalmente habitado por comunidades indígenas, para as quais a autossuficiência não é um horizonte utópico, mas uma realidade ameaçada, e onde está ocorrendo um aumento moderado de projetos que procuram dissociar-se das lógicas do capital.
Palavras-chave: neorrural, comunidades intencionais, transição
Abstract: This article analyzes attempts to explore alternative economies developed by neorurals living in southeastern and central Mexico, who form part of a growing number of disenchanted urbanites migrating to rural areas in search of a simpler communitarian lifestyle, which is closer to nature and less dependent on capitalist dynamics. The article first discusses the findings of studies of the neorural movement, pointing out that its rhetoric has been difficult to put into practice, due to difficulties of transitioning from homo economicus to homo habilus. Finally, it analyzes the life histories of several neorurals living in territories long inhabited by indigenous communities, for whom self-sufficiency is not a utopian horizon but rather a threatened reality, where arising neorural projects aim to decrease their dependence of capitalist system.
Keywords: neorurals, intentional communities, transition
La crisis civilizatoria actual ha motivado el surgimiento de un proceso de migración de la ciudad al campo, a contracorriente de la dinámica migratoria del campo a la ciudad, dominante durante los últimos dos siglos, de menor proporción, pero significativo y en aumento, que inició en la década de los 60s con los ‘migrantes de la utopía’ (Hervieu, 1979), especialmente en el Norte Global, y que desde los 80s se ha expandido a otras latitudes, entre ellas al sureste y centro de México.
Estos nuevos habitantes de la ruralidad son descritos como “urbanos desencantados” (Romita y Núñez Morales, 2014) que “migran de la ciudad al campo para adoptar un estilo de vida agrícola o artesanal radicalmente nuevo, motivados por la búsqueda de una forma de vivir más simple, autosuficiente, autónoma, menos dependiente de las dinámicas del capitalismo, más próxima a la naturaleza y ecológica” (Calvario y Otero, 2015: 265).
Sin embargo, la retórica que rodea este movimiento ha sido difícil de materializar en la realidad, y la propuesta de establecer una economía alternativa, autosuficiente, basada en una ética ambiental y que ocurra en los intersticios del capitalismo, ha derivado en negociaciones sustanciales entre las visiones de sustentabilidad y los procesos y dinámicas del capitalismo (Morris, 2022).
En el presente artículo analizaremos esta transición de la ciudad al campo, a partir de la observación de varios proyectos neorrurales establecidos en el sureste y centro de México, un territorio tradicionalmente habitado por comunidades indígenas. El artículo inicia con una breve descripción del movimiento neorrural, de ecoaldeas y comunidades intencionales; para luego observar retazos de algunas historias de vida de neorrurales documentadas en un recorrido de seis meses y cinco mil kilómetros, para finalmente analizar las características de las exploraciones de otras economías y la medida en que logran desmarcarse o no de las lógicas del capital.
1.1 Los “migrantes de la utopía”
En la década de los 60s miles de jóvenes en rebeldía iniciaron un fenómeno de migración de la ciudad al campo, especialmente en Europa y Estados Unidos, rumbo a lugares “en donde realizar sus utopías” (Vaschetto, 2006: 105), siendo una constante el interés de habitar en la naturaleza y retornar a la comunidad. En Latinoamérica, este movimiento tomó fuerza a principios de los años 80s, especialmente en México, Colombia, Argentina y Brasil (Salamanca y Silva 2015). La Caravana Arco Iris por la Paz, que emprendió camino en 1996 desde la ecoaldea Huehuecóyotl, en México, y recorrió 17 países de Latinoamérica durante 13 años, hasta llegar a la Patagonia, sembró inquietudes que eventualmente condujeron a la creación de nuevos asentamientos en transición a la sustentabilidad por todo el continente.
Especialmente desde los años 90s, las comunidades intencionales y las ecoaldeas han mantenido un proceso de expansión en todo el mundo (Estevez, 2017), y aunque está lejos de ser un movimiento multitudinario, se ha consolidado como un movimiento global, que responde a causas globales, desde respuestas locales (Jackson, 2004).
Las ecoaldeas fueron definidas por Gilman (1991, 11) como “un asentamiento humano e integral (no solo es una estructura de viviendas, sino un asentamiento donde las actividades humanas están integradas en el medio natural de manera inocua), concebido a escala humana, que incluye todos los aspectos importantes para la vida, integrándolos respetuosamente en el entorno natural, que apoya formas saludables de desarrollo (sostenible/sustentable) y que pueda persistir indefinidamente”. Las comunidades intencionales son consideradas como “grupos de personas que han decidido vivir juntos con un propósito común, y trabajan cooperativamente para crear un estilo de vida que refleje los valores fundamentales que comparten” (Kozeny, 2021).
La Red Global de Ecoaldeas -GEN, por sus siglas en inglés- se fundó formalmente en 1995, días después de celebrar la primera conferencia mundial sobre ecoaldeas y comunidades sustentables, que reunió más de 400 personas de 40 países en la ecoaldea Findhorn (Escocia), en donde se crearon los nodos continentales de GEN, convirtiéndose en una “comunidad de comunidades” que hoy estima existen alrededor de 10 mil proyectos afines en 114 países -comunas, ecoaldeas, ecobarrios, propiedades colectivas, caravanas, entre otros-, y suman una población que ronda los 500 mil habitantes.
Este auge relativo de las ecoaldeas y los asentamientos sustentables ha llamado la atención de la investigación científica. Una biblioteca virtual recientemente organizada en el marco del proyecto ReGEN4All ha reunido más de 600 artículos y otros materiales sobre ecoaldeas y proyectos afines, lo cual refleja el interés sobre estas experiencias y sus posibles aportes para la solución de la crisis ambiental.
Si bien no todos los nuevos habitantes de la ruralidad se inscriben dentro de la búsqueda de un proyecto utópico o emancipador, Nates y Raymond (2007) describen el fenómeno de los neorrurales como migrantes con niveles considerables de educación, mayoritariamente jóvenes de clase media, que se caracterizan por buscar alternativas a la forma de vida consumista de la ciudad, para adentrarse en apuestas que buscan la autosostenibildad y la armonía con el ambiente, y tienden a agruparse en comunidades intencionales para emprender de forma colectiva y colaborativa la transición a estos modelos alternativos.
Según Estevez (2017), la multiplicación de estas exploraciones es resultado de la emergencia de un conjunto de valores post-materialistas que anuncian un cambio de hábitos entre sectores urbanos de clase media y alta, lo que Inglehart (1997 en Esteves 2017) llama un proceso de post-modernización, es decir, personas que experimentaron afluencia material y oportunidades, y alcanzaron un nivel de educación alta, al confrontar los evidentes y crecientes efectos sociales y ambientales indeseables del capitalismo, tienden a dejar de perseguir objetivos puramente materiales y de supervivencia, y pasan a la búsqueda de la autorrealización y una mejor calidad de vida, algunas a través del retorno al campo.
La mayoría de las investigaciones se han concentrado en proyectos en el Norte Global, siendo descritos como un movimiento social que se opone al sistema económico globalizado, que ve en el fortalecimiento de la vida individual y colectiva, la recuperación de saberes ancestrales y técnicas modernas, y el florecimiento de una ética ambiental, la solución a las tendencias perturbadoras y alienantes de la tecnocracia en el capitalismo global (Chaves 2015, 2017; Lockyer 2017; Liftin 2014).
Algunas investigaciones incluso consideran a las ecoaldeas como “islas del futuro” (Von Lupke 2012) y “laboratorios de sustentabilidad” (Burke y Arjona 2013), espacios para la experimentación de ‘otros mundos posibles’, que, aunque no siempre son exitosos, exploran otros paradigmas en respuesta a las inconsistencias del actual, y se convierten en “experiencias que pueden orientar la fuga en un contexto de colapso civilizatorio” (Giraldo, 2022: 138).
Otros trabajos, más críticos, se preguntan si las ecoaldeas “representan una fuerza real transformadora que desafía al capitalismo global y la cultura de consumo, o si por el contrario, representan proyectos utópicos, expresión de un privilegio de clase que permite a personas con recursos crear un lugar “a la medida” en el cual vivir con comodidad, reproduciendo las criticidades y asimetrías más difusas en nuestras sociedades contemporáneas” (Brombin, 2015: 9); y señalan que las ecoaldeas están aún lejos de ser “islas de sustentabilidad” (Andreas, 2013) y, por el contrario, se mantienen profundamente interdependientes del sistema que critican, tanto social como económicamente, enfrentando retos y cayendo en contradicciones que seguramente les tomará tiempo superar, o no podrán superar.
En el libro ‘Imaginando utopías reales’ de Olin Wright (2009), el autor realiza un análisis de las “transformaciones sociales emancipadoras” que exploran alternativas a la hegemonía del capitalismo, y propone tres tipos de estrategias -de ruptura, intersticiales y simbióticas-, ubicando a las comunidades intencionales entre las intersticiales, es decir, aquellos procesos que ocurren en las grietas de la estructura dominante de poder, donde los individuos todavía actúan en relativa autonomía, sin seguir los dictados de la lógica del sistema. Estos procesos intersticiales usualmente juegan un rol central en patrones del cambio social, aunque a veces sin intención explícita. Por ejemplo, usualmente se describe al capitalismo como desarrollado en los intersticios de la sociedad feudal, cuando las relaciones de mercado en las nacientes ciudades fueron quebrando el dominio de los señores feudales en el campo, hasta propiciar una transformación radical del sistema social predominante (Wright, 2009).
Sin embargo Wright explica que, aunque muchos de estos esfuerzos desarrollan prácticas e instituciones alternativas, encarnan valores deseables y quizás algunos incluso se pueden considerar como iniciativas emancipadoras, abriendo camino para transformaciones más radicales, es tal la hegemonía del capitalismo, que estas no logran conformar una alternativa concreta frente a las relaciones de poder y dominación existentes: “Las comunas hippies de 1960s pueden haber sido inspiradas por anhelos utópicos (…) pero en la práctica funcionaron más como escapes de la realidad de la sociedad capitalista que como nodos de transformaciones radicales” (Wright, 2009: 231).
Para Dawson (2012), las comunidades intencionales, que en su primera etapa -60s y 70s- se mantuvieron más aisladas, en busca de la autosuficiencia, y presas de cierta radicalidad, chocaron con una gran distancia entre el ideal de retorno al campo y la realidad, y ante las dificultades experimentadas en el establecimiento de los proyectos más allá del paradigma capitalista, y la eventual necesidad de recursos y capital, se abrieron al exterior, especialmente desde mediados de los 2000, tratando de construir alianzas con vecinos, grupos de ciudadanos, organizaciones e instituciones, a su vez favorecidas por la difusión del concepto de ‘desarrollo sustentable’ en la sociedad, que permitió a las ecoaldeas establecer diálogos más amplios con más actores (Santos, 2016).
Según Snikersproge (2022), aunque los neorrurales expresan un deseo por ganar más agencia sobre sus vidas y explorar alternativas al modelo de vida capitalista, éste es diluido y disuelto por la disciplina del tiempo capitalista. Según ella, los mecanismos de creación de valor del capitalismo también han invadido la ruralidad; y el valor del tiempo, el trabajo y la propiedad, determinados a partir de las lógicas del crecimiento y la acumulación, hacen difícil la construcción de modos de vida alternativos incluso en los márgenes de la sociedad capitalista, donde los neorrurales se quedan cortos en proponer una solución.
Ante estas barreras, comunes a distintos movimientos alternativos, Wright (2009) se pregunta cuál es la lógica subyacente a través de la cual la acumulación de actividades intersticiales puede contribuir a construir otros mundos posibles, y no convertirse en caminos sin salida entre las grietas del sistema.
Siguiendo a Illich (1973), superar la crisis requiere un cambio radical que ha de ocurrir progresivamente, un proceso de transición entre el homo economicus, el humano que trabaja para conseguir dinero y pagar por la satisfacción de sus necesidades; al homo habilus, el humano que recupera las habilidades para satisfacer necesidades reconsideradas por sus propias manos, con los recursos disponibles en el entorno, basado en una profunda ética ambiental, utilizando herramientas y conocimientos de distintas épocas y orígenes, y revitalizando las relaciones de apoyo mutuo, solidaridad y reciprocidad, en comunidad.
Para Holloway (2012), el capital se basa en la propiedad de lo hecho y del repetido comprar el poder-hacer de las personas, convirtiendo el hacer en trabajo enajenado, en poder-sobre. La economía campesina o de subsistencia, por ejemplo, donde el trabajo de las personas está enfocado en el autoabasto, contrasta con la economía de mercado, donde el trabajo está determinado por la explotación de la mano de obra. Esta separación de lo hecho respecto del hacer es el núcleo de una fractura múltiple de todos los aspectos de la vida, siendo la única alternativa para superarla la disolución del poder-sobre, la emancipación del poder-hacer.
“La autogestión es una práctica revolucionaria. No es una alternativa sólo para sobrevivir dentro de este mundo capitalista. Es la negación del capitalismo, es la obstrucción de toda relación de dominio (…), es hacernos responsables de nuestra propia vida, de nuestras necesidades e intereses (…), habita en la vida cotidiana (…), no es una salida al trabajo asalariado. Es la abolición del trabajo alienado y la puesta en marcha de un hacer lúdico, de la creación social” (Sandoval, 2017: 264-266).
El Movimiento de Transición, con origen en Inglaterra, pero difundido por el mundo, con un nodo activo en México y estrecha relación con la red de ecoaldeas, explica la transición como el proceso necesario y progresivo para pasar de un sistema dependiente del petróleo, de alto consumo energético, a uno de bajo consumo, que apunta a la autosuficiencia, promueve la producción local en vez de lo importado, y utiliza diversas herramientas cultivadas por la Humanidad a lo largo de su historia, tanto ancestrales como modernas, para satisfacer las necesidades humanas reconsideradas a través de sus propias capacidades, sin comprometer el equilibrio de los ecosistemas (Hopkins, 2008).
La transición es un proceso gradual, que entre los neorrurales avanza según las prácticas que cada proyecto incorpora en la cotidianidad, a partir de sus posibilidades y circunstancias. Un estudio de las ecoaldeas utilizando teorías de la práctica social (Roysen, 2019) ha mostrado que la presencia de nuevos elementos en las prácticas sociales -significados, materiales y competencias- crea oportunidades para la emergencia de prácticas nuevas, reevaluadas y mejoradas constantemente, y que, según otro estudio de ecoaldeas en Estados Unidos, hace posible un estilo de vida que consume menos del 10% de la energía y los recursos que el promedio de los americanos (Boyer, 2016 en Roysen, 2016).
A pesar de que las comunidades intencionales exploran una gran variedad de proyectos y prácticas útiles para cultivar la autosuficiencia, es pertinente preguntarse en qué medida han logrado desmarcarse de las lógicas del capital, cuáles estrategias están utilizando para recuperar el tiempo, el trabajo y las habilidades, y reconsiderar las necesidades, y cuáles son los obstáculos más recurrentes que han encontrado en esta transición.
En el contexto del sureste y centro de México, los territorios de llegada de muchos de los neorrurales coinciden con comunidades indígenas y campesinas que han habitado el territorio durante generaciones, para las cuales la autosuficiencia no es un horizonte utópico, sino una realidad amenazada.
Según Bonfil (1990), las comunidades indígenas del México profundo tienden a la autosuficiencia, y aunque ésta ya no es una realidad absoluta, dado el avance del capitalismo en la ruralidad, sigue siendo una orientación general y bien definida que se sustenta en la comunidad, “un intrincado tejido de conocimientos generalizados, actividades diversificadas y especializaciones indispensables, para llevar la vida con autonomía” (Bonfil, 1990: 57). Para los tzeltales, en Chiapas, la vida buena, el lekil kuxlejal, sólo puede restaurarse a través del kochelin jbahtik, la interdependencia comunitaria, que deriva en la autogestión (Paoli, 2003).
La península de Yucatán, los Altos de Chiapas, y los pueblos de Tepoztlán y Jalcomulco son lugares de una belleza natural excepcional, que resguardan los vestigios de civilizaciones ancestrales y son epicentro de distintos movimientos sociales alternativos, entre ellos el neozapatismo, uno de los movimientos anticapitalistas más emblemáticos en la actualidad a nivel mundial. Estas condiciones, que han atraído la atención de los neorrurales, propiciaron un encuentro singular, que agrega un ingrediente particular a la presente investigación.
2. El recorrido como metodología de exploración1
Entre febrero y agosto de 2022 realizamos un viaje por el sureste y centro de México, en busca de proyectos establecidos por neorrurales, a bordo de una VW Combi adaptada con cama y cocina, que facilitó los desplazamientos y la estancia en los distintos proyectos.
La investigación se vio favorecida y motivada por el conocimiento previo de las dinámicas de las ecoaldeas y proyectos afines, cultivado durante distintas visitas realizadas desde 2008, en países como Colombia, Ecuador, Perú, Bolivia, México e India; y por el habitar cotidiano en la Red Kunagua, la comunidad de la que somos parte desde 2015, facilitando la relación con los actores en campo, la incorporación en las actividades cotidianas, el apoyo en las labores voluntarias, y la identificación de ciertos elementos, prácticas y conflictos recurrentes.
El recorrido, realizado junto a mi familia, inició en Bacalar, Quintana Roo, y terminó en Tepoztlán, Morelos. La mayoría de los proyectos visitados fueron identificados a través de una investigación previa al recorrido, aunque conocimos algunos más utilizando la metodología de bola de nieve (Patton 2002), siguiendo referencias que encontramos durante el camino. Nos propusimos visitar proyectos con características diversas –ecoaldeas, ecobarrios, propiedades colectivas, proyectos familiares-, tanto de amplia trayectoria como emergentes, e incluso uno que recién se había desintegrado (Tabla 1), y mantuvimos diálogos e interacciones con personas de las comunidades indígenas en donde se establecieron los proyectos neorrurales.
Este proceso se ha complementado en 2023 y 2024, con diálogos y entrevistas a varios de los sujetos previamente visitados, dando seguimiento en el tiempo a la mayoría de los proyectos.
La ubicación de los asentamientos usualmente coincidió con lo que algunos autores denominan el circuito Nueva Era (Comunello, 2018), un crisol de proyectos alternativos que permea pueblos y ciudades con ciertas características particulares, visitados por personas con tendencia a la itinerancia, donde el sureste y centro de México, dada su fuerte tradición indígena y revolucionaria, ocupan un lugar central.
Entre uno y otro proyecto pudimos dar un vistazo al contexto de crisis civilizatoria preponderante. Además de los atractivos naturales y culturales presentes en los territorios, sembrados con cascadas, cenotes, selvas, pirámides y milpas, topamos con centros de migración atiborrados de personas, bloqueos indígenas, monocultivos de kilómetros, montañas taladas, camiones repletos de madera, selvas transformadas en pastizales para ganadería, los estragos de un huracán, el asesinato de un presidente municipal, y basura por todas partes.
En todos los casos, y en la medida de lo posible, tratamos de integrarnos a la cotidianidad de los asentamientos, ofreciendo nuestro apoyo como voluntarios, aplicando la metodología de observación participante y documentando las observaciones en un diario de campo. Además, realizamos entrevistas semiestructuradas y no estructuradas, completamos un cuestionario con información básica de los once proyectos visitados y realizamos registro fotográfico.
Esta metodología ha servido para recopilar una diversidad de historias de vida (Ruíz, 2012), no solamente a partir de la narrativa de las personas o grupos, sino también, y más que todo, a partir de la observación y participación en su cotidianidad, para propiciar un intercambio entre conceptos, narraciones y hechos (Borda, 1979).
En el presente artículo compartiremos algunos retazos de las historias documentadas en el recorrido, escogiendo los que reflejan con mayor claridad las características de la exploración de economías alternativas entre los neorrurales, un proceso que reviste gran complejidad, abarca distintos ámbitos, y se desarrolla en el contexto de un sistema hegemónico en constante expansión.
Entre las múltiples variables observadas, se determinaron algunas de las más recurrentes según los registros del diario de campo, utilizando un método inductivo para establecer las siguientes categorías de análisis: el acceso a la tierra, la distancia entre el ideal y la realidad, el trabajo, y el territorio de llegada. A través de estas, se infieren los obstáculos más comunes enfrentados en su intención de habitar en la ruralidad siguiendo una ética ambiental, y las actividades utilizadas para superarlos o negociarlos, sirviendo como una introducción necesaria para abordar la transición a otras economías entre proyectos neorrurales.
Tabla 1. Proyectos que hicieron parte del recorrido.
Fuente: Elaboración propia
3.1 Retorno a la ruralidad, ¿a qué precio?
Las primeras comunidades intencionales en el sureste y centro de México se establecieron en la década de los 80s, conformadas por viajeros que encontraron paraísos perdidos -y baratos- en un territorio con gran riqueza natural y cultural, un lugar para explorar otras formas de habitar en las grietas del capitalismo. Estas brechas abiertas han sido seguidas por cada vez más personas, especialmente en 2012, año del fin del calendario maya, cuando se presentó un auge de neorrurales en el territorio, así como después de la pandemia del COVID-19.
Cuando se fundaron las primeras ecoaldeas -Huehuecóyotl en Ocotitlán (Morelos) y Ha Omek ka en Tzajalá (Chiapas)-, los territorios contaban con escasa infraestructura, eran desconocidos para personas externas y el precio de la tierra era bajo. En Ha Omek Ka -“el principio del tiempo sin fin” en tzeltal-, la numerosa llegada de personas en 2012, atraídas por el fin del calendario maya, cautivadas por el movimiento inusitado que se desató ese año en la comunidad, y el interés de algunas de ellas en radicarse en el territorio, con el tiempo ha conducido a un proceso de lotificación en tamaños cada vez más pequeños, transformando el uso del suelo, aumentando la densidad de población y tentando a propietarios locales a vender para solventar los gastos crecientes inherentes al avance del capitalismo en la ruralidad.
En el Valle de las Higueras, en Jalcomulco (Veracruz), en un rincón paradisíaco a orillas de un río ideal para la práctica de rafting, el primer proyecto neorrural se estableció 16 años atrás, “pasando por ecoaldea, centro de meditación, centro de rehabilitación y ashram”, antes de convertirse en un proyecto de turismo consciente, en medio de una especie de ecobarrio que ha crecido con los años, a la par con el costo de la tierra y la popularidad de Jalcomulco, y al cual han llegado personas que no necesariamente comparten los mismos principios ecológicos, como parte de un proceso de gentrificación común a los territorios donde se han instalado los neorrurales.
Una dinámica similar ha derivado en el surgimiento de varios proyectos inmobiliarios con claros fines comerciales, en especial en los estados de Quintana Roo y Yucatán, asociados al boom de turismo en la región, que utilizan el nombre de ecoaldea, la mayoría sin habitantes ni comunidad, pero con predios comprados y en oferta de terrenos para nuevos miembros, limitados a personas con recursos económicos suficientes para invertir en este tipo de modelos, en especial extranjeros atraídos por la riqueza natural y cultural de la región y favorecidos por el desigual cambio de divisas entre el Norte y el Sur Global.
Así, podemos ver que la demanda de terrenos resultado del creciente interés por habitar en la ruralidad ha derivado en un aumento en el precio de la tierra, convirtiéndose en un obstáculo determinante enfrentado por las personas que retornan a la ruralidad. En varios casos han sido neorrurales quienes han abierto el camino para la llegada de más personas de origen urbano a territorios antes desacostumbrados a estas formas de mercantilización de la tierra, desencadenando procesos de gentrificación.
Estas tendencias hacen que el acceso a la tierra sea cada vez más restringido. Si bien muchas de las personas que emprenden estas búsquedas provienen de familias de clase media, la mayoría también oscilan entre los 25 y 45 años, y no es normal que cuenten con los recursos suficientes y/o el apoyo de sus familias para comprar un terreno donde asentarse. Para sortear esta situación, hemos encontrado una gran diversidad de caminos para acceder a la tierra, aunque no siempre tiendan a la propiedad ni garanticen la posibilidad de desarrollar procesos a largo plazo.
Ana, por ejemplo, es una “neorrural sin tierra”. Creció en la Ciudad de México, disfrutó de ciertas comodidades y de una educación alternativa, y tuvo su “ahá moment”2 en la ecoaldea Zutut’ha (Yucatán) -“agua que da vueltas” en maya-, aprovechando uno de los paros sindicales de la universidad. Era una comunidad emergente ubicada en un terreno privado de 200 hectáreas en medio de la selva yucateca, conformada por un grupo de jóvenes originario en su mayoría de la Ciudad de México, que después de años de búsqueda, sobre todo en el centro del país, coincidió con este terreno deshabitado, propiedad de una familia urbana, y emprendieron una aventura comunitaria que floreció durante cinco años y cosechó múltiples aprendizajes, pero sufrió una fractura alimentada en gran medida por el dilema de la posesión de la tierra, aunada a otras situaciones particulares, como la tormenta tropical Cristóbal y la pandemia del COVID-19.
Cuando Ana llegó, la comunidad estaba en su esplendor. La población fluctuaba entre las 20 y 30 personas, había voluntarios de todo el mundo, la mayoría jóvenes como ella. Estaban levantando las primeras construcciones, adaptando técnicas tradicionales bajo la guía de don Luis, un indígena maya, y con la participación de arquitectos titulados en la universidad, iniciando un huerto sintrópico, organizando encuentros de cuerda floja en un cenote, y un festival cultural en el casco urbano. Vivían en carpas, en medio de la selva, bajo el calor inclemente y las lluvias torrenciales, conviviendo con mosquitos, zancudos, tarántulas, serpientes, venados y pericos, “y sentíamos que lo podíamos todo”.
Ana regresó a la ciudad una vez terminado el paro, pero ya no había opción, “ya no puedes mentirte”. Su presente, ya no solo su futuro, estaba en el campo. Desde entonces, ha creado una economía alternativa para mantenerse en la ruralidad, en constante movimiento entre los distintos proyectos que conforman una naciente red alternativa, y aprendiendo conocimientos útiles para llevar una vida en la periferia del sistema:
Reduje los gastos al mínimo y fui dándome cuenta de que el dinero no era el único intermediario para conseguir lo que necesitaba. Hago mucho trueque, sobre todo de hospedaje y alimentación a cambio de trabajo voluntario en proyectos que me enseñen algo, por ejemplo en herbolaria, producción de hongos o bioconstrucción (…) Busco la forma de darme el ride para moverme, a veces por Blablacar,3 y he tenido muchos trabajos: vender crema de cacahuates, aretes, atender un hostal en una isla, realizar encuestas en época de elecciones o, los que más me gustan, crear eventos transformadores sobre agricultura sintrópica y alimentación trofológica, o instalar baños secos.
De forma similar, varios de los miembros de Zutut’ha, una vez disuelta la comunidad, permanecieron en el territorio, gestionando recursos económicos a través de convocatorias internacionales y/o del Estado, para impulsar proyectos conjuntos con la comunidad local, como la reapertura de un castillo abandonado durante años, convertido ahora en un dinámico centro cultural, la Casa de la Cultura Maya Nachi Cocom, o el desarrollo de un proyecto para recuperar los solares mayas, muy pertinente para enfrentar algunas de las carencias derivadas de la pandemia, utilizando saberes tradicionales en riesgo de desaparecer, en ambos casos, sin tener propiedad legal sobre los terrenos en donde se trabaja.
El Colectivo Waybil –“lugar de ensueño” en maya- es otro ejemplo de comunidad “sin tierra” que estuvo establecida temporalmente en un centro holístico en Bacalar (Quintana Roo), conformada por un puñado de jóvenes “muy movidos”, que intercambiaban espacios para alojamiento, una cocina comunal y la posibilidad de organizar talleres cada tanto, a cambio de compostar los desechos orgánicos del hotel, producir algunos alimentos para los huéspedes y prestar servicio de guía a los interesados en conocer el sistema sintrópico instalado. Sin embargo, las restricciones propias de trabajar en un proyecto de propiedad particular y las invitaciones para realizar talleres y asesorías en otros lugares de México y Centroamérica, llevaron al colectivo a la itinerancia, manteniendo una base ocasional y un sistema agroforestal demostrativo en Bacalar.
Esta recursividad también se ha desarrollado para la asociación entre varias personas o familias en busca de un terreno, realizando compras colectivas, que permiten dividir los crecientes costos, y obliga a ejercicios de organización comunitaria más intensos.
El caso de Yax Witz ku -cerro azul en maya- es ilustrativo (Figuras 1 y 2). Impulsada por los mismos fundadores de Ha Omek Ka, quienes ya mayores, y a pesar de tener ese proyecto consolidado, decidieron buscar un espacio más alejado de la influencia del sistema. Ante la oportunidad de comprar un terreno de 500 hectáreas en inmediaciones de la reserva La Sepultura (Chiapas), y descartando la participación de inversionistas extranjeros que proponían un modelo de negocio, optaron por realizar una convocatoria entre sus conocidos, ampliada por redes sociales, que terminó reuniendo a 70 socios de todo el mundo, con perfiles diversos, quienes aportaron un monto determinado de dinero para crear la comunidad intencional más grande de México. El ejercicio, iniciado en 2022, promete ser “tremendo experimento social”, como dijo Inés, chilena residente en México y socia del proyecto, y si bien facilitó la compra de un terreno amplio, que de otra forma no habría sido posible, implica retos organizativos a los que será interesante dar seguimiento en el tiempo.
Figura 1 y 2. La naciente ecoaldea Ya Witz Ku.
Fuente: archivo personal
Otro ejemplo de compra colectiva es la comunidad Hogar de la Tierra (Chiapas), que surgió ante una oportunidad de compra repentina, que condujo a la asociación de varios amigos y conocidos, dispuestos a gestionar un territorio común de forma colectiva. Durante nueve años realizaron acuerdos de convivencia, construcciones comunes y proyectos colectivos, y exploraron distintas formas de organización, pero luego de un compartir intenso, reiterados conflictos de diversa índole y la exploración fallida de distintos métodos para su resolución, optaron por dividir la propiedad en varios terrenos familiares, disminuyendo la intensidad de las relaciones comunitarias, sin perderlas por completo. “Santo remedio” dijo uno de los miembros.
Otra alternativa para acceder a la tierra es hacerse miembro de una comunidad ya existente. Para ello, usualmente es necesario pasar un proceso de admisión, que varía de un proyecto a otro, según el grado de formalidad adoptado por la comunidad, y que usualmente implica pasar por entrevistas, habitar durante un tiempo determinado en la comunidad, asumiendo ciertos derechos y responsabilidades, y realizar un aporte económico inicial. “El que pasa por todo eso es porque en verdad quiere hacer parte de la comunidad” explicaba un miembro de Crisalium.
Finalmente, y aunque también se documentaron casos de personas que heredaron terrenos de sus familiares, o contaron con la afluencia económica para adquirir un terreno e iniciar sus proyectos, y a pesar de la creatividad y recursividad para sortear este primer escollo, el acceso a la tierra sigue y seguirá siendo un obstáculo determinante en el devenir de este tipo de proyectos.
Otro obstáculo recurrente que ralentiza la transición es la distancia entre el ideal de la vida en el campo forjado desde la ciudad, y la realidad de habitar en el campo y emprender los proyectos que allí se requieren.
“Del youtube a la realidad hay mucho trecho” dijo entre risas el fundador de la ecoaldea Tierra Viva, a 30 km de Mérida, en una noche estrellada y junto al fuego, luego de un caluroso día de trabajo. Se trata de una comunidad emergente, impulsada por una familia joven, que habitaba la ciudad de Tampico (Tamaulipas), cuyo primer contacto con el mundo de las ecoaldeas fue a través de talleres virtuales organizados por el movimiento en Latinoamérica.
Luego tomaron un curso de diseño en permacultura en un proyecto en Jalisco, donde cobró forma la idea de comprar un predio para establecer una comunidad, que se concretó en 2017 en la península de Yucatán, tras dejar sus empleos y vender sus propiedades en la ciudad, incorporándose a un ejido con pocos miembros, y ofreciendo pequeños espacios en venta a otras familias o personas interesadas en hacer parte de la comunidad.
La familia pionera compró un bus que adaptó como casa y utilizó como vivienda durante los primeros años, cuando, estimulados por la emoción inicial, empezaron a construir casas, instalar huertas, educar a sus niños en procesos pedagógicos alternativos, criar decenas de animales y el montón de acciones inherentes a este tipo de aventuras.
Pronto se dieron cuenta de que el reto los rebasaba, el tiempo no era suficiente y los costos de los proyectos excedían por mucho sus presupuestos iniciales, en gran medida por la contratación de mano de obra para los trabajos que ellos no podían o sabían realizar, y se vieron forzados a cerrar ciertos frentes, al menos de manera temporal, midiendo con mayor sentido de realidad el tiempo, los recursos y las capacidades físicas, reorganizando los acuerdos comunitarios, reconociendo la necesidad de prepararse en distintos temas, tanto técnicos como sociales, y recurriendo a trabajos remunerados en la ciudad de Mérida para solventar los gastos que ya no alcanzaban a cubrir con sus ahorros.
Este ejemplo muestra con claridad que llevar la teoría a la práctica no es sencillo, y el tema de la satisfacción de las necesidades fuera del paradigma del capital es un reto singular. “A la banda le costó mucho el trabajo de la tierra (…) no son enchiladas pues” dijo el flaco, uno de los pocos residentes de Zutut’ha después de la desintegración del grupo fundador.
En un tequio4 de la ecoaldea Crisalium, una práctica común en las comunidades indígenas adoptada por las comunidades intencionales, tuvo lugar una conversación que profundiza en las dificultades propias de pasar del discurso a la acción. Ante la inquietud de un aspirante a ingresar a la ecoaldea sobre la forma de “sobrevivir” en la montaña, en términos económicos, un miembro se remitió al trabajo de Neef (1993), abordando la distinción entre necesidades y satisfactores, utilizando un ejemplo propio de su contexto: una necesidad es la vivienda, que puede ser satisfecha con una construcción convencional, utilizando materiales industriales como cemento, varilla, tabiques, etc., que deben ser comprados a precios cada vez más altos e involucran procesos contaminantes; pero también puede ser satisfecha a través de la bioconstrucción, utilizando materiales disponibles en el lugar, como madera y barro, disminuyendo los costos, el uso de materiales externos, las afectaciones sobre la naturaleza e invitando a la autoconstrucción. Efectivamente, en Crisalium la bioconstrucción es uno de los principios de la ecoaldea, un ideal por realizar, así como en muchos otros proyectos afines (Figura 3), pero su cumplimiento ha costado tiempo y trabajo, y la construcción de las primeras casas cuenta ya varios años, pues no solo involucra la construcción con materiales naturales sino la autoconstrucción, y ha sido un reto desarrollar las habilidades y encontrar el tiempo necesario para ello mientras se mantienen otras labores, de las cuales todavía se depende, como veremos en el siguiente apartado.
Figura 3 y 4. Jornada de bioconstrucción realizada por neorrurales en Bacalar (Quintana Roo); y elaboración de tazas para baños secos en Tierra Plena, Chichihuistán (Chiapas).
Fuente: archivo personal.
“Todos por acá tenemos una doble vida” dijo un miembro de Crisalium, quien trabaja en una ONG dedicada a la gestión del agua, refiriéndose a la necesidad de mantener fuentes de ingresos más allá de los proyectos neorrurales. Sin embargo, son pocos los casos de trabajos fijos y estables, y frecuentes los trabajos temporales y los emprendimientos, a veces ligados a temas relacionados con la transición al campo.
Por ejemplo, los trabajos por temporadas en Norteamérica y Europa son bastante comunes para artistas y artesanos, quienes aprovechan los festivales del verano para viajar al Norte Global y sacar provecho al cambio favorable de divisas. El ‘trimming’ o la ‘pizca’ -cosecha de marihuana para fines medicinales en Estados Unidos- es otro trabajo recurrente con un principio similar: dedicación completa durante un lapso determinado, que permite conseguir recursos para mantener cierta libertad de las presiones del capitalismo durante otro tiempo.
Después de la pandemia el trabajo remoto se ha convertido en una opción cada vez más recurrente, por ejemplo, el diseño de páginas web de proyectos afines o la oferta de cursos online en tecnologías sociales o prácticas de bienestar, como la Comunicación No Violenta o el yoga.
También son frecuentes los emprendimientos para la oferta de servicios -terapias de medicina alternativa, masajes, asesorías en instalación de huertos, guía de turismo, partería, etc.- y productos -artesanías, joyería, canastas de productos agroecológicos, tazas para baños secos (Figura 4), cosmética natural, café, cacao, miel, hidromiel, etc.-, a veces agrupados en tiendas físicas colectivas para la oferta de una amplia diversidad de productos y servicios elaborados “por la banda”. Muchos de estos negocios obligan a desplazamientos constantes fuera del territorio, aunque persiste el propósito de realizar proyectos en el mismo lugar donde se habita y que, de paso, aporten a los procesos que en este ocurren.
Bety, por ejemplo, del proyecto Tierra Plena, es una de las tres parteras de la comunidad de Chichihuistán. Titulada como partera en la universidad, constituyó una asociación y gestiona recursos en el exterior para ofrecer sus servicios gratuitos a la comunidad, que de todas maneras le retribuye con alimentos. Según sus registros, en promedio hace dos consultas al día, a veces ocho, a veces ninguna; y dos partos al mes.
Además, encontramos una asociación que trabaja en la liberación de loros y gestiona recursos con instituciones para la instalación de un aviario de tránsito en una de las comunidades; el establecimiento de un taller de confección con la participación de mujeres artesanas; o la organización de talleres teórico-prácticos para la elaboración de filtros de aguas residuales en los hogares de la comunidad, entre otros.
De hecho, el creciente interés por conocimientos y prácticas como la permacultura, la bioconstrucción, terapias de medicina alternativa, metodologías para la resolución de conflictos, etc., ha motivado la realización cada vez más frecuente de talleres útiles para una sociedad en abierta búsqueda de alternativas, que además proveen un ingreso económico, aunque condicionan la participación a las posibilidades económicas de los interesados.
Otra actividad frecuente es la acogida de voluntarios, la mayoría viajeros extranjeros que conectan a través de plataformas de voluntariado especializado en temas de sustentabilidad y agricultura orgánica, como WOOF (Worldwide Opportunities on Organic Farming), Workaway u otros, quienes dinamizan la cotidianidad, motivan nuevos acuerdos de convivencia y conceden mano de obra, intercambio constante de conocimientos y, en muchos casos, un ingreso económico.
La comunidad Inlakesh (Chiapas) -“yo soy tú” en maya-, ofrecía voluntariado a un costo determinado por día, que incluía alojamiento y alimentación, y la posibilidad de incorporarse a las actividades cotidianas como un miembro más, bajo ciertas normas, responsabilidades y horarios. Esto implicaba la participación en la preparación de las comidas, el aseo y mantenimiento del lugar, la colaboración en los proyectos en curso, que en ese momento se movían entre confección, bioconstrucción, agroecología y transformación y comercialización de cacao y café; así como en intensas terapias colectivas, círculos de palabra, talleres, sesiones de danza, yoga, etc.
En la comunidad de Zutut’ha el voluntariado llegó a sostener los gastos de la comunidad durante su mayor efervescencia, en el que se contaban con alrededor de 20 voluntarios constantes dispuestos a “darse una embarrada de autogestión”, algunos de los cuales realizaron estancias largas e iniciaron proyectos como inventarios de flora y fauna, bicimáquinas, soldadura, festivales de circo, etc., siendo un importante centro de entrenamiento para el homo habilus. Según sus propios datos, llegaron a recibir 500 personas de 45 países durante 5 años. Sin embargo, con la pandemia el flujo de voluntarios se detuvo por completo, y quebró el sustento de la comunidad.
Ante la poca experiencia en las labores del campo de muchos de los voluntarios, varias comunidades exigen tiempos mínimos de estadía, reconociendo la necesidad de capacitarlos previamente en ciertas labores para que el trabajo sea útil y eficiente, y no una carga extra para la comunidad.
Para algunos voluntarios, sobre todo aquellos con experiencia y experticia, resulta perturbador pagar por trabajar, siendo una crítica usual a algunos formatos recurrentes en ecoaldeas y comunidades intencionales. Un voluntario mexicano, que realizó estancias largas en varios proyectos del país, lo identificaba como un intercambio injusto y desigual, que en el mediano plazo era productivo para los proyectos, pero no tanto para los voluntarios, a pesar de los aprendizajes innegables. Después de varias experiencias, y ante la imposibilidad de integrarse formalmente a un proyecto a través de su trabajo, optó por ahorrar dinero y comprar un terreno propio donde pudiera tener más seguridad. En el mismo sentido, expresó su inconformidad por los costos elevados de los cursos, talleres y encuentros que se ofrecen en este tipo de espacios, que según él apuntan cada vez más a personas con cierta capacidad económica: “a los del barrio nos queda difícil” dijo.
En el sureste y centro de México, 10 de los 11 proyectos neorrurales observados se asentaron en comunidades indígenas, o en sus inmediaciones. En estas comunidades tradicionales aún se mantienen vigentes rasgos de una economía no mercantilizada que apunta a la autosuficiencia, incluso a pesar de la creciente presión de la economía capitalista, acentuada desde el levantamiento zapatista de 1994, que no solo atrajo la atención del movimiento altermundista en busca de “otros mundos posibles”, sino que motivó la inversión del Estado y de numerosas entidades no gubernamentales, y eventualmente ha derivado en la incorporación del territorio en las dinámicas del sistema capitalista.
Así, mientras la migración de jóvenes indígenas a las ciudades o las zonas hoteleras de la Riviera Maya es cada vez más frecuente, para algunos indígenas consultados resulta “curioso” que personas de la ciudad, la mayoría jóvenes, migren al campo y pretendan explorar la agricultura sin químicos, la construcción con materiales naturales, la medicina natural o las formas de organización y trabajo basadas en el apoyo mutuo y la reciprocidad, por ejemplo, prácticas que para algunos indígenas hacen parte de una visión de atraso que se pretende superar incorporándose al sistema capitalista.
Varias de las comunidades indígenas en donde se han establecido comunidades intencionales, algunas ejidales, se rigen por sistemas de cargos por usos y costumbres, una forma de organización comunitaria en donde los comuneros -normalmente hombres entre los 18 y 60 años- están obligados a prestar un servicio comunitario no remunerado, asumiendo un cargo rotativo y temporal -usualmente un año-, dentro de una estructura preestablecida pero flexible, que se va adaptando según las circunstancias, y que ha permitido la organización de las comunidades para la satisfacción de muchas de sus necesidades de manera colectiva, la piedra angular de una economía alternativa, de “administrar la casa” común a través de la interdependencia. El nivel de exigencia y compromiso de estos sistemas varía entre una comunidad y otra, y varias están requiriendo algunos ajustes tras la reciente aceptación de personas ajenas a la comunidad, a veces neorrurales, que hasta hace poco no estaba permitida.
El Pana, por ejemplo, es un israelita que viajó “por medio mundo” con el oficio de la joyería y encontró un lugar para asentarse en una comunidad ejidal en Teopisca. Aunque lleva nueve años en el territorio, recién está asumiendo su primer cargo comunitario, en el Comité de Agua. “Ha sido todo un proceso para que nos acepten, pero está chido, y se pone bueno cuando te propones a trabajar con ellos, para conocernos e intercambiar lo que cada uno sabe, desde su experiencia” comenta.
Rodro, del proyecto Tierra Plena, en Chichihuistán (Chiapas), tuvo a cargo el cuidado del panteón durante varios años, aunque usualmente los cargos son rotativos y con duración de un año. “Me gusta, porque el trabajo no es tanto, aunque sí de mucha responsabilidad”.
En Huehuecóyotl y Ha Omek ká, ecoaldeas con larga trayectoria, varios de los miembros han ocupado distintos cargos en las comunidades, siendo “experiencias fundamentales tanto para establecer lazos de confianza como para permitir el aprendizaje mutuo a través de trabajo conjunto”.
Sin embargo, la falta de tiempo para el cumplimiento de las labores, recurrente entre los neorrurales que mantienen múltiples compromisos con la economía de mercado, y cada vez más frecuente entre los indígenas y campesinos que también adquieren crecientes responsabilidades en el sistema capitalista, ha conducido a ofrecer alternativas que, reconociendo la condición de homo economicus de los recién llegados, se deben saldar con dinero, pagando multas a la comunidad o pagando a terceros para que los reemplacen en sus cargos.
Además del sistema de cargos, en estas comunidades indígenas también son comunes los tequios, jornadas de trabajo colectivo para un objetivo comunitario, así como otras formas de apoyo mutuo y reciprocidad, a las que los neorrurales empiezan a integrarse y adoptar, en la medida de sus posibilidades, siendo espacios para el aprendizaje y el intercambio.
Por otra parte, es común la contratación de mano de obra local para el desarrollo de múltiples actividades -reproduciendo relaciones verticales derivadas de un privilegio de clase que ostentan algunos neorrurales-, en especial para labores agrícolas y de construcción, siguiendo principios ecológicos, como la preparación de abonos orgánicos, el control natural de plagas, la construcción de baños secos y el uso de técnicas de construcción tradicionales, como el bahareque, la elaboración de adobes o el uso de guano para techos, entre otros. Algunos indígenas, familiarizados con muchas de estas prácticas, pero influenciados por el modo de vida capitalista, que las suplanta por métodos y materiales industriales, han recuperado el interés por muchas de ellas a través de estas experiencias.
Por ejemplo, en Ranchería Tzajalá, la comunidad indígena en donde se estableció el proyecto Ha Omek Ka, varias familias han instalado baños secos en sus casas por influencia de neorrurales, reconociendo la necesidad de cuidar el agua “para que no pase las de Oxchuk (un pueblo cercano), donde solo les queda el agua lluvia” dijo Alonso, indígena que trabaja para Ha Omek Ka.
En el mismo sentido, el proyecto Solares Huertas Agroforestales (Figura 5), impulsado por neorrurales, ha motivado la recuperación de prácticas agroecológicas entre algunos indígenas mayas en Sotuta, como los solares mayas, antes comunes, últimamente relegados, retomados para responder a situaciones de escases desatadas por la pandemia, y sostenidos por el abundante conocimiento y las habilidades indígenas, en riesgo de desaparecer. Además, varios de los miembros de Zutut’ha se unieron a grupos protectores de semillas, defensores ambientales y redes de mujeres de la península de Yucatán, por ejemplo, reflejo de las sinergias recurrentes entre neorrurales y comunidades indígenas y campesinas en busca de ‘otros mundos posibles’ (Figura 6).
Figura 5 y 6. (Izq.) Visita a un solar maya, organizada entre neorrurales y la comunidad maya en Sotuta, Yucatán; (Der.) Juegos para niños de la comunidad de Chichihuistán ofrecidos por miembros del proyecto Inlakesh (Chiapas).
Fuente: archivo personal.
4. Discusión: lento pero avanzando
Estos retazos de las historias de vida recabadas en el recorrido nos muestran que, si bien el acceso a la tierra por parte de los neorrurales se mantiene restringido a las lógicas del mercado, y “el pie de apoyo para acceder al mundo ecoaldeano sigue siendo el capitalismo” (Salamanca y Silva 2015), existe una tendencia, sobre todo entre jóvenes, de mantenerse en movimiento en una creciente red de proyectos neorrurales, ofreciendo servicios como voluntarios en diversas labores, para aprender en la práctica y explorar alternativas que eventualmente les permita acceder a la tierra. Esta recursividad y flexibilidad ha permitido a los neorrurales sin tierra adquirir experiencia en la ruralidad y emprender diversos proyectos, aunque en muchos casos sean vulnerables, temporales y limitados por la posesión de la tierra, y este siga siendo un objetivo por alcanzar, dificultado por el aumento en el precio de la tierra, donde los mismos neorrurales tienen una influencia por lo menos perceptible.
Una vez en la ruralidad se identificaron varios retos comunes a los distintos proyectos, siendo los más recurrentes: 1) la distancia entre un imaginario de la vida en el campo, muchas veces idealizado y formado desde un entorno urbano, y la realidad de habitar en la ruralidad; 2) la falta de conocimientos prácticos para desarrollar proyectos alternativos en la ruralidad; y 3) la prevalencia de las formas, prácticas y métodos del homo economicus, determinadas por “el comportamiento casi universal de buscar ganancias en cualquier actividad (…), el mecanismo fundamental de reproducción social de la sociedad capitalista” (Wright, 2009), de la que pocas actividades logran escaparse, incluso en estos proyectos que expresamente buscan construir una “nueva humanidad”.
Estos obstáculos, interrelacionados entre sí, están además sujetos a la disponibilidad de tiempo para enfrentarlos y superarlos, siendo este usualmente copado por los modos de vida del capital, lo que Snikersproge describe como la disciplina del tiempo capitalista (2022), formando un círculo vicioso difícil de romper: las responsabilidades del homo economicus no dan tiempo para entrenar al homo habilus, pues limitan las posibilidades de reorientar el trabajo, que trascienda el poder-sobre del capital para desarrollar el poder-hacer (Holloway, 2002), y relegan el trabajo creativo, cuyos aportes al comportamiento humano son considerados deseables por corrientes anarquistas, al ampliar la percepción y agudizar los sentidos, deteriorados por los hábitos enajenadores del sistema (Vaneigem, 1974).
A pesar de que los modos del capital siguen siendo preponderantes, los neorrurales han puesto en marcha diversas actividades propias de un proceso de transición, como el descrito en el marco teórico (Hopkins, 2008), aunque aún en sus primeros pasos, lejos del objetivo de la autosuficiencia. Por ejemplo, cada vez se ocupan menos en trabajos alienados, y tienden a trabajos que estimulan la creatividad y el desarrollo de habilidades motrices y cognitivas, utilizan materias primas locales y naturales, están guiados por una ética ambiental, debilitan la dependencia del sistema y/o resultan útiles para la adopción de hábitos amables con la naturaleza, como la bioconstrucción, la agroecología, la artesanía, la medicina y la cosmética natural, las artes, y diversas prácticas para el bienestar individual y colectivo.
La creciente oferta de talleres y voluntariado, que empieza a cubrir la falta de conocimientos para la sustentabilidad, es generalmente restringida a quienes pueden pagar los costos, usualmente calculados para personas de clase media, cerrándose a un nicho específico al que resulta complicado acceder sin dinero, recayendo en limitaciones propias del capitalismo.
Una estrategia cada vez más recurrente -y pertinente- para superar esta barrera es la gestión de recursos económicos con instituciones gubernamentales o no gubernamentales, para financiar distintos tipos de proyectos afines a los propósitos trazados, aunque aún es necesario que estas comunidades emergentes se consoliden como “laboratorios de sustentabilidad” (Burke y Arjona, 2013), y visibilizar los alcances de estos procesos en otras esferas, para facilitar la gestión de recursos, agilizar la transición, y motivar el relacionamiento con las comunidades asentadas en los territorios, portadoras de saberes útiles para la autosuficiencia.
Además de las técnicas ancestrales para la construcción, la agroecología o la medicina alternativa, por ejemplo, revaloradas por los neorrurales, las comunidades indígenas mantienen formas de organización y trabajo basadas en el apoyo mutuo y la reciprocidad -como el tequio, el sistema de cargos por usos y costumbres o la mano vuelta-, que ya están sirviendo de guía a los neorrurales que pretenden retornar a la comunidad, un horizonte de acción para muchos proyectos que gestan alternativas al capitalismo, “reconocen en estas formas de sociabilidad y convivencia cierta potencialidad emancipadora e instituyente”, y reivindican a la comunidad como modo de vida que “se resiste, se opone y se propone frente a la hegemonía del capital” (Torres, 2013).
Sin embargo, este intercambio entre neorrurales y comunidades indígenas se encuentra en período de reconocimiento, superando tanto los prejuicios como la prevalencia de las relaciones verticales determinadas por el dinero. Aun cuando entre los neorrurales la resolución de las necesidades económicas sigue siendo una de las mayores dificultades, muchos de sus proyectos que apuntan a la autosuficiencia están sostenidos en alguna medida sobre la base de privilegios de clase y de raza, y la pobreza o las necesidades de la gente local, y se mantiene el reto de explorar nuevas relaciones que cierren estas brechas.
En suma, las nuevas prácticas cotidianas observadas en el recorrido, relacionadas con otras formas de “administrar la casa”, que van desde la forma de ir al baño hasta la forma de nacer, entre muchas otras, abren espacios a nuevas prácticas sociales (Roysen, 2016). Las experiencias asociadas a la transformación de los residuos orgánicos, por ejemplo, pueden dar pie a la posibilidad de instalar sanitarios composteros, así como la realización de un tequio abre perspectivas para la exploración de otras formas de compartir el trabajo y los conocimientos a través de la reciprocidad.
Las actividades analizadas coinciden con la descripción hecha por Wright (2009) sobre las transformaciones intersticiales, quien hace todavía una distinción entre “actividades” y “estrategias” intersticiales, siendo las primeras realizadas sin el propósito consciente de generar una transformación en el sistema, aunque eventualmente puedan aportar a esta, mientras que la estrategia intersticial consiste en el desarrollo deliberado de actividades intersticiales con el propósito de transformar el sistema como un todo.
Aunque es arriesgado generalizar, pues en los proyectos neorrurales y las comunidades intencionales se observa una gran diversidad de propósitos, prácticas y situaciones, sí existe una tendencia a realizar actividades intersticiales más que a desarrollar una estrategia deliberada. Sin embargo, no han de demeritarse, pues estas actividades disminuyen la dependencia del capitalismo, van creando algunas condiciones para la autosuficiencia y, poco a poco, “la acumulación de transformaciones relativamente pequeñas genera un cambio cualitativo en las dinámicas y las lógicas del sistema social” (ídem).
Han pasado más de 50 años desde que los ‘migrantes de la utopía’ iniciaron un éxodo del sistema capitalista, creando un movimiento que se mantiene vigente, expandido a distintas latitudes e incluso en crecimiento tras la pandemia del COVID-19. La intención de explorar otras formas de habitar, desligadas del sistema y más cercanas a los ritmos de la naturaleza, obliga a cambios radicales, difíciles de materializar, y aunque allí tienen lugar diversas prácticas sociales alternativas, que en sumatoria producen transformaciones sociales apreciables, se mantienen inmersas en las lógicas del sistema capitalista.
En el sureste y centro de México se evidencia un proceso de transición, donde los neorrurales sortean con flexibilidad y creatividad las dificultades del acceso a la tierra, aunque en muchos casos la cuestión de la propiedad sigue siendo un dilema por resolver; exploran transformaciones en el tipo de trabajos que realizan; adquieren prácticas tendientes a la sustentabilidad, alrededor de las cuales surgen diversos emprendimientos, y gestionan recursos en distintas esferas para desarrollarlos; y tiene lugar un encuentro llamativo entre neorrurales e indígenas, donde los primeros buscan aprender lo que los segundos parecen estar perdiendo, un encuentro que puede aportar al avance de los movimientos sociales alternativos que caracterizan a la región.
Sin embargo, la utopía de Illich, de transitar del homo economicus al homo habilus, y romper así la dependencia del capitalismo desde su raíz, luce aún confusa en las comunidades intencionales, no tanto por las dificultades propias de recuperar las habilidades para la autosuficiencia, que poco a poco se van cultivando en este tipo de proyectos, sino por los obstáculos para debilitar los hábitos de reproducción social de la sociedad capitalista, arraigados en distintos niveles, en especial en personas de origen urbano.
En todo caso, entre las grietas del sistema nuevos “migrantes de la utopía” siguen intentando transformaciones en su forma de habitar, y se preparan para un futuro incierto en medio de una crisis civilizatoria sin precedentes, apelando a la guía de la naturaleza y al retorno a la comunidad, su nuevo escenario de vida.
Figura 7 y 8. Izquierda. El coyote Alberto Ruz, líder de la Caravana Arco Iris por la Paz, junto a la legendaria Mazorca, el bus de aquella aventura, en la ecoaldea Huehuecóyotl meses antes de su muerte. Derecha. Siembra de nombre de la pequeña Cyan Quetzaly en Hogar de la Tierra, Teopisca, Chiapas.
Fuente: archivo personal.
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1 Este artículo es parte de los resultados de una investigación doctoral adelantada por el primer autor, con la asesoría de su comité tutelar, quienes realizaron importantes aportes a lo largo del proceso y aparecen como autores secundarios. El trabajo de campo descrito a continuación fue realizado por el primer autor junto a su familia.
2 Momento súbito de descubrimiento o comprensión, cuando entendemos algo hasta entonces desconocido.
3 Aplicación digital que facilita el transporte compartido.
4 Jornada de trabajo comunitario. La palabra proviene del náhualt ‘tequitl’.